Las dos brujas caminaron en silencio, siguiendo el curso del afluente del Tarn. Era una ladera suave, con una senda natural que subía por ella sorteando los arbustos, hasta perderse de vista tras un bosque que se recortado contra el cielo a lo lejos.
Siguieron aquel camino hasta que dieron con las ruinas de un pequeño acueducto construido por los romanos. Cèleste observó los árboles que relucían bajo la intensa luz del sol, preguntándose qué aspecto tendría aquel bosque cuando cayera la noche.
—Tejos —le dijo Meg—. El árbol de la luz y la penumbra, de la vida y de la muerte. Doire oigh… Es la magia del bosque, ¿la sientes? Es poderosa… La entrada tiene que estar por aquí, muchacha… Mira, fíjate en eso…
Había una estatua rota al pie de los tejos y sus pedazos yacían esparcidos por la hierba. Era difícil reconocer si había representado a un hombre o a un animal mágico, porque el rostro estaba grotescamente mutilado y los brazos habían desaparecido. Pero lo que quedaba de su cabeza parecía estar rematado por unas astas de ciervo. Llevaba un carcaj lleno de flechas a la espalda, como si alguna vez hubiera representado la figura de un cazador. Se erigía sobre un gran trozo de roca erosionada por los milenios.
—Sí, éste es el lugar —aseguró Meg—; La entrada al Sidhe[2].
Rodearon la arboleda hasta que apareció una masa de roca entre la hierba, tan compacta que daba la impresión de ser los restos petrificados de una gran ciudad olvidada desde la noche de los tiempos. Meg buscó una determinada configuración en aquellos megalitos y contó señalando con el dedo: uno, dos, tres… Se acercó a la base del cuarto y con sus viejas manos apartó los matorrales que disimulaban la entrada.
Se adentraron unos pasos en el Sidhe y esperaron para que sus ojos se fueran acostumbrando a la penumbra del interior. Pronto distinguieron un bosque invertido de estalactitas de color salmón, que relucían bañadas con la luz que se colaba por la entrada. En aquella cámara había sido cuidadosamente apilada una gran cantidad de leña seca. Al fondo se veía la embocadura de un túnel, tan negro como la garganta de un lobo, que parecía descender hacia las entrañas de la tierra. Y, junto a él, un sepulcro abierto, con la lápida de roca maciza partida en dos a su lado.
Cèleste se acercó a él. Un enorme esqueleto que yacía en su interior, cubierto por una pesada armadura de placas; un guerrero que en vida debió de ser un auténtico gigante. Mientras estudiaba las elaboradas runas grabadas en la espada que sujetaba entre sus manos, la luz se movió y la momia pareció cobrar vida.
Meg se acercó a ella con una lámpara de aceite brillando en su mano. Cèleste no sabía de dónde la había sacado; quizá estaba oculta detrás de alguna roca.
—Anda muchacha, sígueme —le dijo mientras se dirigía hacia el túnel.
La bruja echó una última mirada al sepulcro abierto, pero ya no distinguió nada. Las sombras se habían tragado al enorme esqueleto como si alguien hubiera derramado tinta negra en el interior del sarcófago.
—¿A quién pertenecía esa tumba? —le preguntó a Meg.
—A un jefe de los alamanes que invadieron hace siglos esta región… Creo que está sujeto por algún hechizo particular para que guarde la entrada de la cueva. No estoy muy segura y, en cualquier caso, no tiene nada que ver con nosotras.
Fueron bajando con precaución por las rocas resbaladizas, en medio de la oscuridad que reinaba en el túnel. Ahora que habían perdido de vista la boca de la caverna, la luz incierta de la linterna comunicaba un relieve sobrenatural a millares de extrañas formaciones calcáreas y hacía que las puntas de las estalactitas brillaran como un cielo estrellado. Desde las tinieblas les llegaron los ecos de voces que cantaban y reían, el maullido enloquecido de algún gato, y los balidos de una oveja o una cabra.
El túnel desembocó en una caverna tan amplia que la catedral de Notre Dame de París hubiera cabido en su interior. Las voces y los cánticos retumbaban ya frente a ellas. Cruzaron por un puente de piedra, sobre un abismo lleno de estalagmitas erizadas como púas, y caminaron hacia el centro de un inmenso anfiteatro, rodeado de grotescas formaciones rocosas entre las que manaban cascadas de agua.
Al menos treinta hogueras crepitaban dispersas bajo la cúpula de piedra, iluminando a más de un centenar de siluetas que danzaban a contraluz. Sus sombras se proyectaban agrandadas contra las paredes de la caverna.
Una de aquellas sombras se acercó a ellas y cobró forma y dimensión cuando fue iluminada de frente por la linterna de Meg. Era un hombre joven, completamente desnudo, con el cuerpo un hermoso como el de una estatua griega. Con toda naturalidad les tendió a las dos brujas las copas de vino que llevaba en las manos.
—Bienvenidas —dijo con una sonrisa.
Ellas aceptaron el vino y bebieron. Cuando retornaron las copas al muchacho, Cèleste sonrió al ver que Meg no apartaba los ojos de sus generosos atributos.
—¡Menudo semental! —dijo la vieja guiñándole un ojo a su novicia mientras el chico se alejaba—. ¡Ay, si yo tuviera ahora tus años!
Las dos mujeres buscaron un rincón donde sentarse, cerca del calor de las hogueras. Meg hurgó dentro de la talega y extrajo una ennegrecida sartén de hierro, un cabo de vela, y varios frascos con semillas. Con su cuchillo cortó unas rebanadas de la vela y las dejó caer dentro de la sartén. La acercó al fuego para que el calor fuera ablandando la cera hasta volverla líquida.
—Ha llegado el momento de preparar la sopa del sábado —dijo Meg solemnemente.
—Como digas, maestra —dijo la novicia acercándose.
—Semilla de hierba hedionda, de beleño y de belladona… —enumeró la vieja mientras abría los frascos y agregaba un pellizco de cada una de las sustancias a la cera humeante—, todas recogidas durante su floración en la pasada noche de Santa Walburga… Recuerda, Cèleste, que es muy importante ser cuidadosa con las proporciones. Son plantas malsanas y en un pequeño error te podría ir la vida… Habrás oído decir que en Italia hay mujeres que usan el extracto de belladona para dilatar las pupilas y así parecer más bellas… pero créeme si te digo que hay que usar estas sustancias con el respeto que merece su gran poder…
La cera se había convertido en un aceite denso en el que se fueron friendo muy lentamente las semillas. Meg las removió con un palito y siguió hablando:
—También habrás oído decir que algunas brujas emplean grasa de recién nacido en vez de cera, o que ésta es de velas consagradas y que provienen de la profanación de alguna iglesia… Esas historias circulan por ahí, pero espero que tú jamás intentes algo semejante. Aquí lo que de verdad cuenta es la proporción exacta de cada semilla y su lenta cocción hasta que queden bien tostadas… Y ese tipo de prácticas son las que le dan mala fama a nuestro oficio. No es que los inquisidores necesiten más motivos que los que ellos se inventan, pero tampoco vamos a ganar nada dándoles la razón cuando dicen que somos sanguinarias… Ajá, ya está. Dame el tamiz para que pueda filtrarlo.
Llenó una vieja media de lana con aquel humeante brebaje y la fue retorciendo para que el contenido fluyera a través del tejido hasta un tarro que había preparado.
—Y ahora sólo hay que dejarlo enfriar y estará listo para la noche —dijo cuando el tarro estuvo lleno—. Dime, ¿qué piensas hacer hasta entonces?
Cèleste se volvió hacia las hogueras. Había una gran actividad alrededor de cada una de ellas. Desnudos o ataviados con largas túnicas, las brujas y los brujos preparaban las pócimas y los ungüentos que iban a emplear esa noche. Mezclaban los ingredientes de su propia receta en marmitas de barro o cobre, que luego aproximaban a las llamas para que se fueran cocinando lentamente.
—Creo que daré una vuelta para ir conociendo a la gente —dijo.
Meg sonrió y le volvió a guiñar un ojo.
—Sí, ya sé yo a quién quieres conocer tú. Bueno, estás en la edad de esas cosas. —Volvió a sonreír, introspectiva, como si acariciara algún recuerdo agradable.
—¿En qué estás pensando? —le preguntó Cèleste con travesura.
—Cosas mías. No te importa, mocosa. Anda ve, que yo voy a descansar un rato; el camino ha sido largo y mis huesos son cada vez más viejos, pero tú diviértete.
Buscó un rincón tranquilo para tumbarse y al rato estaba roncando.
«Quizá lo de descansar sea una buena idea», consideró Cèleste.
Les esperaba una noche corta pero intensa. Claro que se sentía demasiado excitada para dormir, sabía que sería inútil intentarlo, así que se decidió a acercarse a la fogata en la que estaba el hermoso muchacho que las había recibido.
—¿Me das más de ese vino? —le preguntó.
Él se agachó para recoger una jarra que estaba apoyada sobre una piedra junto a la hoguera, y dijo mientras llenaba dos copas:
—Quiero que pruebes este otro y que me des tu opinión…
Le entregó una a Cèleste y levantó la que había reservado para él.
—Vin si divin! —exclamó con entusiasmo, mientras hacía un amplio gesto con la mano que sostenía la copa y derramaba un poco de su contenido.
Cèleste respondió al brindis y probó el nuevo vino. Estaba caliente, muy especiado. Alzó el cáliz a la altura de los ojos y lo estudió fascinada; parecía tallado en cristal de roca y despedía maravillosos destellos al incidir sobre él la luz de las hogueras. En su interior el vino era tan rojo como la sangre y casi igual de espeso. Volvió a tomar otro sorbo. El muchacho la miraba expectante.
—¿Te gusta? —preguntó.
Cèleste lo pensó un poco. Una de las especias parecía clavo y otra tenía un aroma almizcleño… La combinación era extravagante pero no desagradable.
—Sí… —dijo—. Creo que sí.
—Si prefieres el de antes…
—Seguiré con éste, gracias.
—Muy bien. Sólo deseo que te sientas como en casa entre nosotros.
Cèleste iba a responderle que ella no tenía ni idea de lo que era eso de «sentirse como en casa», pero se lo pensó mejor y dijo:
—Gracias. ¿Tú eres uno de los anfitriones?
El muchacho señaló a un hombre completamente calvo, de unos sesenta años, pero erguido y robusto.
—Ése de allí es Armand de Meyrueis, el Principal de nuestra comunidad, y vuestro anfitrión —dijo—. Yo sólo soy Christian, uno de sus novicios.
El Principal se cubría con una larga túnica de lino crudo decorada con runas bordadas con hilo de seda roja. Llevaba botas de una piel blanquísima, marcadas también en rojo con los signos del Arte, y una corona de papel virgen con cuatro nombres escritos: Ion He Vau He, al frente; Adonat, en la parte de atrás; El a la derecha; y Elohim a la izquierda. Trabajaba, asistido por varios acólitos, en los preparativos de algún hechizo cerca de otra de las hogueras.
Cèleste lo miró durante un instante y luego se volvió de nuevo hacia Christian. Pero bajó al momento los ojos, ni siquiera a una bruja le gusta que la sorprendan con la mirada llena de deseo.
—Encantada de conocerte, Christian —dijo—. Soy Cèleste, y mi mentora es…
—Meg de Albi. Sí, he oído hablar de ella. En realidad, tu maestra y mi maestro se conocen desde mucho antes de que tú y yo naciésemos. Y últimamente su nombre está sonando como la que tiene más méritos para convertirse en la próxima Principal.
—No sabía nada de eso. Somos Peregrinas y hemos viajado de un lado a otro.
—Ahora estás entre amigos —le aseguró Christian.
Se sentaron juntos a esperar la noche. Cèleste observó los glandes ojos de su acompañante, su rizado pelo castaño, sus manos fuertes, y pensó que el joven novicio de Armand de Meyrueis le recordaba a una impresionante estatua de mármol que había admirado en la plaza de la Señoría de Florencia, y que representaba al joven rey David.