9

El sol apenas era una línea brillante trazada sobre el horizonte. Sus últimos rayos manchaban de rojo la parte inferior de las nubes. Cuando desapareció por completo, aquel color rojo persistió durante un buen rato en el cielo, pero al cabo empezó a enturbiarse como el vaso donde un pintor enjuagara sus pinceles.

La cubierta de la nao también estaba teñida de rojo, por la sangre de dos delfines que los marineros habían capturado y a los que habían troceado allí mismo. Algunos hombres echaban cubos de agua sobre la tablazón para diluir aquel otro rojo.

Cèleste iba a retirarse cuando vio a lo lejos una lucecita desfalleciente. Observó que estaba fuera de la formación. Se preguntó qué sería y si alguien más la habría visto.

«Por supuesto», pensó alzando los ojos hacia la cofa, «el vigía debe de estar atento, y si considera que es algo importante ya dará él el aviso».

Entonces se oyó un cañonazo en la distancia.

—Piratas —le explicó Juanín. Cargaba con un cubo rebosante de agua de mar.

Todos lo llamaban Juanín a pesar de que pasaba de los treinta y cinco años, pero era pequeño de cuerpo y de rasgos suaves como un niño. Era picador de la caballeriza y antes había sido servidor del tesorero real Roland Le Fèvre, por lo que era un hombre cultivado. Desde que la había visto se había empeñado en acostarse con ella y no la dejaba ni a sol ni a sombra. Y eso pese a que Cèleste ya le había aclarado que, aunque conviviera con las prostitutas, ella no estaba de servicio.

—¿Dices que son piratas? —preguntó Cèleste—. Parece absurdo que quieran atacar a una flota tan bien armada como ésta.

—Nos están siguiendo a distancia casi desde que zarpamos —dejó el cubo en el suelo y se desperezó como si quisiera estirar las articulaciones—. Actúan como una jauría de lobos que espera el anochecer para acosar a los barcos que se queden rezagados. Entonces, esos piratas tratarán de estorbar a algún navío a fin de hacerle perder la ruta para luego destrozarlo a gusto. Ese cañonazo ha partido de uno de los nuestros y les indica a los piratas que hemos descubierto su juego, para que no se acerquen más.

—Es posible, pero esa luz… Quita la mano de ahí, Juanín, o te la corto.

—Disculpa. Esa luz es parte de su artimaña. Se cruzan con nuestro barco más rezagado y le hacen creer que es el que le precede en la flota, para así conducirlo lejos del amparo de ésta…

Entonces Cèleste lo olió. Un aroma intenso y picante en el fondo de sus fosas nasales, como el que acompaña a una tormenta, pero diez veces más denso. El cielo estaba casi despejado, salpicado sólo por unas pocas nubes, por lo que no tenía sentido pensar que iba a iniciarse una tempestad justo en ese momento. El talismán de Meg que llevaba bajo la ropa, entre los pechos, empezó a ponerse caliente y a vibrar.

Se oyó un alarido de terror proveniente de la cofa. Ella y Juanín alzaron la vista y vieron marañas de chispas azules y pequeños relámpagos que se retorcían mientras trepaban lentamente por las jarcias hacia el palo mayor.

—Fuegos de San Telmo —murmuró Juanín, aunque ni él mismo se lo creía.

—¿Y dónde está la tormenta, amigo mío? —dijo Cèleste—. ¿Quién ha visto jamás fuegos de San Telmo si no es en medio de una tempestad?

«Admite que está sucediendo algo sobrenatural».

Había sombras a su alrededor. Diminutas presencias casi invisibles, que se difuminaban cuando intentaba fijar la vista en ellas. Cèleste giraba rápidamente la cabeza, intentando enfocar a una de aquellas criaturas fantasmales, pero era imposible.

El vigía gritó aterrorizado desde lo alto. Cercado por los rayos y las chispas azules, intentaba desesperadamente salir de allí antes de que las centellas lo alcanzasen. Pero se vio envuelto en llamas. Con sus ropas prendidas y abrasándose no vio otra salida que lanzarse al vacío para poner fin a sus sufrimientos. Se estrelló contra la cubierta, a unos pasos de Juanín, que también gritaba de terror.

De repente, la cubierta se había llenado de gente. Juanín reaccionó y arrojó su cubo de agua sobre el cuerpo del vigía que seguía ardiendo sobre las tablas. Otros subieron a la toldilla e hicieron sonar las trompetas en señal de alarma.

—¡Será mejor que te vayas abajo! —gritó Juanín mientras corría para ayudar a un grupo que intentaba apagar las llamas que habían prendido en unas balas de paja.

«Sí», pensó Cèleste, «el capitán no quiere putas en cubierta cuando hay jaleo».

Cèleste bajó a toda prisa por la chirriante escalera entre cubiertas. El hedor picante del pelo al quemarse anulaba todos los demás olores habituales allí abajo. Un coro de relinchos aterrorizados llegaba desde las caballerizas. Vio algo enorme que venía hacia ella a gran velocidad, ocupando todo el espacio del corredor. Era una bestia que resoplaba a la vez que creaba un estruendo infernal con sus cascos golpeando en la madera. Se apretó cuanto pudo contra el mamparo y el caballo enloquecido cruzó frente a ella al galope. Aún llevaba colgando del lomo las fajas de lona con las que los mantenían inmovilizados en la bodega. Tenía las crines en llamas.

Oyó unos débiles gemidos al fondo del corredor y se acercó. Annia estaba tirada en el suelo, magullada. Al parecer, el caballo la había arrollado en su ciega carrera. La ayudó a levantarse. La puta se sujetaba el brazo derecho y estaba pálida de dolor.

—Me lo pisó —dijo con un gemido—. Creo que me lo ha roto.

—No —dijo Cèleste palpándoselo—. El hueso está entero. Intenta mover los dedos… Así, muy bien.

Annia asintió con los labios apretados para no gritar, pero logró abrir y cerrar la mano.

—Muy bien. ¿Lo ves? No está roto… Escucha, tienes que ir abajo y avisar a las demás. La cosa se va a poner muy fea.

—¿Qué quieres decir?

—Estamos sufriendo un ataque.

—¿Piratas? —exclamó con horror.

—No. No es ese tipo de ataque… Tienes que avisar a las demás, para que estén dispuestas a saltar al mar si es necesario. A ti te harán caso, Annia.

—Pero ¿qué dices? ¿Que saltemos al mar? ¿Para alimentar a los peces?

La bruja se volvió cuando con el rabillo del ojo percibió un movimiento a su derecha. Apenas logró distinguir una diminuta chispa ardiente que se escabullía por el suelo del corredor. ¿Lo había visto realmente? Sí, allí venía otra. Cruzó junto a ellas a toda velocidad y se dirigió hacia las escaleras que llevaban a las cubiertas superiores.

Ahora Cèleste sabía a lo que se enfrentaban.

—Hay fuego por todas partes —dijo—. Es posible que la nao arda por completo.

—Ni yo ni la mayoría de nosotras sabemos nadar… ¿Qué esperas que hagamos?

Cèleste la miró con tristeza y se puso en pie, asumiendo lo mal que se habían puesto las cosas de repente. Quizá todos estaban ya condenados y ésos eran sus últimos instantes de vida. Pero ella no estaba dispuesta a esperar el fin sin hacer nada.

Otra chispa de fuego atravesó el suelo a toda velocidad.

—Tengo que ocuparme de algo… —le dijo a Annia mientras se alejaba de ella—. Avisa a tus compañeras y diles que estén preparadas para lo imprevisto.

Desoyendo sus gritos, corrió pasillo abajo siguiendo el rastro de aquellas diminutas lenguas flamígeras. Descendió hacia las profundidades de la nao y, al pasar por el rincón donde había dejado sus cosas, recogió la talega. Siguió bajando. La bodega principal estaba llena de humo y se escuchaban los enloquecidos relinchos que llegaban de las caballerizas en llamas, pero siguió descendiendo, pues aquellas llamitas venían de más abajo aún, de la sentina.

Allí el aire se había vuelto sofocante y casi irrespirable. El humo se concentraba en lo alto formando una espesa nube que ocultaba el techo; el hedor fecal, habitual en la sentina, se mezclaba ahora con el picante olor de la combustión, y la temperatura era tan alta que aquel hediondo aire quemaba los pulmones al ser aspirado. A su alrededor, las viejas y enmohecidas tablas de los mamparos parecían ondular por el calor, como si las mirara bajo el agua, con un fluir parecido al de un río. Al fondo, las vetas de la madera brillaban como si estuvieran incrustadas de madreperla.

Aun estaba intentando orientarse en aquel entorno cuando la criatura la atacó.

Cèleste sintió un calor abrasador cerca de su rostro y sólo pudo reaccionar echándose hacia atrás. Una gran llamarada lamió el aire sobre ella y a punto estuvo de quemarle el rostro y el cabello. Sólo cuando el fuego se extinguió pudo distinguir de dónde provenía el surtidor de llamas.

Era un gran yelmo de hierro, oscuro, groseramente remachado, que estaba tirado sobre una gran pila de cascotes que habían sido amontonados allí como lastre. La llamarada había surgido por entre los barrotes de una visera de reja, que ahora emitía un penacho de humo negro y aceitoso que se elevaba y se mezclaba con todo el humo que ya llenaba el lugar. Las diminutas lenguas de fuego surgían sin cesar de su interior y luego correteaban sobre los cascotes, y por las paredes de la sentina, haciendo relucir la enmohecida madera como si tuviera luz propia.

Se acercó con precaución, dispuesta a tirarse a un lado al menor indicio de otra llamarada, y se asomó para mirar a través de la reja del yelmo. En su interior no pudo ver más que el brillo de algo incandescente. Al inclinarse aún más, distinguió que provenía de unas salamandras que correteaban frenéticamente en su interior. Dos de aquellas criaturas reptilianas corrían a gran velocidad una alrededor de la otra, y con cada vuelta nacía una nueva generación de salamandras de fuego, que abandonaban a toda prisa el recipiente de metal, saltaban sobre los cascotes y luego por las paredes.

Supuso que las salamandras se preparaban para lanzar una nueva llamarada, pero no les dio opción. Con todas sus fuerzas descargó una patada en medio de la rejilla de la celada, y la mandó rodando hasta el agua maloliente embalsada en el fondo de la sentina. La llamarada estalló de repente y envolvió el yelmo rodante en una espectacular bola de fuego que se extinguió cuando éste se hundió en el agua.

Cèleste se puso en pie y miró de nuevo alrededor. Decenas de salamandras de fuego saltaban por todas partes esparciendo llamas a diestro y siniestro. La mayoría había encontrado la escalera de salida de la sentina y se dirigía hacia las cubiertas superiores de la nao. El agua empezó a burbujear allí donde se había hundido el casco y se formó un surtidor de vapor. Mientras la bruja se preguntaba cuánto tardaría el calor que emitía el yelmo en evaporarla toda, su pie tropezó con algo. Tardó un instante en enfocar sus ojos llorosos por el humo en aquel objeto, y descubrir que era una vieja polea del barco, con un gancho de hierro oxidado y un trozo de cuerda mohosa. La cogió y se acercó al lugar donde se había hundido el yelmo y donde el agua borbotaba.

Se acordaba de la oración de las salamandras, y empezó a recitarla mentalmente para tranquilizar e intentar someter a aquellas flamígeras criaturas:

«Eterno, Inefable e Increado, Rey y padre de todas las cosas…».

Metió el gancho en el agua y lo pasó por los barrotes de la celada.

«Que eres llevado en el carro veloz de los mundos que incesantemente giran…».

Sujetando la polea por la cuerda, levantó con cuidado el yelmo. Era pesado y el calor que emitía tan intenso que le quemaba la mano a pesar de sus precauciones. Intentó mantenerlo lo más alejado posible de su cuerpo.

«Dominador de las etéreas inmensidades donde se levanta el trono de tu poder, desde cuya altura todo lo descubren tus ojos penetrantes, y tus oídos todo lo oyen…».

El humo negro y aceitoso que manaba sin cesar de su interior parecía tener voluntad propia y se pegaba a ella, ascendiendo por su brazo hasta llegar a su nariz y sus ojos. Sin embargo, pudo distinguir cómo las salamandras incandescentes que correteaban en su interior, empezaban a brillar con más fuerza, listas para lanzar la siguiente llamarada. Se cubrió los ojos con la mano libre para protegerlos del resplandor e intentó pensar rápido. ¿Qué podía hacer ahora?

«Atiende a tus hijos que amas desde el nacimiento de los siglos…».

Tan sólo se le ocurrió una cosa y no había tiempo para pararse a pensar si era o no la mejor opción posible. Con el caliente y pesado yelmo colgando al extremo del gancho, empezó a correr escaleras arriba, en dirección a la cubierta principal. Pensó que el casco de la nao tendría escotillas o ballestera, o cualquier otra abertura por donde pudiese arrojar aquella cosa al mar, y quizá más cerca, pero no se quiso arriesgar a buscar por todo el barco cargando con aquel objeto que estaba a punto de estallar en llamas.

«Porque tu áurea, grande, y eterna majestad resplandece por encima del mundo, del cielo y de las estrellas y sobre ellas te levantas. ¡Oh, fuego resplandeciente!».

Con grandes zancadas, saltando los escalones de tres en tres, sin atender a nada ni a nadie, con aquella cosa abrasadora bamboleándose al extremo de la cuerda, llegó a la cubierta principal. Al salir al exterior se detuvo un momento, desconcertada. Los límites de la nao se habían vuelto imprecisos, oscurecidos por el asfixiante humo que los envolvía como una mortaja. Las velas estaban en llamas y llovían fragmentos de lona ardiente y trozos de cuerda por todas partes. Un caos de relinchos de caballos envueltos en llamas que galopaban ciegos y desesperados por la cubierta. Hombres que gritaban de dolor mientras su carne se abrasaba. Un caballo apareció de repente entre los jirones de humo y ella tuvo que apartarse para que no la arrollara en su carrera desbocada.

Con los ojos llorosos y enrojecidos, en medio de unos fuertes accesos de tos y náuseas, bajó la mirada y vio que por las rendijas del yelmo escapaba una luz anaranjada cada vez más intensa. Las salamandras encendidas de su interior brillaban cada vez más a la vez que su calor aumentaba. Lo que sólo podía significar una cosa. Los lamentos de los hombres, los cascos de los caballos y el crepitar de las llamas, sacudían sus sentidos, pero ella se obligó a concentrarse en lo que debía hacer.

Agarró el yelmo entre sus brazos y corrió hacia donde pensaba que estaba la borda del navío. El metal ardiente le estaba abrasando la piel de las manos, pero ella no le hizo ningún caso al intenso dolor. Sin detenerse, llegó a la barandilla y saltó sobre ella. Un breve instante de caída y se hundió a plomo en las aguas negras.

El casco llameante la arrastraba hacia el fondo. Era como una linterna que iluminaba las profundidades y que emitía un compacto rastro de burbujas hirvientes. Y, a la vez, era tan pesado como un saco de plomo. Pese a todo, Cèleste no quería soltarlo, e intentó nadar hacia la superficie arrastrándolo detrás de sí.

Pero era imposible ascender braceando sólo con una mano. El casco tiraba de ella con firmeza hacia el fondo. La talega anudada alrededor de la cintura pesaba e impedía también sus movimientos. Los pulmones empezaron a dolerle, y comprendió que no iba a lograr aguantar mucho más tiempo la respiración. No le quedó más remedio que soltar el yelmo. Lo vio descender lentamente hacia el fondo del océano, reluciendo como una estrella fugaz en el cielo, mientras dejaba detrás de sí largas estelas de burbujas que ascendían a toda velocidad. Su brillo continuaba a pesar de todo y Cèleste pudo distinguir el lecho arenoso iluminado por su potente luz.

No se quedó mucho tiempo para mirar. Necesitaba aire urgentemente, y empezó a bracear de nuevo con todas sus fuerzas. El agua estaba tan fría que le entumecía las piernas y los brazos, con los que tenía que impulsarse. Mientras trepaba palmo a palmo, siguiendo la dirección de las burbujas, varias veces pensó que no lo lograría y estuvo a punto de rendirse.

Pero siguió luchando y, de repente, su cabeza rompió la superficie del agua.

Aspiró una desesperada bocanada de aire y miró hacia arriba. Lo que vieron sus ojos fue una imagen tan asombrosa que tenía que tratarse de una alucinación: un caballo blanco con la crin en llamas se precipitaba hacia el agua. Chocó contra su superficie con un espectacular chapoteo, pero logró levantar por un momento la cabeza; sólo entonces pudo distinguir que uno de sus lados estaba abrasado. El agua había apagado las llamas, pero el pobre animal, herido de muerte, no tardó mucho en hundirse.

A su espalda, una luz anaranjada iluminaba el agua con destellos infernales. Se giró y vio como la cubierta de la nao caballeriza era recorrida por una ola de fuego. Un denso humo negro se elevó en el aire, extendiendo un grasiento velo que eclipsaba las estrellas. Hombres y caballos saltaban por la borda envueltos en llamas. El fuego envolvía las velas y las llamas se abalanzaban fieramente hacia el cielo, creando un remolino de chispas y trozos de lona ardientes, que subían y se retorcían como en un embudo. Un seco estampido sacudió el aire y derribó el mástil mayor, lanzando una lluvia de astillas incandescentes sobre las negras aguas que rodeaban al navío, mientras una bola de fuego surgía de cada tronera abierta en el casco.

Las llamas habían alcanzado al fin la pólvora de la santabárbara. Y Cèleste comprendió que Annia y sus compañeras habían quedado atrapadas en la bodega, sin salvación posible mientras la nave se transformaba en una antorcha.

Siguieron más explosiones encadenadas, que lanzaron por los aires la tablazón de la cubierta, mientras otro de los mástiles se derrumbaba escupiendo chispas en todas direcciones. Una especie de hongo de fuego, que se elevó en medio de una columna de humo negro y alcanzó una altura impresionante, iluminando el mar a gran distancia.

Mientras contemplaba este espectáculo estremecedor, no dejaba de agitar las piernas para mantenerse a flote, pero las sentía cada vez más entumecidas por el frío, y el mar parecía seguir tirando firmemente de ella hacia el fondo.

Una tabla desprendida del casco flotaba cerca, con una cresta de llamas aún ardiendo en su superficie. Le dio la vuelta a la tabla para extinguir el fuego, y se abrazó a aquel madero salvador, decidida a esperar a que alguien acudiera en su ayuda.