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Auvernia, 3 de julio de 1516

Una sensación de languidez, de fluir mansamente hacia la oscuridad, se esparció por el valle a medida que el sol trazaba su arco descendente. El color púrpura del cielo se fue haciendo más profundo a la vez que perdía luminosidad.

Cèleste llevaba la talega abrazada frente a ella, como si fuera un escudo que la protegiera de todo mal. Mientras caía la noche, la apretaba con más fuerza contra su pecho. A un lado del camino, unas fascinantes chimeneas de lava solidificada se erguían como monjes petrificados. Al borde de la densa arboleda que cubría la ladera de las montañas volcánicas, las sombras del atardecer se coagulaban ya en la siniestra oscuridad de la noche. Aquel paisaje le producía un sentimiento de temor indefinible, y una sensación de que algo ominoso se cernía sobre ella.

El aire de la noche se había vuelto fresco. Se ajustó la túnica de lana alrededor del cuello mientras se estremecía, no tanto por el frío como por las sombras cada vez más profundas del bosque cercano, la ansiedad creciente que le producían aquellos impávidos centinelas de piedra, y las laderas cubiertas de maleza y árboles, que el viento agitaba y hacía susurrar tétricamente. Pero, sobre todo, porque por primera vez en su vida se sentía sola y perdida en la noche.

Se acurrucó junto a una piedra y se subió el cuello de la túnica hasta los ojos. Cruzando los brazos frente a su pecho, esperó dócilmente a que el sueño acudiera.

«Podría dormir… Podría si libero mi mente de temores…».

Meg le había enseñado a hacerlo:

«La utilidad de una taza es precisamente que está vacía», solía decir su maestra. «Tienes que aprender a vaciar tu mente cuando te sea necesario».

«Vaciar la mente…».

Se revolvió un poco y deslizó una mano bajo la túnica para apretar el medallón que su maestra le había dado. Aquel objeto transmitió a su mano un extraño calor. Una sensación agradable que la ayudó a relajarse y apartar de su cabeza a la Mala Hueste. Al fin estaba a punto de dormirse… El sueño ya le cerraba los párpados…

Una esfera de cristal estalla en mil pedazos. Entre los fragmentos aparece una cigüeña que remonta el vuelo. Mujeres y hombres, blancos y negros, se entregan a los placeres de la carne, mientras los cuervos y las cigüeñas se posan sobre sus cabezas… Una música extraña flota en el aire, una intrincada línea melódica acompañada de dos partes en movimiento más lento. No puede reconocer los instrumentos, pero aquel sonido crea una atmósfera inquietante, mientras ella camina por un sendero rural. A ambos lados crece la maleza verde que casi ha ocultado por completo un mojón de piedra gris manchada de humedad. Se agacha y puede leer: «Bois le Duc».

Y la música que no cesa y se vuelve cada vez más extraña…

Cèleste despertó, desconcertada por aquel sueño absurdo. Pero éste parecía continuar, pues seguía escuchando la música. Alzó el rostro y vio un débil resplandor que manchaba de rojo la densa oscuridad del bosque.

«¿Qué es eso?».

Permaneció un largo rato inmóvil, contemplando aquel fulgor como si intentara decidir si seguía soñando o era real. Arriba brillaban las estrellas y una finísima uña de la luna. Entre los árboles la oscuridad era total, pero aquella luz roja resplandecía como un faro en el centro del bosque, atrapando su atención como la luz de una vela atraería a una polilla. Era imposible volver a dormir con ese misterio enfrente. Podía quedarse aquí, agazapada toda la noche, o podía…

Se puso en pie. Se sentía mareada, aturdida, con la mente aún torpe por los vapores del sueño. Caminó muy despacio hacia la luz. Arrastraba los pies suavemente, intentando detectar cualquier grieta u obstáculo frente a ella. Al poco de penetrar en el bosque desapareció la luminosidad que la guiaba, así como la poca luz que le llegaba desde el cielo estrellado. El olor a humus y a hojas podridas saturó su olfato mientras el zumbido del viento agitaba las hojas de los árboles.

Se obligó a avanzar aún más despacio, palpando el camino con la punta del pie antes de asentarlo, porque temía enredarse con alguna raíz y caer de bruces. Tenía la sensación absurda de que si caía, algo saltaría sobre su espalda impidiéndole levantarse.

Algo le arañó la palma de la mano y, por un momento, imaginó que era la garra de una criatura horripilante. Incluso sus ojos formaron de la nada un rostro demoníaco frente a sí, flotando con las fauces abiertas en medio de la oscuridad total. Pero era sólo la astilla de una rama rota.

«No hay nada», se aseguró mientras cerraba los ojos con fuerza. «Tan sólo negrura que tu imaginación llena con temores…».

Respiró profundamente y los volvió a abrir.

Y entonces sí que vio algo. Era la luz rojiza que ahora estaba mucho más cerca. Su reflejo parpadeante le indicó que se trataba de una hoguera que ardía cada vez con más fuerza. Y también le llegó el sonido de aquella música tan extravagante abriéndose paso entre el continuo zumbar del viento entre los árboles.

Apartó algunas ramas y descubrió un claro en cuyo centro ardía la hoguera rodeada por un anillo de grandes carromatos. Sus conductores se habían congregado alrededor del calor del fuego. Hombres, mujeres y niños que formaban un grupo apretado y extraño. Los hombres iban ataviados con gruesos jubones negros salpicados por insignias de plata que reflejaban la luz roja como ascuas encendidas. Unos sombreros de ala ancha, adornados con plumas negras, caían sobre sus rostros ocultándoles las facciones. Las mujeres también vestían de negro, con amplias faldas que agitaban las llamas cuando pasaban cerca de ellas.

«Incluso los niños van de negro», pensó Cèleste mientras observaba a un bebé que gateaba jugando cerca de la hoguera.

—Acércate, muchacha, y siéntate junto a nosotros al calor del fuego.

El que había hablado era uno de los hombres que se había vuelto hacia ella y le hacía señales con la mano para que se aproximara. Apartó las últimas ramas que se interponían a su paso y entró en el claro. Algo ominoso empapaba el campamento. Caminó como una sonámbula hacia el centro del anillo de carromatos, mientras no dejaba de pensar que aun seguía dormida y que todo aquello formaba parte de su extraño sueño.

Varias mantas estaban esparcidas sobre la hierba, alrededor del fuego. El hombre que había hablado antes le hizo un gesto invitándola a que se sentara junto a él. Su rostro seguía oculto con la sombra proyectada por el amplio sombrero, pero su boca relucía con una sonrisa metálica. Todos sus dientes eran de oro y brillaban ferozmente a la roja luz de la hoguera.

Cèleste se sentó frente al hombre de la boca dorada.

—Estás entre amigos —dijo—. Ésta no es noche para andar sola por el monte. Por aquí acechan los lobos… y también otras cosas mucho peores.

Una mujer se le acercó y le ofreció una tazón con sopa caliente. Cèleste observó el rostro de la mujer y se estremeció. No había nada de extraño en su aspecto, incluso debía de haber sido atractiva cuando era más joven, pero en aquellos momentos su expresión estaba enturbiada por un sentimiento de dolor tan intenso que deformaba sus rasgos. La bruja apartó la vista rápidamente, conmovida y desconcertada.

—Bebe —dijo el hombre de la dentadura de oro—. Eso te calentará las tripas.

Cèleste tomó algunos sorbos de aquello que parecía un espeso caldo de nabos, mientras estudiaba a los nómadas a través del vapor que desprendía el tazón. Al otro lado de la hoguera, un par de ellos entonaban una extravagante canción en una lengua que la bruja intentó identificar. Un tercero hacía sonar un laúd de cuerdas dobles, arrancándole la insólita melodía que ella había oído desde lejos.

«¿Quiénes son y qué hacen aquí?», pensó. «Su acento no me es desconocido… Parecen gente del norte, alemanes quizá. Es posible que se trate de buhoneros, y entonces lo inteligente sería viajar con ellos, si es que llevan mi dirección…».

—¿Adónde os dirigís? —preguntó la muchacha.

El hombre de la dentadura de oro se inclinó un poco hacia ella y la luz le iluminó al fin todo la cara, que estaba completamente cubierta por profundas cicatrices.

—Llevamos tu mismo camino —fue su desconcertante respuesta.

—¿Y cómo sabéis…?

Se detuvo. El niño vestido de negro jugaba con un dado de madera que había empujado hacia sus pies. Era casi un bebé. Gateó detrás del juguete y sus manos diminutas y gordezuelas se extendieron para coger el dado.

Cèleste acarició su cabeza y el pequeño alzó el rostro hacia ella…

Sólo que no tenía rostro.

Su cara era una confusión de arrugas y pliegues de carne entre los que brillaban un par de ojillos negros, asimétricos, semejantes a los ocelos de una araña. La boca abierta era apenas un agujero negro y desdentado cubierto de babas.

Respingó y se echó hacia atrás por la sorpresa. Su cabeza chocó contra algo que colgaba de uno de los carromatos situados detrás de ella. El tintineo metálico la hizo volverse. Eran unas correas largas, trenzadas, rematadas por aguzadas puntas de hierro manchadas por una densa costra de color rojo oscuro. Miró atónita aquellos utensilios, sin saber exactamente qué eran, aunque empezaba a adivinarlo.

—Nosotros sangramos a menudo —dijo el hombre de las cicatrices en el rostro y los dientes de oro—. No te asustes, no pasa nada.

Mientras decía esto, soltó los cordones de su jubón y se lo quitó con un rápido movimiento, mostrándole el pecho y los hombros desnudos, surcados por espantosas cicatrices, algunas cárdenas y supurantes, otras cubiertas por una costra de sangre seca.

—Torturamos nuestros cuerpos por los pecados de este mundo —dijo mientras la locura hacía brillar sus ojos con más fuerza que el reflejo de las llamas en sus dientes de oro—. Nos hundimos en la corrupción y en la podredumbre para liberar a la humanidad de la corrupción y la podredumbre. Lavamos el mundo con sangre.

—¿Sangre? —musitó Cèleste.

—La sangre es el alma. Con ella renacerá nuestro Mesías-Imperador.

El bebé estaba llorando. La mujer que le había dado la sopa se acercó y lo recogió del suelo. Lo apretó contra ella ocultándole el rostro contra su pecho. Sus ojos llenos de reproche se encontraron con los de Cèleste.

«Lo siento», pensó ella avergonzada, «no debí de haber reaccionado así, pero… sí, quizá ése es el aspecto que hubiera tenido el bebé que salvamos Meg y yo hace unos días, de haber penetrado aquel espíritu maligno en su cuerpecito».

Cèleste miró con aprensión a su alrededor, buscando más rastros de posesión entre aquella extraña gente. Si los había, estaban bien ocultos bajo las ropas, pero ella ya no dudaba que todos y cada uno de aquellos cuerpos tendría su propia deformidad causada por la presencia de un espíritu maléfico en sus almas. Comprendió que estaba en peligro y que no podía hacer gran cosa para protegerse si ahora decidían atacarla.

«Tengo que salir de aquí».

Esforzándose por mantener la calma, se puso en pie y se dirigió hacia el perímetro de carromatos. Bocadorada la llamó varias veces, pero ella no se detuvo y volvió a meterse en el bosque. Avanzó de nuevo a tientas, dejando el fulgor de la hoguera a su espalda, hasta que salió de los árboles y regresó al sendero donde había acampado.

Recogió la talega y se alejó a toda prisa de allí. Caminó en silencio el resto de la noche, guiándose por las estrellas, mirando hacia atrás de vez en cuando.

Pero nadie la siguió.