Valencia, 12 de enero de 1500
Como cada anochecer, la pequeña campana situada en la Puerta de Serranos repicaba anunciando el cierre de la ciudad de Valencia. A partir de esa hora, los que llegaran con retraso se iban a encontrar con las puertas en las narices y sin otra opción que pasar la noche al raso, sobre los helados y húmedos bancos de piedra adosados al exterior de las murallas. La luna llena se elevaba sobre la ciudad. Los desdichados que habían quedado a la intemperie se envolvieron bien en sus mantas de viaje, envidiando a aquéllos que estaban dentro de la ciudad y podían tenderse en un lecho caliente.
«Quedarse a la luna de Valencia», le llamaban a eso.
Pero no todos los ciudadanos dormían dentro de las murallas. Algunos aprovechaban la noche para deambular por las enroscadas y oscuras callejuelas de la ciudad.
—¡Sssssh!, no se mueva, padre, que ahí va otro grupo. Silencio todos atrás, no los vayamos a espantar…
El dominico Martín Ximenes se asomó un poco por la esquina tras la que se ocultaba y observó al pequeño grupo de personas que se escabullía amparada por la noche. El otro inquisidor, el que le ha pedido que no se moviera, era el padre Joan Peres, dominico también. Además, iban acompañados por cinco alguaciles armados y por un escribiente que estaba allí para dejar cumplida constancia de todo.
El grupo al que vigilaban se acercó a una puerta entreabierta que pertenecía a una vivienda de aspecto vulgar y de dos pisos de altura. Entre susurros temerosos, pero con rapidez, todos fueron desapareciendo en su interior.
—¿Eso es una sinagoga? —preguntó Martín Ximenes.
—No lo dude, padre. En Valencia hay multitud de ésas disimuladas con nombres de parroquias, advocaciones de santos, o casas comunes como ésa. Cuando algunos marranos[8] dicen: «Hoy iremos a la parroquia de Santa Cruz», ya saben todos que se trata de juntarse en la sinagoga. En particular, tenemos constancia, por la denuncia de algunos vecinos, de que todos los sábados por la noche se encienden en esa casa multitud de luces de candela y lumbres hasta bien entrada la madrugada. Hemos sido muy pacientes, créame, y durante más de medio año se ha hecho un minucioso seguimiento de todos los que entran y salen de ella… Pero es usted afortunado, padre Ximenes, su primera semana en el Santo Oficio y, al fin, justo esta noche, se nos ha ordenado intervenir.
—Sí, qué suerte —dijo el otro no muy convencido.
Martín Ximenes había pasado los últimos años impartiendo clases a niños huérfanos en un colegio de Denia, pero un amigo le recomendó que fuera a Valencia y que solicitase el ingreso en el Santo Oficio. «Allí harás carrera», le había dicho.
No tuvo muchos problemas. Su hermana mayor vivía en la ciudad y se había alojado en su casa. Por otro lado, el Santo Oficio, con tanto marrano suelto por las calles de Valencia, estaba verdaderamente necesitado de gente, así que lo incorporaron de inmediato a sus filas. Pero le habían entrado las dudas al escuchar el tintineo de las armas de los alguaciles a su espalda y la estúpida excitación de su acompañante, que más parecía un cazador acechando a su presa que un honrado inquisidor al servicio de Dios.
—¿Quién vive allí? —preguntó.
—Es la casa de un converso llamado Miguel Vives —dijo Joan Peres.
—De un puto marrano —aclaró desde atrás uno de los alguaciles, con una risita.
Al parecer, la noche se presentaba divertida también para él.
—Bueno, bueno, menos risas y procedamos de una vez.
Se plantaron frente a la puerta principal de la vivienda. Joan Peres la empujó con la mano para comprobar que estaba cerrada.
—Con ayuda de Dios y el celo de la fe, unamos nuestras fuerzas y demos con esta puerta en tierra —dijo santiguándose.
Los alguaciles pasaron delante y todos empujaron a la vez. Los goznes de la puerta chirriaron y empezaron a desprenderse con el lamento del metal y el crujido de la madera. Por fin cedió la puerta y los inquisidores irrumpieron en la vivienda.
Se encontraron con una cámara que había sido perfectamente ataviada para el culto herético, con tres grandes lámparas encendidas además de un candelabro de latón que colgaba en el centro de la sala y en el que ardían siete mechas en aceite. A un lado había una mesa larga y estrecha, cubierta por una rica alcatifa y con un pequeño atril de lectura. En los cuatro cantones, en el centro, a un lado y otro de este altar, brillaban seis candelas de cera pintada de rojo con códigos sacados del alfabeto hebreo.
Joan Peres se volvió hacia el escribiente:
—Usted, tome nota de todo esto. No deje sin registrar ni un detalle.
Dos de los alguaciles se habían parado aterrorizados, santiguándose repetidamente con gestos rápidos y nerviosos, mientras musitaban: «Brujería… el demonio anda suelto por aquí». Joan Peres los empujó para que reaccionasen contra aquel miedo absurdo que de repente los paralizaba.
—¡Espabilad, que no es momento para eso! —gritó—. Tú y tú, cubrid la puerta y vigilad que no pueda escapar ningún hereje. Vosotros tres, venid con nosotros.
Los dos frailes, seguidos por los alguaciles con sus hierros terciados, penetraron con paso decidido en aquella casa convertida en sinagoga. En la habitación contigua encontraron a una docena de personas, hombres y mujeres, acurrucados estúpidamente en la oscuridad, en silencio y sin hacer el menor intento por huir. Joan Peres le ordenó a uno de los alguaciles que se quedase allí para vigilarlos, y luego subió a toda prisa por las escaleras en compañía de Martín Ximenes y los otros dos alguaciles.
En el piso superior sorprendieron a Miguel Vives intentando escapar junto con su mujer por una ventana abierta. Estaban a punto de saltar por ella, a pesar de hallarse a una altura desde la que fácilmente podían romperse una pierna, o la cabeza. Pero en su desesperación parecían dispuestos a arriesgarse.
Los alguaciles cayeron sobre ellos y los apresaron antes de que lograran huir.
—¿Dónde está Castellana Guioret, la viuda de Salvador Vives Valeriola? —preguntó Joan Peres sin dirigirse a ninguno de los dos en concreto.
—Ella… no está aquí… —dijo Miguel Vives mientras le ataban las manos a la espalda—. Ella… no sabe nada de todo esto…
—¡Mentira! —le gritó Joan Peres—. ¿Acaso no es tu madre y dueña de la casa?
—Hace un mes que anda fuera de la ciudad… —dijo la esposa de Miguel. Su nombre era Castellana, como la madre de éste. Se decía que era una de las mujeres más bellas de Valencia, pero ahora estaba pálida y con la expresión desencajada. Los labios le temblaban de miedo mientras balbucía—: Está en… Alcira… visitando a su hermana…
—Mentira —repitió Joan Peres con tranquilidad—. Hay testigos que hoy mismo la han visto entrar en esta casa.
Martín Ximenes rebuscaba por su cuenta por la habitación.
Detrás de unos cestos de mimbre encontró a un niño agazapado. Agarrándolo del pescuezo lo hizo salir.
—Mirad lo que he atrapado, un pequeño diablillo escondido.
—¡Dejad al chico en paz! —suplicó Miguel con desesperación—. El no tiene nada que ver con esto… Es el hijo de mi hermano y ellos no saben nada de la sinagoga. Nos lo dejan para que lo cuidemos cuando tienen que salir de la ciudad.
—Parece que mucha gente de tu familia anda fuera de Valencia en estos días —dijo Martín con socarronería—. Y tú no llores, hijo… No llores porque somos tus amigos y no te vamos a hacer ningún daño.
Pero el pequeño Luis era un mar de lágrimas. El dominico limpió la cara del muchacho con un trapo y se dirigió a él con palabras suaves, tranquilizadoras.
—No tienes nada que temer de nosotros. Ni tu tía abuela tampoco, porque sólo queremos ayudarla a salir de su error. Lo que se hace aquí es malo y le hace daño a Nuestro Señor. —Martín Ximenes sujetó el crucifijo que colgaba de su pecho y se lo mostró al pequeño—. Mira, él es tu Salvador, tu único amigo. Mírale bien; mira cómo sufrió por nosotros… y sigue, sigue sufriendo por causa del error de muchos. Por eso nosotros queremos hablarle a tu tía, sacarle de su falta y explicarle dónde está el verdadero camino del Señor… Sólo eso. Dinos dónde está, para que podamos ayudarla…
El niño se frotaba los ojos con un puño cerrado y no decía nada, sólo lloraba.
—¡Déjame a mí, que verás lo pronto que hago hablar a este pequeño marrano! —dijo el padre Peres yéndose hacia él con el puño preparado para asestarle un golpe.
Martín Ximenes lo sujetó entonces por la muñeca y el dominico se volvió hacia él con la ira fulgurando en sus ojos.
—No, padre —dijo Ximenes manteniendo la mirada—, eso sería inútil ahora.
Uno de los alguaciles levantó su arma para señalar un armario situado al fondo de la habitación.
—He oído un ruido proveniente de ahí —afirmó mientras se acercaba al mueble.
Estaba cerrado. El otro alguacil acudió en su ayuda y entre los dos destrozaron a golpes la gruesa puerta de madera de pino. En su interior hallaron a la anciana que buscaban, presa de un ataque de nervios.
La noche fue muy larga. Al amanecer, mientras esperaban a los alguaciles de refuerzo, los dos dominicos discutían acaloradamente frente a la entrada de la sinagoga.
—Si sabe lo que le conviene, padre, no vuelva a desautorizarme en público —decía Joan Peres con la barbilla temblándole de ira.
—Es un niño, y yo tengo más experiencia que usted en el trato con ellos.
—¡Es un hereje! —gritó Joan Peres con su puño cerrado frente al rostro del otro dominico—. Tan culpable como los niños de Sodoma y Gomorra o los primogénitos egipcios que tuvo que exterminar Dios. Si lo dejamos ir ahora, tendremos que darle caza más pronto que tarde, cuando se oculte para seguir practicando sus ritos obscenos.
—Es un inocente —replicó Martín Ximenes sin inmutarse—. Una vara que ha nacido torcida, sí, pero que aún estamos a tiempo de enderezar…
Al final fue Martín quien ganó la discusión, más por cansancio de Joan Peres que porque sus argumentos lo hubieran convencido, y se llevó al niño a la casa de su hermana. Tuvo que sacarla de la cama para que preparase el desayuno para ambos.
La cocina tenía una puerta entreabierta que daba a un establo. Luis podía ver los cuartos traseros de una vaca. Le llegaba el olor del animal, el de la paja húmeda esparcida por el suelo y el olor a leche rancia que impregnaba el aire de aquella cocina.
Pero el olor del pan tostándose en el fogón se superpuso a todos los demás.
El religioso y el niño se sentaron frente a frente en una sólida mesa de madera apenas desbastada. Luis pasaba los dedos por la textura áspera de las vetas, mientras Martín le servía un gran tazón de leche con un dedo de nata. Luego empapó con aceite de oliva un pedazo de pan tostado y le restregó un ajo.
—¿Nunca has probado esto, verdad? —le preguntó el dominico—. Es mi desayuno favorito. El ajo es muy buen alimento y protege de las enfermedades… Delicioso, ¿a que sí? Prueba a mojarlo en la leche, verás como te gusta aún más.
Luis así lo hizo. Tras dar otro bocado al pan con leche y ajo, preguntó:
—¿Qué va a pasar con mis tíos? ¿Cuándo los van a soltar?
—No te voy a engañar, hijo —le respondió Martín Ximenes con expresión apenada—, eso va a depender mucho de ellos. Si están dispuestos a abjurar de su error, y a recibir de nuevo a Nuestro Señor en sus corazones, Jesucristo será misericordioso con ellos y les dará el perdón de inmediato.
Luis asintió. Mojó de nuevo la tostada en la leche.
—Verás —siguió diciendo el dominico—, hay un camino recto que conduce a la Salvación y uno oscuro y retorcido que solo puede llevarte hasta las llamas del Infierno. Es muy fácil encontrar el camino correcto, pero algunos se obcecan en escoger el tortuoso… ¿Por qué? No lo sé. No puedo entenderlo.
Luis se llevó de nuevo la tostada a la boca, pero Martín le detuvo la mano y le miró directamente a los ojos. Entornó los párpados como si calculara.
—Dime una cosa, hijo; tus padres acudieron alguna vez a la sinagoga, ¿verdad?
—No —musitó Luis—, nunca. Ellos no sabían…
—Hijo mío —dijo el religioso con una expresión preocupada en su rostro—. Ahora mismo, en esta cocina, estás a punto de escoger un camino u otro. Mira bien lo que dices, porque una vez metido en el sendero equivocado te va a ser casi imposible salir de él. ¿Puedes imaginar los tormentos del infierno? Toda una eternidad abrasándote entre las llamas, rodeado de demonios que te torturarán durante cada instante de ese tiempo infinito. Tu carne cubierta de llagas se desprenderá una y otra vez, para volver a crecer y volver a desprenderse y abrasarse sin fin… Eso es lo que espera a los que yerran el camino… Eso… Para toda la eternidad…
Martín Ximenes soltó la mano del niño y se retiró un poco hacia atrás, repantigándose en su asiento. Luis estaba temblando como una hoja. El pan empapado en leche que seguía en su mano se rompió y fue a caer sobre la mesa.
—Te lo preguntaré una vez más, hijo: ¿Asistieron tus padres alguna vez a las reuniones que se celebraban en casa de tus tíos?