10

Una brisa agitó su pelo. Cèleste abrió los ojos.

Todo había terminado. El rescoldo de las hogueras irradiaba una luz rojiza y mortecina que apenas iluminaba a los pocos que aún se hallaban sentados a su alrededor. Las conversaciones se habían reducido a susurros.

Meg y el Principal se sentaron en la hierba a su lado. Cèleste observó el rostro marchito de Armand y se asombró. Parecía mucho más viejo que unas horas antes.

Ellos te hablaron —dijo—. ¿Cuáles fueron sus palabras?

—No tenía sentido… —musitó Cèleste.

—Pero te hablaron —insistió Armand con impaciencia—. Aunque era yo quien oficiaba el sacrificio, fue a ti a quien se dirigieron. Eso es lo importante. Esos espíritus habitan en la frontera entre los mundos, sin sentir auténtica lealtad por nadie, pero aceptaron la ofrenda de sangre y te hablaron. Mientras desconozcamos la verdadera naturaleza de la amenaza, debemos aceptar cada señal.

—¿Recuerdas sus palabras, hija mía? —le preguntó Meg mientras colocaba una mano sobre la suya.

Cèleste contempló a su maestra con una sensación extraña en la boca del estómago, a la vez que caía en la cuenta de que Meg jamás la había llamado «hija mía».

—Tan sólo pronunciaron una palabra —dijo—: «Bosque».

—¿Bosque? —se extrañó Armand.

—Sí. Bosque. Sólo eso. No dijo nada más… ¿Qué puede significar? —meditó Cèleste—. ¿El bosque que está a nuestra espalda y del que salieron ellos?

—Cierra los ojos, muchacha, e intenta recordar —le pidió Armand con suavidad—, intenta revivir ese momento.

Cèleste se cubrió los ojos con el brazo. No quería recordar, pero se sentía incapaz de eludir su responsabilidad en presencia de Meg. Vio la palabra «bosque» flotando frente a ella; las letras parecían fuego verde en medio de la oscuridad, pero al concentrar su atención en ellas observó que en realidad eran zarcillos enredados… ¡Era una enredadera que trepaba sobre una piedra cubierta de musgo! Su visión retrocedió un poco, se alejó de aquel punto como si ella echara la cabeza hacia atrás, y entonces lo vio claramente. Se trataba de un cipo en un camino, casi tapado por la vegetación y manchado de humedad. Las letras pintadas en él apenas se podían leer, pero era evidente que era el nombre de un lugar…

—Bois… —leyó Cèleste con los ojos cerrados, concentrándose todo lo que le era posible en aquellas letras desteñidas—… le… Duc.

—¡Bois le Duc! —exclamó Armand.

Cèleste retiró el brazo de sus ojos y lo miró.

—¿Sabes a qué «bosque» se refiere?

—No es un bosque —le explicó Armand—. Es una ciudad de Brabante y allí vive un hombre al que llaman «Bosque».

—¿Lo conoces?

—Sí. Tendrás que ir hasta Bois le Duc y encontrarte con él. Eso fue lo que te comunicó el espíritu y debes obedecerle.

—De acuerdo —asintió Cèleste. Si había que hacerlo, cuanto antes mejor. Se volvió hacia su maestra y le preguntó—: ¿Cuándo emprenderemos el camino?

—De inmediato —dijo Meg—. Pero esta vez tendrás que hacerlo tú sola.

—¿Yo… sola? —sacudió la cabeza—. Creo que no te entiendo…

—Irás sola, Cèleste —le explicó el Principal—. Tu maestra no puede acompañarte. Ya no eres una novicia, desde hoy perteneces al grupo de los Iniciados de primer grado, con poder y conocimientos para fabricar ponzoñas y maleficios. Lo que ha sucedido esta noche ha sido tu ceremonia de iniciación.

—¿Qué? —de repente la chica se sentía de nuevo como si el suelo desapareciese bajo sus pies—. ¿No vendrás conmigo, Meg?

Su maestra la miró con una mezcla de dolor y determinación. Dejó sobre la hierba la talega de paño pintada con una retícula multicolor. Allí estaban los frascos de pócimas y los utensilios que habían compartido durante su vida en los caminos. Con movimientos ceremoniosos, sujetó los cuatro extremos de la talega y ajustó las correas para cerrarla. Cèleste iba a decir algo más, pero Meg le pidió silencio con un gesto.

—Ahora todo esto es tuyo —dijo—. Tu herencia… Úsala con sensatez.

Cèleste tenía los ojos llenos de lágrimas.

—No puedes dejarme ahora —musitó.

—Sabes perfectamente que hay razones poderosas para que yo desaparezca de tu vida —dijo la anciana lentamente—. Eres una bruja, y tendrás que caminar sola hasta que encuentres a tu propia novicia a la que educar, como yo hice contigo. Ésa es la cadena a la que estamos sujetas.

Armand se acercó un poco a la muchacha y le tendió una bolsita de cuero.

—Toma —dijo—, esto te será necesario…

Ella vació su contenido sobre la palma y lo miró a través de las lágrimas que empañaban sus ojos: Treinta monedas de plata con un peso de dos reales cada una. La chica abrió la boca para preguntar, pero el brujo se adelantó en su respuesta:

—Durarán dos meses aproximadamente, quizá un poco más; luego irán desvaneciéndose una tras otra. Las vas a necesitar para llegar hasta Bois le Duc lo más rápido posible, porque no debes acercarte a las ciudades. No puedes hacer magia para conseguir dinero, porque eso te pondría en peligro. Usa las monedas para comprar cuanto necesites en el camino, incluso para comprar el silencio de cualquiera que te descubra y pretenda denunciarte, pero no te detengas. Ahora lo único importante es que te reúnas con ese hombre.

Tras decir esto, Armand se puso en pie y se marchó. Cèleste permaneció junto a Meg, con los ojos llenos de lágrimas, sin saber qué decir o qué hacer a continuación.

—Por favor —le suplicó al fin a su maestra—, sigamos juntas un poco más… Al menos durante este viaje.

Meg sacudió la cabeza con un gesto de cansancio. Se puso en pie y la miró desde lo alto. Con un tono de voz duro, inflexible, dijo:

—Ellos te hablaron a ti, muchacha. Estás preparada y tienes que seguir tu camino. Yo ya no puedo enseñarte nada… Siempre has sabido que llegaría este momento.

—Pero tú eres mi única familia, Meg —dijo, y las palabras le salieron de tal modo del corazón que le tembló la voz.

—Eso no es cierto —la anciana parecía molesta—. Sólo soy tu maestra.

Cèleste no podía entender por qué aquellas palabras le habían desagradado tanto. Recordaba sus lecciones, cuando era una niña que apenas sabía andar, de un modo mucho más claro que cualquier otra cosa a lo largo de los años. Entre las dos había una comunicación que iba más allá de las palabras, e incluso más allá de los objetos, del tiempo y del espacio. Ambas, y todo cuanto las rodeaba, formaban un todo. A veces pensaba que eran una única conciencia despertando a otra, integrándose en otra.

—No sabes lo que es una familia —siguió diciendo la anciana—. En ocasiones se esconden los mayores horrores entre las cuatro paredes de una casa. Otras veces, una vida de ignorancia y mortal aburrimiento, sobre todo si has nacido mujer… Yo tuve que abandonar mi hogar cuando era muy niña, y desde entonces he vagado de un lugar a otro. Y te aseguro que nunca he sentido la tentación de mirar hacia atrás.

Cèleste no tenía ese tipo de recuerdos. Lo ignoraba todo sobre su verdadera familia. En su pasado sólo existían tenues amistades, siempre rotas por la distancia y por el tiempo, mientras que Meg y ella deambulaban de un lado a otro, sin detenerse demasiado en ningún sitio. Una pregunta que se había hecho tantas veces afloró a su mente y estuvo a punto de pronunciarla: «Dime, Meg, ¿quiénes eran mis padres?». Pero sabía que era una tontería hacerlo, porque ella no le diría nada. No podía responderle sin contravenir las leyes de su secta y no lo haría. Las brujas robaban a los niños de sus camas si sus padres se habían olvidado de persignarlos o preservarlos con agua bendita. Preferían a los que eran menores de cinco años para tomarlos bajo su tutela, y su origen y su pasado morían en ese instante.

—Me preguntabas cómo será la vida de esa niña que trajiste al mundo —añadió Meg—. Pues todo su futuro ya ha quedado marcado sólo por haber nacido hembra. Se partirá la espalda trabajando en el campo, sobre el fogón, ignorará el verdadero valor del placer físico que le permitiría amar a su propio cuerpo, nunca tendrá la sensación de poder a la que su esposo está acostumbrado… La brujería, en cambio, hará que tú controles tu propia vida. En esto ellos no son mejores que nosotras; ni en el valor de nuestra rebeldía, ni en el grado de nuestras emociones, ni en el éxtasis sensual. Acepta lo que eres, muchacha, y alégrate de ello. Somos extranjeras en todo tiempo y lugar; viajeras que siempre estamos de paso.

—Maestra… —musitó Cèleste. Seguía llorando, sus mejillas estaban totalmente empapadas de lágrimas y temblaba casi imperceptiblemente—. Permíteme seguir siendo tu discípula por un año más.

Meg tenía los ojos fijos en las brasas de la hoguera más cercana.

—Tú siempre serás, estés donde estés —dijo sin mirarla—, mi discípula y mi compañera de viaje. Pero debes seguir tu destino. El destino corre como el hilo en el telar, y el resultado depende tanto de su calidad como de la habilidad del tejedor. Nadie puede trenzarlo por ti. Al final, mirarás el tejido completo de tu propia vida y sabrás si has logrado o no realizar el dibujo que querías… Toma…

Meg le entregó algo en la palma de la mano y añadió:

—Quiero que guardes esto y que no te separes nunca de él.

Era un medallón de plata, con una pequeña gema de un blanco lechoso en su centro. Colgaba de una cadena dorada de eslabones bastante gruesos.

—¿Qué es?

—Colócalo alrededor de tu cuello y llévalo siempre. Es mi último regalo.

Y sin decir nada más, dio media vuelta y se alejó.

El cielo empezaba a clarear por el este. Los asistentes a la ceremonia se iban dispersando, a la vez que la luz del día de San Juan enturbiaba el brillo anaranjado de las brasas y los rescoldos adquirían el tono gris de la ceniza.

Meg se unió a un grupo de personas y caminó junto a ellos, bosta que una loma la hizo desparecer de la vista de Cèleste.