—Aquí están, maestro, todos los libros que me pediste: el Doctrinale, el Catolicón, Hugocio, Papias, Sermonarios, Dialécticas y Físicas sofistas… El repertorio completo de libros bárbaros[3] —dijo Luis. Y añadió al instante con malicia—: El bibliotecario me rogó que no tuviera prisa en devolverlos.
—¿Qué le vamos a hacer? —dijo Erasmo con cansino humor—, hay quien piensa que sus hijos deben estudiar con los mismos libros con los que lo hicieron sus tatarabuelos.
Tenía un rostro enjuto, que podría parecerle severo a algunos, pero que estaba animado por un par de ojillos traviesos que le daban un aire de eterna rebeldía. Luis solía pensar que Erasmo hacía verdaderos esfuerzos para mantener controlada esa indócil mirada suya.
—De cualquier modo, te agradezco una vez más tu diligencia, amigo mío —siguió diciendo Erasmo—. ¿Te gusta el pollo? Creo que Pietro nos ha preparado unos pollos cocidos con lechugas, borrajas y escarola.
—Me encanta el pollo.
—En ese caso, vamos a cenar y dejemos los otros asuntos para luego.
Por una estrecha escalera repleta de libros apilados llegaron al piso superior donde estaba la vivienda de Erasmo. Luis observó que eran los voluminosos ejemplares de más de mil páginas del Nuevo Testamento, que se amontonaban en inestables torres por los rincones de la casa. Poco después de su llegada desde París, había trabajado para Erasmo en aquel Nuevo Testamento revisado. Organizó pliegos, corrigió copias, incluso viajó a Basilea para supervisar el trabajo en la imprenta de Johann Froben. Los moldes se demoraron una y otra vez, y surgieron todo tipo de problemas hasta que el libro salió al fin. Hacía cuatro meses de ello y él aún no había cobrado todo su trabajo.
Cenaron frente a frente, mientras Pietro servía los pollos cocidos y una fuente de arroz aromatizado con azafrán y aceitunas sazonadas. Erasmo bebió cerveza, y Luis, vino. Después de servir los postres, a los que Erasmo llamaba «el sello del estómago», el muchacho pidió permiso para marcharse y se quedaron solos.
Luis tomó una generosa porción de carne de membrillo con queso, mientras su maestro masticaba cilantro cubierto de azúcar y luego escupía la pulpa seca en un plato. Al fondo, las brasas de la cocina irradiaban un suave resplandor anaranjado en la creciente penumbra. Erasmo enroscó el pabilo de un candil y lo encendió.
—Parece que van a continuar las lluvias —dijo al ver que el aceite chisporroteaba—. ¿No echas de menos tu soleado Levante, amigo mío?
—A veces —admitió mientras esbozaba una sonrisa triste—. Pero en Lovaina hay otro tipo de luz que es justamente la que yo andaba buscando cuando vine aquí.
—La luz de su universidad —asintió Erasmo—. Dime, ¿qué tal llevas ese tratado sobre el alma del que tanto me has hablado?
—Sigo trabajando en él, maestro —dudó Luis—. Pero no tan rápido como quisiera. Además de mis asignaturas en los Colegios, tengo que preparar e impartir dos clases privadas diarias, una de Plinio y otra sobre las Geórgicas de Virgilio, lo que no me deja mucho tiempo libre.
—Te entiendo perfectamente. Ya sé que es difícil dar las clases e investigar a la vez… Pero no puedes dejar nada porque necesitas el dinero ¿verdad? Por eso te he llamado, amigo mío, hay algo que quiero entregarte…
«¿Es posible que vaya a pagarme después de todo?», se preguntó Luis asombrado.
Inmediatamente tuvo sentimientos contradictorios; por una parte le hacía feliz cobrar, por otra lamentaba haber dudado de su maestro y se preguntó si no tendría más necesidad que él del dinero. Casi estuvo a punto de decirle que «no había prisa», pero Erasmo no le dio la oportunidad, pues se puso en pie para acercarse a un estante en la pared junto a la puerta y rebuscar entre los papeles allí amontonados.
Regresó al cabo de un momento con un documento que dejó sobre la mesa, frente a Luis. Lo primero que a éste le llamó la atención fue el sello real estampado en una gota de lacre. Luego vio la firma.
—¿Es?… —empezó a preguntar el valenciano.
—Sí, es una carta del señor de Chièvres —le explicó Erasmo de inmediato—. Me pide que le recomiende a un tutor para su sobrino y tocayo, Guillermo de Croÿ, el hijo segundo del conde de Porcián… Tengo entendido que es un buen muchacho, y su ascenso es imparable. Apenas tiene diecisiete años recién cumplidos y ya es obispo de Cambray… pero creo que su ambicioso tío aún tiene planes mayores para él.
El señor de Chièvres, el privado del rey, el hombre más poderoso de la corte.
—Había pensado en recomendarte a ti, Luis. Si estás de acuerdo, claro. ¿Qué opinas, mi querido amigo, accedes a ocuparte de la educación del joven señor de Croÿ?
Luis estaba tan sorprendido que se olvidó por completo del dinero que había esperado recibir y se quedó mirando a Erasmo, que sonreía divertido por su reacción.
—Yo… —musitó—. Me haces un gran honor al proponerme, maestro, pero… Me pregunto si estaré lo suficientemente cualificado para…
—Oh vamos, Luis, no seas tan modesto. Estás de sobra preparado y lo sabes perfectamente. Además, la paga es de doscientos ducados anuales. Si aceptas el empleo no volverás a tener problemas económicos y podrás dedicarte con más desahogo a tu investigación… Recuerda: Primum vivere, deinde philosophari —dijo con su sonrisa pícara.
Desde luego, trabajar para el sobrino del señor de Chièvres, y con un sueldo tan generoso, le permitiría dejar algunas clases y concentrarse en su labor investigadora.
—Ese puesto también podría resultarte muy provechoso a ti… —dijo.
Erasmo alzó las manos como para defenderse de aquella idea.
—¿Yo? No, no, no, hijo mío. Ya trabajé en la corte durante una larga temporada, y te aseguro que no me apetece nada repetir la experiencia. No, gracias, prefiero seguir machacando el Doctrinale y anotando citas en mis cuadernos.
—Ahora lo recuerdo —dijo el valenciano llevándose la mano a la frente—. Fuiste el mentor del rey cuando éste aún era un niño.
—Por Dios que sí. Y fue el propio señor de Chièvres quien me apartó del cargo para ocuparse en persona de su educación. Él, que piensa que es hermoso y digno el no saber de letras. Te digo yo que la nobleza no se distingue por la vestimenta y las riquezas, sino por la vida y el juicio recto.
—¿Y qué tal persona era?
—¿El señor de Chièvres?
—No, el rey Carlos.
—Entonces aún no era rey, tan sólo un niño a quien Fernando el Católico reclamaba para convertirlo en su heredero, mientras que la nobleza borgoñona en pleno se plantaba ante la exigencia. —Agitó la cabeza preocupado—. Pero ¿quién podría haber previsto que el hijo de Felipe y de Juana se iba convertir en la única opción para el trono de España, y en el principal aspirante para suceder al Emperador?
—Fue muy extraño —admitió Luis—, pero la suerte le sonrió.
—¿La suerte? Di mejor «la muerte». La muerte le sonrió… Yo más bien diría que se carcajeó. Juana es el tercer hijo de los Reyes Católicos; y, por lo tanto, la tercera en la línea de sucesión. Muchos tuvieron que morir para que Carlos haya llegado a ser rey…
—Desgracias lamentables… —Luis miró a su maestro; su expresión se había vuelto de repente implacable, y muy, muy cauta. Ya no quedaba ni rastro de travesura en sus ojos. Después desvió la vista hacia sus propias manos que estaban entrelazadas sobre la mesa y añadió—: Pero la muerte no respeta ni a nobles ni a villanos…
—Aguarda, porque quiero contarte algo muy extraño. En el año mil quinientos llegó un correo desde Granada anunciando la muerte del príncipe Miguel. Y doy fe que llegó tan sólo once días después de que el pequeño expirara. Once días desde Granada a Gante, ¿no te parece asombroso? He calculado la distancia y son trescientas treinta y tres leguas, lo que representa recorrer más de treinta leguas cada jornada.
—Asombroso —dijo Luis—. ¿Quién era el correo?
—Un hombre del archiduque… no recuerdo su nombre, pero sé que trabajaba para él. ¿Es que Felipe el Hermoso estaba tan seguro de la inminente muerte de aquel pequeño como para ordenar que se le avisara con tanta prisa? —Erasmo hizo una pausa y añadió—: No imaginas los festejos que se celebraron en todo Gante para celebrar la muerte de la criatura… Vergonzoso, sí, pero así es la vida en la corte.
Luis tuvo la sensación de que su maestro había meditado mucho en todo aquello, pero que ésta era la primera vez que lo expresaba en voz alta.
—Creo que me estoy pensando lo de aceptar ese trabajo —dijo con una sonrisa amarga, sin entender por qué Erasmo le contaba esto precisamente ahora.
—No te lo digo para desanimarte, Luis —agitó una mano como para alejar esa idea—. Tan sólo quiero que estés avisado sobré el mundo en el que vas a entrar. Muchas veces hemos hablado sobre la corrupción y el envilecimiento en el que está hundiéndose nuestra Santa Iglesia, pero ya ves que estas enfermedades son hijas de nuestro tiempo, así que tenemos sólo lo que merecemos. Y no pretendo ser un modelo de conducta, yo mismo fui empleado en la Corte años después de esos acontecimientos, y colaboré con Adriano Florensz en la educación de Carlos… que no creo que fuera mal chico. Un poco consentido, pero eso no tiene nada de extraño. Le encantaba la cosmografía y, a pesar de su corta edad, era un placer conversar con él.
—¿Y por qué dejasteis su educación?
—Porque en el emperador, su abuelo Maximiliano en persona, impuso a Chièvres como el nuevo y único tutor del príncipe… Entonces me quitaron de en medio, y ahora no siento ningún deseo por regresar. Ya estoy demasiado viejo para ciertas cosas, pero tú eres joven, brillante, y una de las personas más honestas que he conocido. Ve a la corte, usa su influencia y el dinero que te proporcionará para sacar adelante tus proyectos, pero no dejes que su falso oropel te corrompa. Debes mantener la mente fría.
—Descuida maestro; tú me has enseñado bien. Dime, ¿crees que el carácter del rey Carlos habrá recibido más influjo del señor de Chièvres que tuyo o de Adriano?
—Es difícil adivinar en qué suerte de hombre se convertirá un niño —Erasmo se encogió de hombros—, sobre todo con las poderosas influencias que ahora lo rodean. Quizá sería bueno que los artistas de la corte lo representaran con la dignidad de un rey joven, sabio y grave, y qué no abusaran tanto de referencias mitológicas y ridículas comparaciones con Hércules… Eso puede ser muy halagador para un muchacho de su edad, pero no creo que resulte conveniente para su formación… Rezo porque sea un hombre de paz. Al menos eso sí intenté inculcárselo, porque la guerra es la mayor y más lamentable de las contradicciones.
Luis asintió, pero pensó que la situación política de Europa estaba bastante lejos de los ideales de tolerancia y ecuanimidad de su sabio y bondadoso maestro.
—Pero, la verdad —añadió Erasmo con un gesto de indiferencia—, es que no creo que al final sea importante si Carlos es o no es un hombre educado, porque todo parece indicar que será el propio señor de Chièvres quien se ocupe en persona de manejar los hilos de su gobierno. Lo más seguro es que Carlos se convierta en el tipo de monarca aficionado a la caza y a la buena vida que deja hacer a sus ministros… Ya sabes: «Ríndanse los reyes a sus privados, fíenles el gobierno y piérdanse los reinos».
—¿Quién dijo eso?
—Pues el propio señor de Chièvres. Y es muy acertado, ¿verdad? Claro que viniendo de él parece un ejercicio de absoluto cinismo… —Se dio una sonora palmada en la pierna—. Pero dejemos ese tema tan arduo, que no es conveniente hablar mal del que puede ser tu patrón en un futuro próximo. Lo único que espero y deseo es que este trabajo sea provechoso para ti, amigo mío. Y también para el joven obispo de Cambray, que sin duda resultará beneficiado por tu talento.
Las palabras dejaban traslucir una amarga ironía que no llegaba a aflorar sino en la triste y bondadosa sonrisa en la comisura de sus labios. La luz de la ventana se iba retirando poco a poco, reduciéndose sus últimos rastros sobre el muro, y Luis comprendió que la conversación había terminado. Recogió el documento con la firma del señor de Chièvres y lo contempló con detenimiento.
«Desde luego ésta es la oportunidad que he estado esperando», pensó a la vez que se sentía invadido por la nostalgia. «Ojalá que sirva para algo…».
«¿Y para qué iba a servir?».
Seguía engañándose a sí mismo. Las calamidades que en los últimos tiempos habían sacudido a su familia habían dejado en su alma una huella amarga: desolación, muerte, injusticia, distancia y dolor.
«Sí», pensó, «ése y no otro es el origen de mis pesadillas».
En ese momento vio claro que ni siquiera la proximidad a la corte del que ya era rey de España iba a servirle para nada. Su sangre no estaba limpia y eso zanjaba cualquier otro asunto. Aunque ahora en el horizonte se dibujaran bellos proyectos para él, su familia seguiría envuelta por la tormenta. Y de su conciencia sólo podía esperar algunas palabras de reproche por su buena fortuna.
Tragándose toda aquella amargura, se volvió hacia Erasmo, le sonrió, y dijo:
—Gracias una vez más por tu confianza, maestro.