Cèleste levantó la linterna de aceite por encima de su cabeza. Su luz fue descubriendo retazos del enmarañado follaje de la ribera, algún tronco flotando corriente abajo, y el cabrilleo del agua frente a la proa de la embarcación. El aire estaba calmado y sólo se oía el choque del remo contra la superficie del río. El sol aún no despuntaba, pero los fragmentos de cielo estrellado que asomaban entre las siluetas de los acantilados anunciaban que la tormenta se alejaba definitivamente.
La luz de la linterna arrancaba aceitosos destellos de la superficie del río Tarn, que al proyectarse contra el fondo parecían sombras dotadas de alguna tétrica forma de vida. Como había dicho el batelier, el hedor de lo sobrenatural impregnaba el aire.
Recordó que, cuando abandonaron la cabaña, su esposa le llevaba de mamar a la niñita con una serenidad que parecía imposible después de los temores a los que se había enfrentado durante la noche. Cèleste se asombraba de la naturaleza humana y su capacidad para reponerse del miedo y aceptar lo bueno de la vida.
Al alzar la vista sus ojos se encontraron con los de Meg.
—¿Crees que lo que hicimos ayer fue importante? —le preguntó con un susurro, para que el batelier no pudiera escucharla.
—¿Salvar a la niña? —dijo Meg—. Tú conoces perfectamente la respuesta.
—¿Y qué será de su vida? A veces quisiera poder hacer más… Son pobres y viven en la ignorancia. Si aceptasen nuestra ayuda, podríamos…
—No podemos hacer nada más —le aseguró Meg, apoyando sus manos en las de la joven—. Nada, excepto actuar rápido y correr hacia otro lado. Si esa aldea fuera una ciudad ya estarían sus buenas gentes buscándonos, alertadas de nuestras brujerías por esa entendida… ¿Recuerdas el odio con el que nos miraba, la expresión en su rostro cuando el batelier la echó de su casa?
—Sí. Pero yo vi más miedo que odio.
—Es lo mismo.
La aurora se extendía entre los desfiladeros, disipaba el suave brillo de las estrellas y el agua del río adquiría la apariencia de mármol verde. Navegaban río abajo, describiendo amplias y pronunciadas curvas entre los taludes calcáreos. El Tarn estaba tan lleno de peces en esa época que saltaban fuera del agua como flechas plateadas y sus lomos cubrían la superficie en los remansos.
—Ya puedes apagar la linterna, muchacha —dijo el batelier—. Ya hay luz más que suficiente y estás derrochando el aceite…
Cèleste obedeció y sofocó la mecha con los dedos humedecidos.
Aparecieron frente a ellos otras embarcaciones largas y con la quilla curvada. Se cruzaron con una especie de casa flotante que llevaba encima ropa vieja, sacos, trozos de cortezas de árboles y tablas de madera; cualquier cosa susceptible de ser fijada a otra con objeto de ampliarla, protegerla de la lluvia o contribuir a mantenerla a flote. En las dos orillas se veía a hombres con redes de mano, o pescando en diminutas canoas. Varias casas de piedra con el techo de pizarra colgaban del acantilado, aquí y allá, también un molino de agua cuyas palas giraban empujadas por la corriente, y una ermita enclavada en lo más alto de un risco al que parecía imposible llegar de no ser volando.
—Ésta es mi gente —dijo el batelier sin dejar de remar—. El río nos une y nos alimenta. En sus aguas lo encontramos todo y por él damos gracias a Dios cada día.
A la vuelta de un recodo encontraron un ensanchamiento del cauce, con una especie de playa lodosa y una vieja aldea casi sepultada por el barro. En el centro de ella destacaba el orgulloso campanario de piedra de una iglesia, como una joya heredada por una familia que hubiera conocido un pasado acomodado y viviera ahora en la miseria.
Atracaron en el embarcadero de la aldea. El batelier les dijo:
—Hasta aquí puedo llevaros. El resto del camino tendréis que hacerlo a pie, pero no está muy lejos ya. A sólo unas horas si os dirigís directamente hacia el sur… ¿Sabréis cómo orientaros? Pero ¿qué digo? Si sois brujas… Podríais hallar el camino en mitad de una noche sin luna ni estrellas. ¿No es así?
—Todo está bien —dijo Meg a modo de despedida, mientras recogía la talega—. No te preocupes más por nosotras y regresa ahora al lado de tu esposa.
Las dos brujas dejaron atrás el puerto, treparon lentamente por el sendero que rodeaba la villa y se encaminaba hacia lo alto del acantilado. El terreno era blando, húmedo, marcado por las pezuñas del ganado y cubierto de un esponjoso musgo oscuro. Una estrecha corriente de agua cristalina salpicaba contra las piedras, formando un angosto riachuelo que corría junto al camino.
Al llegar a la cumbre, apareció ante sus ojos una amplia pradera cubierta de amapolas rojas, inundada por la luz sonrosada de la mañana. Una brisa ligera arrastraba los pétalos sueltos y agitaba las ramas de los arbustos, que emitían sonidos parecidos a susurros. Una bandada de cuervos trazaba círculos en lo alto, graznando y chillando como si anunciasen su llegada.
La cueva donde se reunirían con el Principal no podía estar ya muy lejos.