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Zelanda, 8 de septiembre de 1517

Zarparon poco después de las cuatro de la mañana, cuando apenas despuntaba el día. El disco solar asomaba tímidamente en el horizonte y lanzaba rayos anaranjados contra la espectacular flota de naves de guerra.

Se dispararon tres cañonazos desde la Nao Real, a lo que respondió con otro la del Almirante de la flota. Era la orden acordada para desplegar las velas y hacerse a la mar. El viento y la marea no podían ser mejores, y las velas hinchadas, doradas por la luz del sol naciente, empujaron firmemente a las naves hacia mar abierto. El puerto de Flessinga se fue perdiendo rápidamente a popa, hasta confundirse con el horizonte.

Apoyado en la borda de la Nao Real, con el viento lleno de húmedo salitre azotándole el rostro, Luis sintió como el navío hendía el agua y avanzaba más veloz que un caballo a rienda suelta. Era magnífico. Intentó hacerse una imagen mental de la disposición de las naves: la nao del almirante, seguida por la del rey, eran la punta de una formación en uve, semejante a una inmensa bandada de gansos, de más de cuarenta naos perfectamente armadas y pertrechadas. A esto había que añadirle otros seis barcos más ligeros, muy rápidos y marineros, que hacían de exploradores y de medio de comunicación entre los grandes navíos. Esa cuña impresionante hendía el agua como la punta de una lanza, empujada a toda velocidad por la fuerza del viento y las mareas, en dirección hacia España. Hacia su país, el que se había jurado no volver a pisar…

Se acordó de Cèleste y se preguntó qué habría sido de ella. No había vuelto a verla desde aquella tarde en Middelburgo, pero, en ocasiones, le gustaba fantasear con la idea de que ella viajaba con él, en su camarote. Es su imaginación ella solía llevar sólo aquel viejo corpiño de cuero que tan fabulosamente realzaba sus pechos, o incluso menos ropa aún. Su vida había sido demasiado caótica durante los últimos años como para emplearse en buscar una buena compañera, pero se prometió a sí mismo que se pondría a ello tan pronto como pudiera regresar a Flandes. Una sana y robusta muchacha borgoñona, eso era todo lo que necesitaba para centrar su vida.

Llevaban recorridas unas cinco leguas, cuando la chalupa cuya misión era guiarlos a través de los peligrosos bancos de arena de la costa zelandesa se soltó de la Nao Real y emprendió el regreso al puerto. Luis vio alejarse a la pequeña nave, mientras a su alrededor los marinos subían y bajaban por las jarcias con una habilidad asombrosa, y él sentía una extraña euforia que le llenaba el pecho, de forma similar a como el aire hinchaba el velamen de la nao. El sol brillaba ya cegador en lo alto.

«En un día como éste es difícil creer que algo pueda ir mal», pensó. «Estoy en la corte, ¿no? En la mismísima Nao Real. Se podría decir que he triunfado…».

En medio de su euforia sintió un repentino malestar al acordarse del mal trance en el que estaba metida su familia en España. Luchó por apartar el dolor de su mente y seguir disfrutando de aquel momento, pero sabía que ya era imposible. Era como intentar contener la sangre de una herida en el pecho; con cada latido todo se destrozaba más, y su dulce sueño de triunfo se convertía en hiel en su garganta.

Alzó la vista. En la vela mayor se agitaba por el embate del viento una representación de Jesucristo clavado en la cruz, entre las imágenes de la Virgen María y de san Juan Evangelista; todo ello situado entre las dos columnas de Hércules que Carlos había adoptado como emblema. Con las lonas estiradas al máximo era posible apreciar aquellas maravillosas pinturas que diferenciaban el barco real de cualquier otro de la flota.

Luis se puso de rodillas y enterró el rostro entre las manos. Les rezó a aquellas gigantescas imágenes policromadas y flameantes con tanto fervor que perdió la noción del tiempo. Quizá los que le veían rezar pensaron que era por temor al mar, pero él a lo que temía realmente era a la tierra firme que pisaría en unos pocos días.

Poco a poco iban saliendo los nobles de los camarotes.

Todos estaban ojerosos, con el aspecto de no haber dormido demasiado durante esa noche tan agitada, tan llena de ruidos y gritos de los hombres que trabajaban en el embarque de víveres y equipajes, y de los marineros que se preparaban para zarpar.

Luis se puso en pie al ver al conde de Porcián y a su señora; los padres de Guillermo de Croÿ a quienes había conocido durante la ceremonia de investidura en Middelburgo. Se acercó para saludarlos, pero en ese momento todo el mundo se volvió hacia la toldilla para ovacionar al rey y al señor de Chièvres, que al fin habían hecho acto de presencia.

Carlos miraba a un lado y a otro, como un idiota, como si todo le sorprendiera e intimidara, rodeado por los caballeros y los maceros, envuelto en un grueso manto de piel de cordero de Rommenye, que le mantenía calientes a la vez el cuerpo, el cuello y los brazos. Llevaba el pelo recogido con una montera forrada de seda escarlata que se anudaba bajo la barbilla para que el viento no pudiera arrancársela. Sus ojos estaban enrojecidos por el sueño, y parecía tan cansado como todos en el barco.

Pero, eso sí, iba magníficamente vestido para la ocasión por Laurent Vital.

El capellán del rey ofició una santa misa allí mismo y, acto seguido, los sirvientes montaron una larga mesa en la cubierta para celebrar el primer desayuno en el mar. La Nao Real era una verdadera corte flotante y en ella se sentó lo más granado de la nobleza flamenca. En la cabecera estaba el rey, junto a su hermana doña Leonor y la señora de Chièvres. Luego, el privado, los condes de Porcián, y otros muchos nobles principales como el señor de Fiennes y el vizconde de Carondelet. También el señor de Vauldre y varios caballeros del Toisón de avanzada edad; además de príncipes de la Iglesia como el señor de Amont, confesor del rey, y el obispo de Badajoz.

Luis pudo al fin presentar sus respetos a los condes de Porcián, y luego fue a sentarse a otra mesa menor, que había sido dispuesta para aquéllos que estaban al servicio de la alta nobleza, como Laurent Vital, y para intelectuales como don García de Padilla, decano de Besançon, o el médico Juan de Hochstrate.

La comida fue la misma para todos: sopa de pasta con vino y capón cocido.

En el espacio entre el primer plato y el segundo, Luis había iniciado una interesante conversación sobre los seudodialécticos con el decano Padilla, pero fueron interrumpidos por una algarabía de risas desde la gran mesa. Los dos enanos favoritos del rey, Guillermo de Febvin y Jean Bobin, correteaban entre las piernas de los nobles, haciendo todo tipo de divertidas travesuras. Algunas de un humor bastante grueso, pues Bobin había untado con mantequilla las calzas del vizconde, mientras éste hablaba con la dama que tenía a su lado. El rey se rió tanto por la ocurrencia, que gruesos lagrimones corrieron por sus mejillas.

—Atrevidillo, el enano —comentó Luis, un poco asombrado por su desfachatez.

—Los enanos y los locos tienen ese privilegio —dijo García de Padilla mientras se apartaba un poco para que el criado colocase el plato de capón frente a él. Tenía el rostro delgado y los ojos grises e irónicos detrás de unos anteojos redondos que le daban un aire de sabiduría—, y no resulta elegante molestarse por sus bromas.

—«Goza de la compañía de los locos, pues de los cuerdos muy pocos dan alegría» —citó Laurent Vital, que seguía la conversación desde su lado de la mesa.

—Y así es —afirmó el decano mientras se llevaba un trozo de pechuga a la boca—. Los bufones, los enanos y los locos viven en la tierra de nadie. Por sus circunstancias especiales están más allá del orden establecido y de las reglas de la sociedad. Y eso es lo que los hace tan divertidos, claro. Es como en un juego de espejos deformantes en el que nos sentimos reafirmados en nuestra galanura, y en la fortaleza de nuestros cuerpos y de nuestras mentes, al estar frente a esos desafortunados seres imperfectos.

—Recuerdo las galerías más sórdidas de una casa de acogida para locos que hay en mi ciudad de Valencia —dijo Luis—. El suelo cubierto de paja y los locos violentos desnudos y atados a las paredes… Allí la locura mostraba una cara menos divertida.

Hubo algunas toses incómodas por su comentario y alguno desvió la vista hacia el juglar que se había situado cerca de la cabecera de la gran mesa. Entonaba enamoradas canciones mientras las damas intercambiaban risitas y miradas llenas de intención.

Luis también se volvió hacia la gran mesa y sus ojos se encontraron con los del señor de Vauldre. El anciano caballero le hizo un gesto amistoso, invitándole a que se sentara junto a él y los otros caballeros del Toisón. Pero el valenciano le sonrió y le devolvió un saludo con la mano alzada, fingiendo que no había entendido su propuesta. No quería más rapapolvos de Chièvres por ese asunto.

Y de repente se quedó sin aliento. Se apretó el pecho intentando meter aire en sus pulmones y sintió que se le revolvía el estómago. Creyó por un momento que iba a vomitar, y luchó con todas sus fuerzas para contenerse. La sola idea de vomitar en medio de tanta gente de calidad le aterrorizó aún más.

«¿Qué me sucede?», se preguntó. «Pero si el mar no está agitado…».

Entonces vio que Jean Bobin se había subido a la mesa y bailaba sobre ella, dando saltitos con sus grotescas y cortas piernas. Pero lo que le asustaba en realidad eran los pantalones abombados que llevaba el enano…

«No, no los pantalones…», comprendió. «El dibujo de cuadros blancos y negros de los pantalones… ¡Pero eso es ridículo!».

Entonces vio la bandeja de pan tostado que uno de los sirvientes había dejado junto a él, y tuvo la seguridad de que era el olor del pan, unido al damero de los pantalones del enano, lo que le había provocado aquella sensación tan intensa.

«¿Por qué?».

Estaba a punto de recordar algo importante sobre su pasado en Valencia… Algo que su propia alma le había ocultado y que ahora la combinación de aquellas dos sensaciones, la olfativa y la visual, había desenmascarado. Se puso en pie y se dirigió a la borda para que el aire fresco le diera en el rostro. La sensación de náusea persistía, y si llegaba el momento de vomitar lo mejor sería echárselo a los peces antes que hacerlo sobre cubierta delante del rey. Pero, por encima de su malestar, se sentía excitado por aquella revelación sobre los mecanismos con los que funcionaba la mente.

—Qué buen viento tenemos —dijo alguien a su lado, mientras inspiraba profundamente—. Si continúa así, llegaremos a España varias jornadas antes de lo previsto.

Luis se volvió. Era Vauldre, que se había levantado y había ido junto a él.

—Eso sería bueno —dijo—. Creo que las tormentas en Calais no son agradables.

—No lo son, en efecto. Pero no es habitual que tengamos una en esta época… Aunque nunca se sabe… —Vauldre alzó sus blancas cejas de un modo enigmático—. Por cierto, me he enterado de lo accidentado de vuestra llegada…

—Tan sólo un criado atolondrado que no entendió el lugar de embarque —dijo Luis quitándole importancia al asunto.

—Nosotros también tuvimos que recoger nuestras cosas y partir a toda prisa… Y creedme, fue duro para alguno que ya no está acostumbrado a trasnochar de ese modo.

El valenciano se volvió para mirar hacia la gran mesa y dijo:

—Sí, ya he observado que la edad de los caballeros que os acompañan es bastante avanzada. ¿Cuál es la causa?

El anciano caballero del Toisón dejó caer sus hombros apesadumbrado.

—Lo que decís es cierto, pero los últimos años de nuestra orden no han sido precisamente gloriosos. Muchos caballeros han visto su nombre «blanqueado» de sus sillas[7]. El ingreso de un nuevo miembro, que antaño era consecuencia de la pureza de su corazón y sus acciones heroicas, se ha convertido ahora en puro trapicheo de favores y vanas recompensas a cortesanos holgazanes. No son buenos tiempos sin duda, y para este importante viaje tan solo pude encontrar a esos seis caballeros de alma honesta. Pero, como veis, todos sobrepasan ampliamente la cincuentena…

—Sí, es una verdadera pena —dijo Luis sin ningún interés, mientras buscaba un modo de excusarse con Vauldre y volver a estar solo.

Además de las náuseas que sentía, y el temor de vomitarle al anciano encima, tenía la sensación de que la caja de su mente se había abierto. Necesitaba concentrarse en aquel asunto y explorar su memoria. Sabía que no era algo que le fuera a resultar agradable, pues las sensaciones que le provocaba aquel recuerdo eran terroríficas, pero también sabía que ahora ya no le quedaba más remedio que averiguar de qué se trataba.

—Desde que hablamos la última vez —dijo Vauldre sujetándolo por el brazo, como si advirtiese sus deseos de escarparse—, me siento angustiado por la impresión que debí daros con mis palabras. Quizá penséis que los caballeros del Toisón somos una especie de paganos por admirar así la gesta de Jasón…

—Oh no, en absoluto. Yo, en realidad…

—Es cierto que Jasón era un pagano de discutible conducta —siguió diciendo el anciano caballero—. Ladrón por robar el Vellocino y perjuro al repudiar a Medea para casarse con Creúsa. Pero lo único significativo de esa historia es el vellón que simboliza nuestra búsqueda eterna y nuestra lucha sagrada. ¿Sabéis a lo que me refiero?

—Creo que no —dijo Luis más por compromiso que por interés.

—A la búsqueda de la Pureza, simbolizada por el Vellocino. La lucha secular del hombre contra el caos y la imperfección. Tal y como manda nuestro ideal de caballeros. Estoy seguro de que un erudito como vos sabrá comprender la importancia de esto…

Pero el personaje que acababa de aparecer en la toldilla había hecho que Luis perdiera por completo del hilo de la conversación. Era un hombre alto, delgado, de rasgos y porte elegante, con la desenvoltura en los gestos habitual entre quienes han sido educados en la nobleza. Su rostro mantenía un equilibrio clásico entre la frente amplia y la nariz recta. Los ojos de color castaño, el pelo negro y crespo, la piel cetrina, lampiña. Sus labios eran finos pero estaban perfectamente dibujados. Todo en él daba una imagen de discreta elegancia y mesura. Ya lo había visto antes, en casa de su amigo Frans Van Cranevelt, pero en aquella ocasión no vestía aquel hábito blanco y negro.

—¿Os sucede algo? —preguntó Vauldre, extrañado por su expresión de terror.

El dominico había cruzado la cubierta y hablaba animadamente con el obispo de Badajoz, que seguía sentado a la gran mesa. De repente alzó la vista y miró directamente hacia Luis.

Una mirada de tal intensidad que lo hizo estremecerse de pies a cabeza.

—No tenéis buen aspecto —se preocupó Vauldre—. ¿Estáis enfermo?

—Sí, yo… creo que se me ha revuelto el vientre… Si me disculpáis…

Luis corrió hacia la popa del barco, alejándose tan aprisa como podía del asombrado Vauldre, que quedó atrás al igual que todas las otras cosas que viajaban a bordo de aquel barco. Todo menos sus recuerdos.

Porque ahora, al fin, podía recordar…