Fue una niña, tal y como Cèleste había pronosticado. La bruja cortó el cordón umbilical y alzó a la pequeña para examinarle los ojos, pero no descubrió signo alguno en su iris izquierdo. De modo que se la confió a la anciana que la lavó con vino blanco y la envolvió con unas vendas limpias y apretadas antes de dejarla en la cuna.
Meg llenó una jofaina con agua tibia y jabón, y se acercó a la cama.
—¿Qué es lo que haces con eso? —le chilló la entendida—. ¡Recién parida como está el agua le va a hacer daño!
Ignorándola, como había hecho desde que llegaron, Meg desnudó por completo a la mujer y empezó a frotar su cuerpo COn un trapo húmedo. La entendida se volvió entonces hacia el marido y le gritó con voz entrecortada:
—¡La mujer parida debe oler a podrida!
—Déjalas. Ellas han salvado a mi hija.
—Eso no es cierto. Yo estaba ayudando a tu mujer a parir buenamente cuando tú llegaste con esas dos brujas. Fueron ellas quienes hicieron aparecer a ese demonio… ¿O qué te crees? Piensa en el mal que has hecho al traerlas y evita más daño a esta casa.
El batelier apartó la vista y no dijo nada más. Así que la anciana, al cabo de un rato de esperar su respuesta, se fue hacia la puerta hecha una furia.
—¡Yo no puedo seguir aquí para ver como entregas a tu mujer a esas hijas de Satanás! ¡Échalas ahora mismo de tu casa o seré yo quien se marche!
El hombre la miró con gesto cansado.
—Ya hace rato que no eres útil aquí —dijo—. Aún no sé cómo no te has ido ya.
—Tú… —la vieja le señaló con un dedo tembloroso—. Tú no sabes lo que haces. Te vas a condenar por esto… Te juro por Dios que te vas a condenar…
—¡Vete de una vez! —gritó el batelier.
La entendida farfulló una despedida llena de amenazas y salió de la casa.
Un momento después, Cèleste se acercó al hombre y le entregó la placenta cuidadosamente envuelta en unos trapos ensangrentados.
—Sal fuera y entiérrala junto a un árbol cercano a la casa —le dijo—. Cuida de poner una piedra bastante gruesa sobre ella para que no la robe ningún animal, o la niña heredará los vicios de la bestia.
Mientras el batelier corría a cumplir el encargo de Cèleste, Meg se acercó al hogar para dejar la jofaina. Había terminado de asear a la mujer y ésta se había quedado dormida. Llenó un vaso con agua tibia.
—Quizá no deberíamos dejarla dormir ahora —consideró Cèleste.
—Está perfectamente —le dijo Meg al tiempo que dejaba caer una moneda de plata dentro del vaso—. Gracias a ti.
Se arrodilló junto a la cuna y mojó con el agua de plata los labios del bebé.
—Bébelo, pequeña… esto te evitará el mal de ojo en el futuro… —dijo.
Sin alzar la vista de la cuna, añadió en un tono más bajo:
—Dime, Cèleste, ¿se han ido?
—Sí. En el momento en el que asomó la cabeza de la niña, desaparecieron. Así… —la muchacha chasqueó los dedos—, como humo aventado… Estaban reteniendo al bebé dentro del vientre de su madre, sujetándolo para que no naciera hasta mañana…
—Bueno, ya está hecho… Cuando ese espíritu apareció y te lanzó por los aires…
—¿Te asustaste? —Parecía increíble que algo pudiera amedrentar a su maestra.
—Sí. A veces me siento demasiado vieja para según qué cosas.
Cèleste cerró los ojos y escuchó los sonidos del mundo: el golpeteo de la lluvia sobre las tejas, el lejano estruendo de los truenos, el flujo constante del río, el latido de su corazón…
—¿Fue igual?
—¿Qué?
—Cuando yo nací.
—Tú naciste la noche misma de San Juan.
—Ya lo sé.
—Esa noche muchos espíritus querían meterse dentro de tu cuerpecito, pero tú los rechazaste cuando eras sólo una recién nacida. Lo hiciste tú misma. ¡Les cerraste la puerta en las narices! ¡Ja! No necesité buscar los signos que te predestinaban como bruja, porque ya me habías demostrado lo que eras sin lugar a dudas…
Por eso mismo, una semana después, Meg regresó a la casa y robó el bebé que había ayudado a nacer. Así se lo había contado aquella mujer que a partir de entonces se había convertido en su única familia.
—Pero en toda mi vida he visto nada igual —añadió la anciana mientras encendía en la lumbre su vieja pipa de barro.
—¿Qué quieres decir?
—Los espíritus jamás han sido tan osados… ¡Si hasta ese hombre pudo ver al que te lanzó por toda la habitación! La magia impregna el aire, sí; las tumbas arden, las vacas paren becerros de dos cabezas, y los espíritus intentan entrar en nuestro mundo a la menor oportunidad… No hay duda, muchacha, de que algo está pasando.
—¿Por eso hemos sido convocadas?
Meg asintió y dijo:
—Recuerda lo que te he enseñado: los ciclos de la vida necesitan ser tomados con reverencia, han estado funcionando por millones de años y son reflejo de la respiración natural del Mundo… ¿Quién se atrevería a poner en peligro un equilibrio tan delicado?
—¿Y el Principal cree que alguien lo ha hecho?
—Eso parece. Quizá se ha utilizado la magia para alterar las más altas esferas del poder terrenal, y ese uso imprudente y desbocado ha sacudido la delgada membrana que nos separa del Annwn…
—¿Las más altas esferas del poder terrenal? ¿Te refieres a…?
—Un rey ha muerto y su nieto lo ha sucedido, y se dice que la magia ha tenido mucho que ver… Una cosa viene siempre después de otra. Ya lo sabes: abre una puerta para traer a un demonio y se te colarán diez espíritus menores…
La puerta de la cabaña se abrió y entró el batelier, empapado por la lluvia.
—¿Qué puedo hacer ahora por vosotras? —preguntó.
—Lo que hemos acordado —le dijo Meg—. Danos hoy cobijo y mañana llévanos bien temprano al lugar que te indicamos.
—¿Qué pensáis hacer allí? —Eso no es asunto tuyo.
—Está a punto de suceder algo terrible, ¿verdad? —Nada que tenga que ver contigo o con tu familia. Y no te preocupes más por ello. Estas noches llegan y se van, y la vida continúa como si tal cosa. Tu hija está bien, tu esposa está bien, y mañana temprano tú tienes que llevarnos por el río.
—Así lo haré —les aseguró el batelier.
Cogió uno de los bancos y se sentó cerca de la cuna a esperar la madrugada.