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Lovaina, 23 de junio de 1516

—Julianillo, ¿dónde está tu señor? —le preguntó Frans van Cranevelt al muchacho.

—Durmiendo, que anoche llegó muy cansado…

—Pues ya es hora de que se levante —dijo haciendo a un lado a Julianillo y dirigiéndose resueltamente hacia el interior de la casa en busca de su amigo.

Efectivamente, Luis Vives estaba roncando en su litera, medio vestido y tapado con una colcha ligera. Gruñó cuando Frans intentó despertarlo, se dio la vuelta y se cubrió la cabeza con la colcha. Sin incorporarse, sin abrir los ojos, llamó a voces al criado.

—Julianillo —le ordenó—, asómate a la ventana y dime qué hora marca el reloj mecánico de la iglesia de San Pedro. ¡Corre!

—Pasan de las cinco de la mañana —le anunció Frans con tono paciente.

—¿Las cinco?… ¡Las cinco! ¿A qué viene esto, mal amigo? ¡Pero si hoy no tengo que dar clase hasta el mediodía!

Julianillo regresó al cabo de un momento.

—Señor, la manecilla señala algo más de las cinco —dijo.

—¡Vamos perezoso —insistió Frans—, levántate de una vez!

—Levantémonos de una vez, puesto que tanto te empeñas. ¡Qué amigo tan fastidioso eres! Despiértame, Cristo, del sueño del pecado al día de la justicia; pásame de la noche de la muerte a la luz de la vida. Amén —se santiguó.

—Amén —repitió Frans, santiguándose también.

Luis se puso en pie, se quitó la camisa y se acercó al aguamanil que ocupaba un rincón de la habitación. Era moreno, no muy alto, pero de cuerpo bien proporcionado. Su frente era amplia, la nariz larga y estrecha; los ojos grandes, tristes, de color marrón oscuro. Vertió agua en la palangana, tomó un trozo de jabón, y se lavó concienzudamente las axilas, el cuello, la cara y, sobre todo, la boca. «Para que tu aliento no traicione la elegancia de tus palabras», solía decir su padre.

—¡Que manía tenéis los mediterráneos de lavaros! —exclamó Frans a la vez que lo miraba divertido—. Tanta humedad acabará por pudrirte la piel, amigo.

—Dicen que por influjo de los moros, que son tan aficionados a las abluciones…

—Deberías usar polvos secos y perfumados, como hago yo. Es mucho más sano.

Luis hizo gárgaras y escupió en la palangana.

—Me maravilla el que hayas logrado despertarme —dijo a su amigo mientras usaba el orinal—, hasta tal punto me harté de viandas y de vino en la cena de ayer.

—¿Y dónde cargaste la barca?

—En casa de Escopas. Un bocado empujaba a otro y el vino era tan delicioso que no permitía que el apetito se extinguiera… Julianillo, tráeme una camisa limpia que ésta ya la he llevado dos días completos… ¿Adónde vas con ésa?

—Pensé que hoy querríais poneros la del cuello con pliegues —dijo Julianillo.

—No quiero esa camisa, sino aquella otra del cuello plano. Con este calor, esas dobleces del tejido no son más que nidos de piojos y pulgas.

—¡Necio, si así serías rico! —bromeó Frans soltando una risotada mientras curioseaba en el escritorio de Luis—. Tendrías ganado blanco y ganado negro.

—Un patrimonio más numeroso que productivo, me temo. Como los amigos a los que preferiría ver siempre en casa del vecino antes que en la mía… En cuanto a ti, Julianillo, no quiero que seas adivino. Limítate a ejecutar mis órdenes y a darme cuenta de ello; pero no adivines cuáles son mis deseos o qué camisa prefiero. Anda, sacude el polvo de las calzas y luego cepíllalas cuidadosamente con la escobilla de cerdas… Ah, y dame también unos escarpines limpios… ¿Qué miras ahí, Frans?

—Los apuntes de tu libro sobre el alma… —dijo éste mientras pasaba las hojas manuscritas—. Parece que no has avanzado mucho desde la última vez que los vi.

—Estoy demasiado ocupado. Ya lo sabes.

—Sí, acudiendo a fiestas y bebiendo hasta perder el sentido. ¡Bonita ocupación!

Luis trabajaba en aquel proyecto desde sus tiempos en la Sorbona, pero Frans había observado que últimamente buscaba cualquier excusa para posponer el trabajo. Al acabar la jornada prefería ir a beber con los amigos, o pasear, o jugar al frontón, o hacer cualquier otra cosa antes que enfrentarse a la desafiante blancura de aquellas láminas de papel que tenía que llenar con sus ideas.

Dejó de pasar las hojas y se quedó mirando un extraño objeto que estaba a un lado del escritorio. Lo cogió con cuidado y se lo acercó a los ojos. Era una pipa de cerámica, de las que usaban los musulmanes. La cazoleta estaba cuidadosamente tallada y representaba la cabeza de un moro con turbante y formidables mostachos. Estaba fría, pero despedía un intenso olor a hierba quemada.

—¿Y esto? —preguntó.

—Es una pipa de hashish.

—Ya sé lo que es. Pero ¿qué haces tú con ella?

—La uso para fumar hashish.

—Anda —gruñó Frans impaciente, pero de buen humor—, termina de vestirte de una vez y salgamos ya a la calle.

—De acuerdo, de acuerdo. Pero antes dime a qué viene tanta prisa.

—Cuando salía de mi clase me encontré con Pietro, el nuevo criado de Erasmo, que me dijo que andaba buscándote para darte un mensaje de su amo.

—¿De Erasmo? —Luis se volvió hacia Frans con renovado interés.

—El mismo.

—¿Y de qué se trata?

—Pues que te invita a su casa cuando acaben las clases, si te viene bien; para cenar y celebrar en tu compañía el santo de esta noche…

—Ah, estupendo… No, Julianillo, esto no. Tráeme aquel jubón de lana y seda de media manga, y la túnica de paño francés con ajustadores alargados.

—¿Pides tu ropa de lujo siendo día laborable? —se burló Frans—. ¿Tú, el austero español?

—¿No crees que una cena con el gran Erasmo de Rotterdam lo merece?

—Ah, y también me dijo que si podías hacerle el favor de pasar por la biblioteca y recogerle unos libros. —Rebuscó en uno de los bolsillos de su túnica—. Aquí está el listado.

Frans le tendió un papel, y Luis lo leyó con suma atención.

—Por supuesto, por supuesto —dijo—. Hiciste muy bien despertándome, amigo mío, o de otro modo no hubiera tenido tiempo de hacerlo antes de las clases…

—¿Ya te ha pagado lo que te debe por tu trabajo en el Nuevo Testamento?

—No del todo. Quizá por eso quiera verme.

—Quizá, pero deberías recordárselo si no es así.

—Por favor, Frans, que se trata de Erasmo…

—Que te debe dinero. Y una cosa es la amistad y otra los negocios. No olvides que el que paga descansa… y el que cobra aun más. Si alguna vez tengo una deuda contigo, te agradeceré que me lo recuerdes continuamente.

—Yo no puedo hacer eso —dijo Luis mientras su criado le ajustaba los últimos corchetes del jubón.

—¿Y por qué no? ¿Acaso andas sobrado de dinero?

—Sabes bien que no.

—Claro que lo sé, y por eso deberías solucionar ese asunto…

—Quizá esta tarde se resuelva… ¡Ea!, vamos de una vez.