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Noche del 8 de septiembre de 1517

Ese primer día de navegación se cenó pronto. El rey y sus nobles se retiraron a sus aposentos mientras el sol aún estaba sobre el horizonte. No había fuerzas para más, todo el mundo se sentía agotado por la apresurada partida y el intempestivo embarque. Además de los cortesanos que se habían mareado por la falta de costumbre de navegar.

Un marino tocó una campana como señal de que debían apagarse todas las luces, excepto la del farol de popa. Luis se quedó en la toldilla, agazapado entre los montones de aparejos y cuerdas donde había pasado todo el día apartado. Pensando.

La excitación de haber hecho un importante descubrimiento que incorporar a su tratado sobre el alma mitigaba el intenso dolor del recuerdo en sí. Se sentía asombrado por el modo en el que había funcionado su mente, ocultándole aquel terrible suceso de su infancia, y cómo el olor del pan tostado, unido a la tela con los colores blanco y negro, le había permitido recuperarlo. Comprendía que estaba más cerca que nunca de comprender cómo funcionaba la mente humana, aquello que, en toda la Creación, sólo el hombre compartía con Dios.

Pero su alma seguía ocultándole obstinadamente la verdad. Recordaba con claridad ese desayuno en la casa de la hermana de Martín Ximenes, y el olor del pan tostado se había quedado marcado para siempre en su mente, mientras el miedo se apoderaba de él. El miedo por sus tíos, por sus padres, por todo lo que estaba pasando y que su mente infantil no alcanzaba a comprender. Pero no recordaba su respuesta a la pregunta.

«¿Asistieron tus padres a las reuniones que se celebraban en casa de tus tíos?».

Eso era algo que su alma seguía negándole.

La brisa nocturna lo hizo temblar y se envolvió aún más en su capa.

—Si pensáis pasar la noche al relente, es mejor que os cubráis con algo más abrigado que esa capa —dijo una voz sobre él.

Luis no alzó la vista. Sabía a quién pertenecía la voz.

Una mano sujetando una gruesa manta de lana entró en su campo visual.

—Arropaos con esto, no vayáis a coger frío.

El valenciano tomó la manta y se la echó sobre los hombros. Entonces vio al dominico sentarse frente a él. Estaba de espaldas al farol y no pudo distinguir su rostro, pero el blanco de su hábito parecía brillar con luz propia.

—No es mala idea pasar la noche aquí —dijo—, sobre todo si sois propenso a los mareos. Abajo hace un calor sofocante y apenas se puede respirar del olor a vómito. Aquí arriba el aire es fresco y se puede mirar a las estrellas… Ellas no se mueven, os proporcionan un punto estático en el que fijar la vista y así vencer el mareo.

—¿Qué queréis de mí? —le preguntó Luis.

El rostro del dominico estaba a contraluz, pero pudo ver su sonrisa blanca y perfecta aparecer en medio de las sombras.

—Nos vimos en Lovaina, ¿verdad? Durante una velada en la que un polaco nos contó sus estrafalarias ideas sobre el movimiento de los astros en el cielo… Sí, estabais allí, lo recuerdo perfectamente.

—Yo también os recuerdo. Entonces no llevabais los hábitos de vuestra orden…

—Es cierto. No los llevaba, no. A veces es conveniente un poco de discreción. Se puede aprender mucho más de los demás si éstos no saben a qué atenerse…

—¿Aprendisteis algo ese día sobre el polaco y sus teorías de la Tierra y el Sol?

—Sí. Ya que me lo preguntáis, sí. Aprendí que esas ideas son peligrosas y que tienen un alto componente desestabilizador. Como os dije antes, un cielo estático y perfecto es lo que necesitamos para sentirnos mejor, para vencer el mareo de nuestra existencia. A ninguno nos hará ningún bien el saber que la Tierra da vueltas como una peonza, ¿verdad? Pero, afortunadamente para todos, el polaco no es un hombre peligroso. Me percaté de inmediato de que era un cobarde integral que jamás se atrevería a publicar sus teorías. ¿Puedo confesaros algo, Luis?… Me gustan los cobardes. Los héroes y los empecinados son un verdadero incordio.

—¿Ya sabéis mi nombre?

—Sé el nombre y las historias de todos y cada uno de los que van en esta nave. ¿Acaso os preocupa eso, Luis Vives? ¿Os sentís en desventaja quizá? Yo soy el padre Bernardo, de la orden de predicadores. Bien, ahora ya están hechas las presentaciones. Ya nos conocemos.

—¿Y qué es lo que queréis de mí?

—Quiero vuestra ayuda, Luis.

—¿Mi ayuda?

—Así es. De todos los que van en esta nave, incluido el rey, sois la única persona en la que puedo confiar plenamente.

¿Incluido el rey? Eso suena a traición.

El dominico se encogió de hombros.

—¿Y qué vais a hacer, denunciarme? ¿Vos?

Soltó una risita y a Luis le entraron ganas de agarrarlo del pescuezo y lanzarlo por la borda. Pero el padre Bernardo era mucho más alto y fuerte que él, así que se contentó con decir:

—No estéis tan seguro de todo.

—De vos estoy bien seguro, Luis. ¿Acaso no os marchasteis de Valencia cuando las cosas se pusieron feas? Pusisteis los pies en polvorosa mientras vuestra familia era destrozada. Os pusisteis a salvo, dispuesto a empezar una nueva vida en la que no os afectasen las desdichas por las que estaban pasando los vuestros…

—¿Y qué podía hacer yo para evitarlas? ¿Qué podría hacer ningún hombre?

—Nada. Nada en absoluto, tenéis razón. ¿Lo veis? Eso es lo maravilloso de los cobardes, que apreciáis ciertas cosas con más nitidez que los demás y sois capaces de actuar en consecuencia. En vuestro caso, por ejemplo, no podíais (ni tampoco podéis ahora) hacer nada para ayudar a los vuestros. Por favor, Luis, estad bien seguro de este punto. Tan sólo habríais logrado veros envuelto en toda esa espiral de acusaciones, para al final acabar en la hoguera como vuestro tío Miguel o vuestra tía Castellana… Pero sabéis tan bien como yo que hay gente a la que ese temor no detiene. Y ese tipo de gente es nuestro quebradero de cabeza. Aquéllos que siguen practicando sus ritos paganos a escondidas, jugándose la vida cada vez que lo hacen, pero sintiéndose fieles a sí mismos. Estúpidos. Todos locos y estúpidos… No como vos.

Luis enterró el rostro en la manta de lana. Se produjo un largo silencio, roto únicamente por el golpeteo firme y constante del agua contra la quilla.

El dominico se puso en pie, pero antes de marcharse añadió:

—No os molesto más, mi buen Luis. Imagino que ahora desearéis estar solo, pero no os preocupéis, ya tendremos ocasión de volver a hablar, y entonces os haré saber lo que espero de vos.

«Lo que espera de mí», pensó Luis, a la vez que comprendía que sus peores temores sobre aquel viaje se habían hecho realidad.