25 de Enero de 1516

Arrecifes de nubes silueteadas de plata cruzaban mansamente la bóveda celeste. La luna llena resplandecía entre las torres gemelas de la catedral de Colonia, su luz pálida arrancaba destellos del manto de nieve acumulada sobre los tejados de la ciudad y dibujaba un paisaje de brutal contraste, como trazos de tinta sobre azogue. El silencio se apoderaba de las calles heladas. Sólo se escuchaba el ladrido lejano de algún perro de vez en cuando.

Un carruaje se detuvo al pie del edificio sagrado. De él descendieron dos encapuchados ataviados con los hábitos de lana teñida de blanco y negro de la orden de santo Domingo. El que iba delante alzó la vista, admirado por aquellas agujas de piedra elevándose rectas hacia el cielo, con la luna pendida entre ellas como un adorno deslumbrante. El otro dominico, un anciano, se puso a su lado y le dijo con un susurro:

—No os dejéis impresionar por la catedral, padre Bernardo. Es magnífica, sí, pero un cuesco de Dios ridiculizaría cualquier obra humana; recordad que «la locura de Dios es más sabia que la sabiduría de los hombres». El lugar al que ahora nos dirigimos quizá pueda pareceros más humilde, más tenebroso sin duda, pero os aseguro que expresa mejor que ese edificio el lugar que verdaderamente ocupamos en el orden de las cosas… —tosió—. Mucho mejor.

Bernardo asintió dócilmente a las palabras del anciano, pero para sus adentros hizo una mueca de desprecio y pensó: «Y también dijo Platón, y mucho antes que tu san Pablo, que es más hermosa la locura que procede de la divinidad que la cordura que tiene su origen en los hombres. Quizá seas tú, viejo, el que tiene que aprender algo de Humildad».

Caminaron en silencio, uno junto a otro, haciendo crujir la nieve helada bajo sus pies. El dominico viejo se apoyaba de vez en cuando en el brazo del más joven. Rodearon uno de los muros de la catedral y se internaron en un oscuro pasadizo.

—¿Adónde conduce esto, padre? —una nube de vaho acompañaba cada palabra.

—La catedral se construyó sobre una pequeña iglesia consagrada en el siglo noveno de Nuestro Señor. La iglesia en sí fue derruida, pero sus sótanos aun permanecen en el subsuelo de la catedral.

—¿Es allí donde nos esperan los agustinos?

—Allí es. Ellos se ocupan de mantener el lugar.

—No confío en los agustinos.

—Ninguno de nosotros tiene por qué hacerlo. —El frío hacía que su voz temblase un poco—. Jacobus era nuestro hermano y sus restos pertenecen a la Orden de los Predicadores. Aunque ahora se encuentren bajo la custodia de los agustinos, ellos no tienen nada que decir al respecto.

Bernardo asintió.

—De acuerdo, padre Johannes —dijo—, acabemos con esto de una vez.

El corredor desembocaba en una estrecha sala donde aguardaba un solo monje agustino acompañado de dos seglares de aspecto rudo. Éstos cargaban con un capazo y varias herramientas de albañilería. Cuando vieron llegar a los dominicos, en los rostros de los tres se reflejó la impaciencia y la hostilidad.

—Extraño momento habéis elegido para visitar el lugar de reposo de vuestro hermano —dijo el agustino a modo de saludo.

Era un hombre muy gordo, con las mejillas coloradas y los ojos de un gris tan descolorido como el del escaso cabello que llevaba relamido sobre el cráneo, —justo la noche en la que toda la cristiandad está de luto por la muerte de Don Fernando el Católico.

—¿Venís sólo los tres? —preguntó Johannes con el ceño fruncido.

—No se necesita más. Estos hombres —señaló a los seglares— se encargarán de abrir el pudridero, y de cerrarlo convenientemente una vez que hayáis acabado.

—Conforme al estilo y la regla de nuestras comunidades —dijo el anciano—, os fueron entregados los restos de nuestro hermano en Cristo, Jacobus Sprenger, para que los mantuvierais en celosa guarda y custodia.

—Así se hizo y así permanece —cloqueó el agustino con las papadas temblándole de satisfacción.

Johannes le entregó un documento que había llevado oculto en la manga.

—Permitidnos entonces rezar ante los despojos de nuestro hermano, por la salvación eterna de su alma.

Antes de leerlo, el agustino comprobó escrupulosamente el sello del provincial de la orden de predicadores.

—Está todo correcto —dijo mientras recorría con sus dedos cortos y gordezuelos las líneas manuscritas—, como era de esperar.

—En ese caso, conducidnos hasta el lugar donde descansa Jacobus.

La pared derecha de la sala se abría a un pasadizo de techo abovedado. Descendía en suave pendiente hacia el subsuelo de la catedral. Uno de los albañiles que llevaba una linterna pasó delante para iluminar el camino. El pasadizo era tan angosto que los cinco tenían que ir en fila y los hombros del gordo agustino casi rozaban contra los ladrillos húmedos. No tardaron mucho en llegar al punto donde el corredor se interrumpía, cegado por un tabique blanqueado con cal.

Cuando estaba fresca, alguien había escrito sobre ella: «Como te ves, yo me vi. Como me ves, te verás. Todo acaba en esto aquí. Piénsalo y no pecarás».

—Háganse un poco hacia atrás, padres —gruñó el segundo albañil—, no les vaya a rebotar algún cascote.

No tenían espacio para trabajar el uno junto al otro, así que se fueron relevando para atacar el tabique.

Johannes no dejaba de toser y Bernardo se interesó por él.

—No es nada… tan sólo… ese polvo que… Estaré bien en un momento.

Bernardo asintió forzando una sonrisa. Johannes estaba gravemente enfermo y se temía que no sobreviviese al invierno. El anciano era consciente de ello, en sus ojos podía leerse el miedo y la incertidumbre de saber que pronto iba a enfrentarse a la inflexible sentencia divina. Se afirmaba que la vida era sólo una etapa obligada hacia la eternidad, apenas una preparación para la muerte, pero la expresión del anciano demostraban que nada de lo que había aprendido durante su larga existencia le ayudaba a afrontar ese momento con un poco de paz en la conciencia.

—Abierto —anunció uno de los albañiles.

Los dos dominicos entraron en el pudridero. Las paredes eran de piedra, el suelo, de granito, y el techo estaba toscamente abovedado. En la primera sala reposaban los restos mortales de los siete últimos monjes fallecidos.

El lugar apestaba tanto como era de esperar.

Bernardo se volvió hacia la puerta desde donde el agustino aguardaba apaciblemente. Los albañiles se habían quedado tras él.

—¿Dónde están los restos de nuestro hermano?

—Por ahí, a la derecha —el agustino alzó la mano para señalar—. La cuarta sala.

Los dominicos recorrieron tres cuartos que eran idénticos a aquél por el que habían entrado, sin luz ni ventilación alguna.

Las paredes estaban horadadas por estrechos nichos en los que se amontonaban los huesos o los restos en descomposición. Bernardo pensó en todas las historias que se desintegraban allí a la vez que los cuerpos.

Llegaron a la cuarta sala y buscaron el nicho ocupado por Jacobus.

—Ahí —señalo Johannes.

Era un nicho igual a los otros, situado casi a ras del suelo, con una inscripción garabateada en un pegote de yeso: Jacobus Sprenger. Se acercaron en silencio. El cuerpo estaba cubierto por una enmohecida tela blanca que se amoldaba blandamente a las formas del cadáver. Bernardo se arrodilló junto al nicho y sujetó los extremos del lienzo. Antes de apartarlo se volvió hacia Johannes, que le animó con un gesto.

—Descúbrelo —le susurró.

A la vez que Bernardo tiraba del lienzo, se oyó un grito. En la entrada de la sala estaba el agustino. Los había seguido en silencio. Sus papadas temblaban como gelatina y sus ojos abiertos como platos parecían incapaces de apartarse del cadáver de Jacobus Sprenger. Cayó de rodillas y entrelazó las manos frente al rostro.

—Huele a rosas… ¡A rosas! —gritó—. ¡Olor de santidad!

Bernardo, que estaba mucho más cerca del cuerpo, no había olido nada. Ni a corrupción ni a rosas. Porque el cuerpo del dominico Jacobus Sprenger, aquél que había escrito en colaboración con Henricus Kramer el más importante tratado para luchar contra la brujería, estaba incorrupto y mantenía el mismo aspecto que había tenido el día de su muerte, veintiún años atrás.

—¡Es un milagro! —exclamó el agustino, que parecía al borde de la histeria—. Vuestro hermano es santo junto a Dios Nuestro Señor. Esto debe anunciarse, debe…

Johannes se acercó a él e intentó tranquilizarlo, pero el agustino insistía en permanecer de rodillas y rezando con el rostro enterrado entre las manos.

El anciano pidió a Bernardo que le ayudara a levantarlo, y entre los dos consiguieron que el gordo monje se incorporase. Pero no por ello menguó su excitación. Seguía insistiendo en que allí se había producido un milagro e iba a hacer sonar las campanas para anunciarlo.

Bernardo envidió por un momento la inocencia de aquel hombre. Recordó el tiempo, no tan lejano, en el que él desconocía la verdadera naturaleza de las cosas. Pero también vio el brillo de la codicia en sus ojos. ¡Todo un cuerpo incorrupto bajo su tutela! Algo que, una vez troceado y vendidas sus partes como reliquias, podía llegar a resultar muy rentable a la comunidad.

—¡Teneos por el amor de Dios! —le gritó Bernardo al fin. El obeso monje se tranquilizó un poco y Johannes le preguntó:

—¿Cuál creéis que es el motivo de nuestra presencia aquí?

—¡Lo sabíais! —comprendió el agustino mirándolos con sus ojos borreguiles.

—Lo esperábamos —asintió Johannes—. Todos en nuestra Orden teníamos conocimiento de la bondad de su vida y de la rectitud de su carácter.

—¿Hasta tal punto?

—Yo lo conocí bien y puedo dar fe de ello —dijo el anciano.

—Entonces…

—¿Entonces qué?

—Debemos festejar su santidad.

Bernardo intervino:

—Todos los asuntos tienen su proceso. Largo y minucioso en este caso. Pero ya sabéis que en la orden de los predicadores nos gusta hacer las cosas correctamente…

—Eso lo tengo por cierto. Desde luego que sí.

—Pues entonces ved que esto es sólo un primer paso —siguió diciendo Bernardo a la vez que señalaba el cadáver de Sprenger—. Nuestra Santa Madre Iglesia no considera que un cuerpo incorrupto constituya una señal inequívoca de santidad, aunque sí que es un indicio apropiado. Y el derecho canónico exige que transcurran por lo menos cincuenta años desde la muerte del candidato antes de que sus virtudes o martirio puedan discutirse formalmente en Roma.

—¿Cincuenta… años? —la desilusión asomó a los ojos del agustino.

—Así está mandado.

—No sabía…

—Eso es evidente —dijo Bernardo con ira contenida en su voz—. No sabéis. No sabéis nada y aun así osáis interrumpirnos mientras intentamos llevar a cabo nuestra misión de preparar el proceso de beatificación de nuestro hermano.

—Yo… Tan sólo quería…

—Sé perfectamente lo que queríais. Ahora, salid…

—Pero…

Esta vez, Bernardo habló con calma:

—Abandonad este lugar de inmediato.

Su fría tranquilidad resultó aun más intimidatoria para el agustino que sus anteriores gritos. Se santiguó y se dirigió a toda prisa hacia la salida del pudridero.

—No regresará —aseguró Johannes—. Concluyamos de una vez con lo que nos ha traído hasta aquí.

Los dos religiosos se arrodillaron junto al cuerpo de su hermano y rezaron durante unos minutos. Luego, Bernardo extrajo los objetos que llevaba ocultos entre los pliegues de su hábito y los depositó en el suelo, frente al nicho de Sprenger.

—Tendréis que hacerlo vos —dijo Johannes manteniendo los ojos cerrados, como si su mente continuara ocupada por la oración—. Yo soy demasiado viejo. A mis manos ya no les queda ni el recuerdo del vigor que una vez tuvieron.

Bernardo contempló los dos objetos con aprensión: un estudie de madera forrada interiormente con pan de oro y un cuchillo con una hoja curva muy afilada.

—Claro, padre —asintió con un susurro—. Yo lo haré, no os preocupéis.

Tomó el cuchillo y se inclinó sobre el pecho del cadáver. Durante un instante creyó verse a sí mismo con once años, recién ingresado en el convento, con la cabeza rapada y un hábito que le venía grande, plantado frente a él, con los brazos caídos a los lados del cuerpo y los ojos abiertos por el asombro ante lo que estaba haciendo.

«Esto lo he soñado», comprendió. «Lo soñé con todo detalle cuando era niño».

Deseó con todas sus fuerzas la gracia de poder olvidar toda la espantosa realidad que había conocido desde entonces, y volver a ser de nuevo aquel novicio ignorante. Se frotó los ojos y miró fascinado el cuchillo que empuñaba. Pensó que aquel mundo no era lugar para el hombre; que todo le era ajeno, descarnado…

Había dejado de ver el suelo de granito, los nichos repletos de huesos, las paredes y el techo abovedado. Lo único que veía era el cadáver incorrupto de Jacobus Sprenger frente a él, y la brillante punta del cuchillo en su pecho.

—Vamos, hermano —dijo Johannes con suavidad, colocando una mano sobre su hombro—. Vamos, hacedlo de una vez.

Tuvo que apoyar todo su peso sobre el cuchillo para que éste lograra atravesar las costillas. Luego, introdujo las manos en el tórax abierto de Jacob Sprenger y con un escalofriante sonido de succión arrancó el corazón negro que dormía en su interior. Lo colocó dentro del estuche y cerró la tapa.

—Hecho —dijo alzando los ojos hacia Johannes.