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Gargantas del Tarn, 22 de junio de 1516

Había llovido durante toda la víspera de la noche de San Juan. El cielo tenía un extraño tono purpúreo que parecía descender hasta empañar los acantilados que bordeaban el río Tarn. El ambiente estaba saturado por el picante olor de la tormenta. Por el suroeste trepaban hacia lo alto grandes nubarrones negros, que de vez en cuando despedían un asombroso resplandor rojizo, como si estuvieran ardiendo por dentro.

Como un cuchillo afilado, el río había cortado los estratos de roca, trazando el sinuoso cauce por el que ahora se deslizaba una pequeña embarcación.

—Mirad, señoras, ésa de ahí es mi casa —dijo el batelier.

Puesto en pie, hacía uso de un remo tan largo como una pértiga, con el que maniobraba diestramente entre los rápidos y las rocas. Esa misma mañana, en el mercado de La Malène, había encontrado a las dos brujas que viajaban en la proa de su barca.

Meg y Cèleste contemplaron la tosca cabaña que se elevaba al borde mismo del acantilado. Achatada y con las paredes de piedra negra salpicada de líquenes, el humo de su hogar se filtraba a través de las placas de pizarra del techo formando una extraña nube sobre ella, como un cuervo gris oscuro apostado sobre un tocón.

—Está a punto de suceder algo malo, ¿no es así? —preguntó el batelier—. Algo muy malo.

Meg, la más vieja de las dos brujas, miró a su compañera y luego dijo:

—¿Por qué piensas eso?

—En los últimos días he visto cosas… cosas extrañas y terroríficas —se rascó la cabeza con nerviosismo—. Florecer los helechos al dar las doce campanadas y elevarse fuegos fatuos de las tumbas. Un tufo sobrenatural que da escalofríos impregna el aire… Por ello solicité vuestra ayuda para el parto, aunque nunca había recurrido a brujerías…

—Hiciste lo correcto —le tranquilizó Meg—. Ahora llévanos junto a tu mujer.

Atracaron en un embarcadero de troncos atados con sogas, profundamente clavados en el cieno. Hasta dos palmos por encima del agua la madera aparecía podrida y quebradiza, como si fuera a desintegrarse de un momento a otro, pero las dos brujas saltaron sin pensárselo demasiado sobre la tablazón.

Meg iba vestida con ropas de lana oscura y sobre el pecho llevaba un peto de coraza, abollado pero brillante porque lo limpiaba con esmero cada día. Un bonete, también de metal pero adornado con encajes, aplastaba su enmarañada melena gris. Cèleste era muy joven, delgada y tan alta como un hombre; llevaba una vieja túnica de tela gruesa, oscura, con una amplia capucha que la protegía de la lluvia.

El batelier ató una soga alrededor de uno de los pilares del embarcadero, le dio varias lazadas para asegurar la barca contra la fuerte corriente, y luego saltó junto a las dos mujeres. Su expresión era de preocupación y apremio.

—Mi mujer está arriba —dijo—. Vamos, apresurémonos.

Ascendieron por una sinuosa hilera de escalones tallados en la misma roca del acantilado. Meg cargaba una abultada talega decorada con un complejo muaré de motivos multicolores y tarareaba despreocupada una canción, como si subir por aquellos angostos escalones fuera lo más fácil del mundo. Pero apenas tenían espacio para asentar el pie, estaban desgastados por el uso y resbaladizos por la lluvia y el barro.

Mientras subía, Cèleste no podía apartar los ojos del humo que se acumulaba sobre la cabaña como una presencia siniestra. De repente, vio como una voluta se trasformaba en un rostro horrendo y lanzaba una mirada de odio hacia abajo, hacia las tres pequeñas figuras que trepaban por la pared del acantilado. La bruja dio un respingo y se echó hacia atrás. Estuvo a punto de perder el pie y Meg le gritó que tuviera cuidado.

El batelier se giró y la sujetó por la muñeca.

—¿Qué os sucede? —exclamó. Tenía un aspecto rudo y su rostro parecía hecho de cuero viejo, pero sus ojos eran ahora como los de un ciervo asustado—. Decidme…

—¿Están ahí, Cèleste? —preguntó Meg, con un susurro—. ¿Puedes verlos?

—Sí —respondió la muchacha—. Están ahí. Tenemos que apresurarnos.

Al llegar arriba vieron que, a lo lejos, otras cabañas similares se orientaban al abrigo del viento del norte, componiendo una pequeña y dispersa aldea.

Sobre la puerta de tablas mal encuadradas de la cabaña del batelier, colgaba un manojo de cardos de las montañas; las flores estaban cerradas pero empezaban a abrirse.

«Pronto dejará de llover», pensó Cèleste.

El batelier empujó la puerta e invitó a las dos mujeres a entrar en su casa.

El interior era sombrío, humoso. Casi toda la luz procedía de un hogar que atrapaba las llamas entre dos piedras de granito, y de una pequeña ventana cuadrada, sin cristales. El agua burbujeaba en un gran caldero de cobre colocado sobre el fuego. Colgados de ganchos de hierro se veían embutidos y pescados, secándose al humo que tiznaba de hollín las paredes y el techo. El lugar olía a estiércol, a embutidos, a col hervida, y a la agria humedad que se filtraba por las paredes. Los únicos muebles eran una gran mesa de roble, dos bancos, un arcón, una vieja cuna vacía, y la cama donde gemía débilmente la parturienta.

Una mujer mayor, sin duda la entendida, aguardaba a un lado de la cama con una palangana entre sus brazos. Se volvió hacia las dos brujas que acaban de entrar y les dedicó una larga mirada de desprecio. Pero fue al batelier a quien se dirigió:

—¿Quiénes son esas mujeres? —le preguntó con voz cascada—. Son brujas, ¿verdad? ¡Has traído a dos brujas a esta casa!

Cèleste se desató la capucha, la echó hacia atrás y se sacudió las gotas de agua prendidas de su largo y espeso pelo negro. Su piel era muy morena, con un tono cobrizo, pero sus ojos tenían el mismo tono azul de un cielo despejado. Husmeó el aire con las aletas de su ancha nariz dilatadas. Percibía algo que era mucho más inquietante que el humo y el mal olor que saturaban el interior de la vivienda. Meg le preguntó:

—¿Los sientes aun?

—Están aquí —musitó sin poder contener un estremecimiento—. Esperando.

Se quitó la túnica empapada de agua. Bajo ella llevaba una gonela de estameña teñida de azul, y sobre ésta un corpiño de cuero ajustado con cordones.

—Ya ha roto aguas —dijo la entendida—. Ya no sois necesarias para nada en esta casa cristiana. ¡Marchaos! ¡Marchaos!

Cèleste negó con un gesto y se acercó a la cama. Al verla venir, la entendida retrocedió y dejó caer la palangana, que se hizo añicos a la vez que su contenido se derramaba por el suelo. El desprecio en sus ojos se había transformado en terror.

—¡No me toques, bruja! —siseó al tiempo que se santiguaba varias veces.

Cèleste le habló con suavidad:

—No la dejarán. El alumbramiento es una puerta abierta, y la noche de San Juan un buen momento para colarse en nuestro mundo. La mantendrán pariendo hasta mañana, hasta que se haga de noche, y entonces uno de ellos entrará en el bebé cuando nazca.

—¡Vosotras sois los demonios! —dijo la entendida entrecerrando los ojos.

—No sabes lo que dices —replicó Cèleste.

—Muchacha —le aconsejó Meg—, no discutas con ella que no vale la pena.

El batelier se había quedado junto a la puerta y no se movió de allí, pero gritó:

—¡Haced lo que tengáis que hacer y no hagáis caso a esa vieja!

Toda su vida había oído hablar sobre los peligros de que un niño naciera justo en la noche de San Juan. Conforme el embarazo de su mujer avanzaba, y se acercaba ese día, sus miedos iban en aumento, hasta que comprendió que sólo la brujería podía enfrentarse a la brujería y salvar a su hijo.

Mientras la entendida recogía los trozos de la palangana rota y secaba las tablas del suelo con su delantal, Cèleste se acercó a la mujer que estaba a punto de parir. Ésta, con los ojos velados por el dolor, alargó una mano caliente y húmeda para tocarla.

—Favor… —susurró—. Por favor…

La mujer era mucho más joven que el batelier. Aun así, éste les había contado que aquél sería su séptimo parto. No había niños en la choza, por lo que la bruja supuso que, como era costumbre, estarían en la casa de algún vecino durante el alumbramiento.

—Te vamos a ayudar —le aseguró Cèleste mientras retenía su mano entre las suyas e intentaba tranquilizarla.

—¿Vais a destruir a los malos espíritus? —le preguntó el batelier.

—No podemos hacer eso. No tenemos ese poder.

—Pero he oído hablar de hechizos capaces de hacer cosas increíbles.

—Un Principal puede invocar y dominar a los propios espíritus del Annwn[1]. Pero nosotras somos Peregrinas, practicamos la magia natural de este mundo y tan sólo usamos pócimas de hierbas y piedras mágicas… y, a veces, también algún que otro conjuro sencillo. Pero espero que eso sea suficiente en esta ocasión.

—¿Y cómo pensáis proteger a mi hijo?

—Evitaremos que el parto se retrase hasta mañana —le explicó Cèleste. Palpó el vientre de la mujer y preguntó—: ¿Cómo estaba la luna en su anterior parto?

—Eh… —el batelier dudó—. No lo recuerdo…

—Era menguante y fue una niña —dijo la entendida encogida junto al fogón.

—En creciente, diferente; en menguante, igualante —canturreó—. Será niña.

Alzó la vista y sus ojos se encontraron con los de su maestra, que la miró impasible. Intentar adivinar las cosas con los mínimos datos posibles era una de sus manías que menos agradaban a Meg. Pero esta vez no dijo nada. Estaba pendiente de cada uno de sus gestos, pero parecía decidida a mantenerse al margen de sus decisiones.

—¿Qué le has dado? —le preguntó Cèleste a la entendida.

—Un caldo con mantequilla y vino blanco, para ayudarle a expulsar.

Bueno, aquello no iba a servir de nada, pero tampoco podía hacerle ningún mal.

Mientras tanto, Meg había soltado las correas de cuero y había abierto la talega. Interiormente estaba dividida por bandas de tela reforzada, cosida por los bordes, que sujetaban multitud de frascos y misteriosos utensilios. Extrajo algunos y los fue dejando alineados sobre la mesa de roble: medallas, redomas con hierbas, amuletos, y una minúscula piedra jaspeada que entregó a su novicia.

—Lo que voy a hacer es facilitarte el parto —le explicó Cèleste a la mujer tendida en la cama—. Mira, ésta es la piedra del águila. Verás como con ella dilatas sin dificultad… Por favor, separa un poco más las piernas…

La mujer obedeció y la bruja se acercó para colocar el trozo de roca.

Sólo pudo dar un paso, pues algo oscuro y retorcido pareció surgir de entre sus muslos. Saltó hacia adelante, a la vez que emitía un aullido agudo y estremecedor, como el de un lobo, y le propinó a Cèleste un violento golpe que la lanzó por los aires, hasta el otro extremo de la casa. Meg se abalanzó para recoger a su novicia, y así evitar que se golpeara la cabeza contra una silla. De repente, el aire se había empapado de un olor dulzón y nauseabundo, como el de la carne en descomposición.

La entendida dio un grito de terror y empezó a correr de un lado a otro como si buscase una salida.

—¡Haz callar a esa mujer! —le gritó Meg al batelier.

Pero el pobre hombre estaba paralizado por el terror. ¿De verdad había visto salir esa nube negra del interior de su esposa? Se frotó los ojos. No podía ser.

El espíritu sólo había sido visible durante el breve instante en el que había empujado a Cèleste, pero el hedor de su presencia permanecía en el aire, que se había vuelto extrañamente denso, dificultando la respiración y haciendo que los ojos picasen. Ciertamente era algo horrendo, oscuro, pero había desaparecido rápidamente de la vista de todos cuando regresó al confín entre los dos planos.

—¿Estás bien? —preguntó Meg a su novicia—. ¿No te ha hecho daño?

—Sí… No, no, me encuentro perfectamente. Voy a continuar.

Parecía aturdida, un poco asustada, pero decidida a hacer su trabajo.

—Espera, déjame antes pronunciar un conjuro de protección —le pidió Meg.

Tomó un puñado de sal consagrada de uno de los frascos de su talega y la espolvoreó sobre los hombros de Cèleste, a la vez que pronunciaba rápidamente:

—La bendición del Ser Todopoderoso sea sobre esta criatura de sal, y que toda malignidad e impedimento sean arrojados de aquí, y que todo lo bueno entre aquí, porque sin ti no puede vivir el hombre, por lo que te bendigo. Y también te invoco a ti para que nos ayudes… Amaimon, Amaimon, Amaimon, tres veces nombrado, para que no muera la mujer del parto ni el niño de espanto.

Luego, Meg le entregó a Cèleste el talismán domi natour, y le indicó que podía volver a intentarlo. La muchacha se acercó de nuevo a la parturienta, a la vez que pronunciaba repetidamente: «vade retro, espíritus inmundos».

Esta vez la criatura hecha de humo negro no apareció.

Con mucho cuidado, Cèleste colocó la piedra del águila en la ingle de la mujer. Tenía que ser justo en el punto donde estimulase la dinámica uterina, pues era un amuleto muy poderoso y de errar su situación podría tener efectos contrarios.

Mientras tanto, Meg se acercó al hogar. Allí estaba acurrucada la entendida, temblando, rezando y santiguándose sin parar, aterrorizada ante toda aquélla brujería. Al verla venir, huyó despavorida hacia el otro extremo de la casa. Sin prestarle atención, la bruja recogió en un recipiente pequeño un poco de agua del caldero que estaba en el fuego, y preparó una infusión de artemisa, mirra, tomillo y romero. También quemó unas plumas de perdiz para diluir las cenizas en el caldo. Regresó junto a la cama y abanicó el sahumerio junto al rostro de la parturienta. Le dio a beber un poco de él y enredó una astilla de acebo en su cabello.

—Ahora todo es cuestión de esperar un poco —dijo.