Noche de San Juan de 1516
Desde la entrada de la cueva, Meg y Cèleste contemplaron el cielo estrellado, recortado a lo lejos por las afiladas siluetas azules de las montañas. El paisaje parecía bañado por una luz mágica. La pradera se ensanchaba formando suaves ondulaciones de hierba y flores, cubriendo el espacio entre el bosque de tejos y el riachuelo plateado que serpenteaba hacia las Gargantas del Tarn. Cèleste podía oírlo gorgotear y chapotear, un sonido que en aquel momento se le antojó como el más agradable del mundo.
—Es una noche maravillosa —musitó.
Christian, ayudado por varios acólitos, fue sacando la leña guardada en el interior de la cueva y disponiéndola en montones simétricos. Un poco después, Armand de Meyrueis llegó desde las profundidades de la caverna con una tea encendida y fue prendiendo las pilas de madera seca una tras otra.
Las llamas de las hogueras se elevaron hacia el cielo, mientras docenas de hombres y mujeres desnudos, de todas las edades y fisonomías, se fueron congregando a su alrededor, dando palmadas y marcando el compás de un ritmo monótono y extraño.
Los acólitos de Armand trazaban círculos protectores sirviéndose para ello de delgadas varas de nogal silvestre. Con ellas dibujaban sobre el terreno tres círculos concéntricos, separados el uno del otro por la anchura de una mano. En el externo, en la dirección de los puntos cardinales, escribían con ceniza los nombres de los cuatro grandes espíritus que los presidían.
Una de aquellas barreras mágicas fue situada en la parte más elevada del prado. En su centro clavaron un poste y allí ataron a un macho cabrío que iba adornado con una guirnalda de flores blancas.
Meg se desnudó también y se untó las axilas y las ingles con la pócima que había cocinado unas horas antes. A su alrededor lodos hacían lo mismo usando sus propios ungüentos, aunque se lo aplicaban de forma muy distinta. Algunas mujeres habían embadurnado el palo de una escoba, o la rama descortezada de un árbol, con aquella pomada espesa y frotaban el sexo contra ellas, como cabalgándolas, para estimular así las mucosas sensibles de aquella zona. Otras se introducían directamente el palo en la vagina. Los hombres se aplicaban el ungüento alrededor y en el interior del ano.
—Toma —dijo Meg tendiéndole el frasco a su alumna.
Tenía las pupilas dilatadas y una sonrisa desvaída asomaba en los ángulos de sus labios. Cèleste se desnudó, llenó la palma de su mano con la pomada y se frotó el sexo con ella. Poco a poco, empezó a notar también el efecto de la droga. Los colores se volvieron más intensos, la oscuridad de la noche retrocedió, las hogueras brillaron con más intensidad, lanzando chispazos de luz hacia las estrellas. Se sintió flotar, como si el peso fuera abandonando gradualmente su cuerpo y el cielo tirase de ella.
Se agachó para dejar el frasco de ungüento sobre el montón de su ropa. Sus movimientos eran lentos, como si estuviera debajo del agua, pero de una precisión exquisita. Miró a su alrededor, todo parecía dotado de una luz mágica que destacaba los contornos. Podía seguir cada movimiento con una nitidez deslumbrante, obsesiva.
Hombres y mujeres saltaban como truchas alrededor del fuego, con sus cuerpos desnudos brillando a la luz naranja, agitando las manos y los pies en una especie de danza muscular, acompasada por las notas de varios instrumentos de viento. En aquel baile enloquecido alternaban ambas piernas, agitaban los brazos, saltaban y se revolvían en el aire, luego echaban los brazos hacia atrás mientras mantenían los cuerpos rígidos, inclinándose hacia adelante hasta casi tocar el suelo con la frente. La música, el canto y la danza eran sólo el soporte de la voluntad mágica que impregnaba el ambiente.
Alguien cogió a Cèleste de la mano y la arrastró hacia uno de los grupos de danzantes. Y empezó a bailar frenéticamente alrededor del fuego. Sus gestos y los movimientos de sus músculos se amoldaban sin ningún esfuerzo al más ligero capricho de los instrumentos musicales. Su larguísimo cabello negro le caía como una capa sobre él cuerpo delgado; la piel desnuda brillaba cubierta de sudor a la luz de las llamas.
Todo fluía. Fluía y se ondulaba como luz líquida a su alrededor.