12

Durante el segundo día de viaje el viento siguió tan favorable que la flota dejó atrás los mares de Inglaterra y se situó casi a la mitad del trayecto para llegar a España. Lo más difícil parecía había pasado y todo presagiaba que el resto del viaje iba a ser pura rutina, y que ese mismo sábado ya tendrían a la vista su destino, que era el puerto de Santander.

Esa mañana, unos pasaban el tiempo leyendo libros de caballería, otros jugando al ajedrez, a las damas o a las cartas. Vauldre y sus caballeros practicaban esgrima en la cubierta. Laurent Vital presentó a Luis a un amigo suyo que era uno de los pilotos más veteranos de la nave. Su nombre: Jean Cornille. En ese momento parecía muy ocupado, pero Luis se encontró con él más tarde, en un lugar tranquilo del combés, y le dijo:

—Laurent me ha asegurado que estabais en la nave de la madre del rey, durante su primer viaje a Flandes…

—Era el ayudante del piloto español, que no tenía experiencia en los estrechos de Calais —dijo Cornille con una amplia sonrisa. Tenía todos los dientes, pero de un color tan amarillo que parecían de madera; el rostro curtido como cuero viejo, surcado de infinidad de pequeñas arrugas; las mejillas y el cráneo cubiertos por una pelusa blanca—. Yo en cambio he realizado ese trayecto tantas veces que casi he perdido la cuenta.

—¿Podéis hablarme de ese viaje? He recibido el encargo de estudiar la enfermedad de doña Juana, y quisiera estar al tanto de los antecedentes de su mal.

Cornille estudió a Luis entrecerrando los ojos. Aquel español era casi un muchacho y a él no le parecía capaz de curar ni un uñero. Pero preguntó:

—¿Sois médico?

—No, no… Soy profesor en Lovaina, y estudio…

—Andáis un poco errado entonces. Doña Juana no está enferma, está loca. Quizá necesite un cirujano que le extraiga la piedra de la locura de la cabeza, pero no a un médico o a un profesor de Lovaina.

—Digamos que estoy estudiando las enfermedades del alma… Y el señor de Chièvres me ha encargado que me ocupe del mal que aqueja a la madre del rey.

—En fin —dijo encogiéndose de hombros—, si el propio señor de Chièvres es quien os lo ha pedido… yo estoy a su servicio.

—Bien —le animó Luis—. Habladme entonces de ese primer viaje.

Con un gesto teatral, Jean Cornille se llevó una mano a la sien y simuló que se esforzaba por recordar con exactitud aquellos lejanos días.

—A veces la memoria es tan escurridiza como un pez embadurnado con grasa —dijo—, pero los acontecimientos de aquel viaje los puedo evocar sin mucha dificultad. Fueron días interesantes para mí.

—Por favor, contadme.

—Pues zarpamos de Laredo, a mediados del mes de agosto del año de Nuestro Señor de mil cuatrocientos noventa y seis. Doña Juana era entonces una princesa, casi una niña, enviada por sus majestades los Reyes Católicos de España para contraer matrimonio con el entonces archiduque don Felipe de Habsburgo. No fue un viaje fácil. Para no tener tropiezos con los franceses nos desviamos hacia el Norte, y los vientos nos empujaron hasta las costas de Portland, que malditos sean los ingleses y la suciedad en la que les gusta revolcarse. El aliento de un solo inglés es más que suficiente para abonar un campo entero…

—Decidme, ¿cómo era ella?

—¿La princesa? Era la muchacha más hermosa que yo haya visto jamás. Todo en ella resultaba gracioso y delicado. Su cuerpo era el de una mujer, perfecto en sus formas aunque no contaba más de dieciséis años. Tenía unos pechos bien plantados para ser tan joven… ya me entendéis. Pero su risa y la expresión de su rostro eran los de una niña. Bendita criatura… Durante el viaje, ella solía pasear por cubierta, siempre mirando hacia el horizonte, con temor o esperanza, no lo sé. Era lógico que le preocupara su futuro en un país extraño, casada con un hombre al que no había visto jamás, pero ella lo guardaba pasa sí y se mostraba amable con todo el mundo. A veces se paraba a hablar con cualquier marino, o sirviente, preguntándole por su trabajo como si fuera un viejo amigo y no existiera distancia entre sus personas…

«Y veinte años después», pensó Luis, «aquella deliciosa muchachita se había convertido en una mujer loca que había tenido que ser encerrada por su propio padre».

—¿Qué pasó cuando llegasteis a Flandes?

—Nadie nos esperaba.

—¿Qué?

—Así es. Llegamos a Arnemuiden, al mismo puerto del que zarpamos, y, extraña coincidencia, el mismo día ocho de septiembre, pero del año de Nuestro Señor de mil cuatrocientos noventa y seis. Y el mismo barco que llevó a doña Juana regresó a España con Margarita de Austria, la hermana de don Felipe, quien se convertía en princesa por su matrimonio con el príncipe don Juan. Así hacen las cosas las casas reales, matrimonios a pares… ¿No es asombroso?

—Me estabais contando de doña Juana…

—Oh, sí. Como os decía, llegamos a Arnemuiden… y no había nadie de la corte del archiduque esperando.

—¿No había nadie? Que extraño.

—Extraño, sí. El puerto vacío. Yo pude ver el desconcierto en los ojos de la princesa en un primer momento, y luego su amarga desilusión. Y la furia en los nobles españoles de su séquito, que se tomaron todo aquello como una afrenta. Pero así estaban las cosas. Cuando los españoles comprendieron que definitivamente no iba a acudir nadie a darles la bienvenida, tuvieron que montar ellos mismos el cortejo y ponerse en marcha. Durante más de un mes cruzamos las tierras flamencas en dirección a Bruselas, ante la mirada asombrada de los lugareños, que nos veían pasar preguntándose quiénes seríamos. Al final fue en Lille, ya a mediados de octubre, cuando se produjo el encuentro entre la princesa doña Juana y el archiduque.

—¿Y qué sucedió entonces?

—La locura. —Cornille soltó una risita pícara—. Es evidente que el archiduque no tenía puestas muchas ilusiones en esa boda de Estado. Ya por entonces eran bien conocidos sus galanteos y su apostura varonil, pero cuando tuvo delante a la princesa… La locura, ya os digo. Se ve que no esperaba que fuera tan hermosa, no sé, lo cierto es que se produjo una extraña fascinación entre los dos y se rompieron todas las etiquetas y todos los planes previstos para la boda. No podían apartar los ojos el uno del otro; y, en ese preciso momento, el archiduque hizo llamar a un sacerdote para que los casara allí mismo, aunque el enlace oficial estaba previsto para dos días después en Bruselas.

—Asombroso —dijo Luis, conmovido por la historia.

—Así son los jóvenes. Ella tenía dieciséis y él dieciocho. Príncipes o mendigos, no importa, la naturaleza es igual para todos. El fuego prende fácil cuando son pocos los años, y no hay nada malo en ello si éste no llega a consumirles…

«Como parece que sucedió en este caso», completó mentalmente el valenciano. «La vida de doña Juana es sin duda una historia triste, pero no hay tristeza que no conozca sus momentos de dicha. Y ése fue uno, sin duda, pero… ¿qué pudo pasar luego para que las cosas terminaran tan mal para ella?».

—¿Volvisteis a ver a doña Juana?

—Volví a verla, sí, y al archiduque, cuando viajaron juntos hacia España tras la muerte de su católica majestad, doña Isabel. Doña Juana era entonces una persona completamente diferente a la que yo recordaba. Eso fue en el mil quinientos seis, y ella aún no había cumplido los treinta años, pero parecía mucho mayor. Envejecida por el dolor y la soledad. Retengo una imagen bien triste de ella en aquel viaje…

—¿Cómo fue esa travesía?

—Horrible. Peor que la primera. Viajamos en una buena nave, la Julien, escoltados por cincuenta navíos, pero sufrimos todo tipo de desdichas. Tuvimos que enfrentar una tormenta tan descomunal que dispersó la flota. Y la Julien sufrió un grave incendio. Ciertamente, nos vimos a las puertas de la muerte… Pero ¿sabéis una cosa?

—Decidme.

—Doña Juana fue la única que mantuvo la calma en todo momento. Cuando peor estaban las cosas, pidió que le sirvieran la comida como todos los días, y eso aumentó la confianza de los que la acompañaban. Y yo pensé que, a pesar de su aspecto cansado, Doña Juana seguía siendo la muchacha maravillosa que había visto en el primer viaje. En fin, fue un viaje muy infortunado. Ruego a Dios que no tengamos que pasar por lo mismo y que con ese incendio que hemos sufrido se hayan exorcizado todas nuestras futuras desgracias. La Julien quedó gravemente dañada y no nos quedó más remedio que refugiarnos en las costas inglesas. Que no hay mayor desgracia que verse obligado a comer la bazofia que tragan esos malnacidos…

Durante un buen rato, Jean Cornille siguió despotricando contra los ingleses, pero Luis ya no le prestaba atención. Meditaba sobre lo que le había contado de Juana.

«¿Qué es lo que había sucedido en esos años que había cambiado de ese modo a una hermosa y valiente muchacha?», se preguntaba.

Luis creía que lo verdaderamente importante no estaba en el exterior sino en el interior. Que era posible ser muy feliz dentro de una chabola, o muy desgraciado en un palacio. Solía pensar que lo único que de verdad tenía, lo único que nadie podía quitarle, era su alma. Pero últimamente había empezado a ver el error de esa suposición. La mente podía enloquecer y el alma se podía perder para siempre en esa locura…

¿Cómo le había sucedido a Juana?

Si Felipe de Habsburgo aspiraba a ser algo más que rey consorte, la locura de su esposa resultó muy provechosa para él. ¿Acaso no lo fue también para su padre, Fernando el Católico, que gracias a su incapacidad pudo seguir gobernando en Castilla?

¿Y Carlos?

Cuando Juana abandonó Flandes por última vez, Carlos contaba sólo ocho años de edad, y no se habían vuelto a ver desde entonces. ¿Qué era Juana para él, su madre o su rival ante el trono? Porque si Juana no estaba loca, entonces, ella era la única y auténtica heredera de todos los reinos de España… Ni siquiera Fernando el Católico, su padre, tuvo derecho legal al trono de Castilla. Ni Felipe, su esposo y rey consorte, ni ahora su hijo Carlos. Juana era la única reina de Castilla. Pero era una mujer y había tenido que enfrentarse sola a un mundo dominado por los hombres.

Su padre, su esposo, y ahora su hijo.

«Después de todo», pensó, «quizá la locura no tenga nada que ver con esto».