2

Después de dejar a Guillermo de Croÿ, Luis regresó a su habitación en Middelburgo. La tarde se desvanecía lentamente en aquella ciudad arrebatada a las aguas. La vida allí era un milagro de supervivencia en un medio hostil. Cuando paseaba por las calles o salía a los campos, la gente que encontraba en su camino, a la sombra de los grandes molinos, era muy diferente de los otros borgoñones que había conocido. Todos parecían allí investidos de una tranquila gravedad. Incluso los niños parecían atesorar algún profundo secreto con sus risas y sus juegos.

Mientras preparaba su viaje a Zelanda, había reunido bastante documentación para seguir con su Tratado del Alma lejos de la biblioteca de Lovaina. Pero pronto descubrió que se había excedido, y ahora tenía que dedicar gran parte del tiempo a separar los datos que le iban a ser útiles de los que no. Se sentó en el escritorio y releyó con ojos críticos un texto que él mismo había copiado un año atrás, tachando todo aquello que le parecía fútil.

El rumor del mar, cuyas olas rompían contra las rocas del puerto cercano, traspasaba los muros encalados de la casa. Las ventanas que daban al patio estaban entreabiertas y por ellas entraba una fresca brisa del noroeste que olía a algas. Las cortinas de lana ondeaban suavemente.

«Que agradable…», pensó mientras seguía tachando.

En las últimas horas había empezado a hacer calor de verdad y aquel frescor se sentía como gloria. Pero también era para preocuparse, porque parecía ser justo lo que las naos estaban esperando para zarpar… Y eso, claro, no sería tan agradable.

Le costaba concentrarse. Se esforzó en ignorar el ritmo del mar y preparó una nueva pluma cuando la que estaba usando se despuntó al apretar demasiado en la última tachadura. Le limpió las barbas con el cortaplumas, luego cortó el extremo por los dos lados. Manejando la cuchilla con mucho tiento, le hizo el «ojo» y perfiló los dos piececitos para que el derecho fuera un poco más largo que el izquierdo.

Siguió trabajando. Al menos, la operación de preparar una nueva pluma había servido para relajarle. Así que se olvidó del mar y del sol, y de la posibilidad de que la flota zarpase pronto para España y de que él se viera obligado a marchar con ella.

Perdió la noción del tiempo, hasta que oyó las campanas de la iglesia que se levantaba en el centro de la ciudad anunciando la misa de vísperas. Pero su tañido quedó amortiguado por el insistente sonido metálico de la aldaba de su puerta.

Al abrir se encontró con la muchacha de los ojos azules esperando en el umbral.

—¿Me invitáis a entrar en vuestra casa? —preguntó ella.

Luis la miró sorprendido, pero se hizo a un lado para dejarla pasar.

Cèleste paseó por la habitación mientras practicaba su juego favorito de adivinar lo máximo con el mínimo de datos posibles. Era una habitación humilde, estrecha, lo que le confirmó que la posición de aquel erudito español en la aventura no podía ser muy destacada. La única ventana estaba cubierta por una cortina de lana que se movía al compás de la brisa. Una vieja litera apoyada contra una de las paredes encaladas de blanco, una silla solitaria junto al escritorio de roble, sobre el que se amontonaban los papeles, un morterito de plomo lleno con tinta, una tarro con plumas sin preparar, cortaplumas, tijeras para recortar los bordes irregulares del papel, y la salvadera. El papel era del tipo corriente, del que se encuentra en cualquier sitio a la venta a ocho dineros el pliego o menos. La tinta aún brillaba húmeda sobre él… Todo esto lo captó ella con una rápida mirada. Incluso alcanzó a leer algunas líneas de lo último que él había escrito.

Se sentó en la litera y dejó la talega a un lado. Se quedó mirándolo, analizando la clase de hombre que era el que ahora tenía enfrente, asumiendo que en aquella estancia tan impersonal no iba a encontrar ningún indicio relevante sobre su carácter.

—¿Y bien? —dijo Luis al cabo de un momento, molesto por el descarado escrutinio al que lo había sometido la mujer—. ¿Puedo saber qué se os ofrece?

—¿Habéis considerado lo que os dije?

Ahora era el turno de Luis de mirar con descaro, pero lo cierto es que le resultaba difícil apartar los ojos de ella. Llevaba su gonela azul muy escotada, y un corpiño de cuero ajustado con cintas del mismo color que le levantaba el busto de un modo que a él le pareció espectacular. Sus ojos se detuvieron un momento allí, y luego se abrieron hacia el rostro de la muchacha. Aquella mirada azul era salvaje y libre a la vez. Parecía brillar con luz propia en un mundo de color gris.

—No puedo llevaros conmigo en la Nao Real —dijo al fin, lamentándolo sinceramente—. Eso está descartado; aun en el caso improbable de que zarpase la flota.

—¿Por qué os asusta eso? —le preguntó ella.

—¿Qué?

—Cuando en la taberna os dije que muy pronto partiríais hacia España os preocupasteis. Y lo mismo os sucede ahora. ¿Por qué teméis regresar a vuestro país?

Luis contuvo el aliento, acentuando la sonrisa para ocultar su turbación.

—¿Es que sois adivina? —dijo, y él mismo notó que su voz sonaba ronca.

—Soy bruja.

Luis descubrió con sorpresa que aún estaba sujetando la puerta abierta. La cerró y caminó hasta el escritorio. Después de acercar a la litera la única silla de la estancia, se sentó a horcajadas en ella, apoyó los brazos en el respaldo y miró a la chica.

—¿Bruja? ¿De las que devoran bebés y adoran a un macho cabrío?

—Se cuentan muchas cosas sobre nosotras… No lo creáis todo. He oído decir que los inquisidores españoles no admiten el poder de las brujas. ¿Qué opináis vos?

—San Agustín dijo que tan pagano es realizar los rituales y hechizos que se les atribuyen a las brujas, como creer en su poder real. ¿Cabalgáis sobre demonios o sobre una escoba? ¿Tenéis la habilidad de transformaros en lobo en las noches de luna llena? El ejercicio de esas facultades alteraría la Voluntad de Dios, lo que no es posible.

Cèleste soltó una carcajada.

—O sea, que pensáis que tan culpables somos las brujas como los inquisidores…

—Más o menos. Creo que el diablo sí que tiene que ver con todo esto, pero ejerciendo de gran farsante que engaña con sus fantasías tanto a brujas como inquisidores.

—Interesante. Veréis, mi maestra en brujería me contó que, en los primeros tiempos de la Iglesia, ésta se dedicó a negar el poder de las brujas, porque era un desafío para su propio poder. Pero ahora que el poder de la Iglesia está implantado de modo absoluto en toda Europa, les interesa a sus sacerdotes el disponer de algo con lo que aterrorizar a sus fieles. ¿Habéis pensado en ello?

Luis suspiró.

—A ver, eh… Cèleste…, ése era vuestro nombre, ¿verdad? ¿Qué es lo que queréis de mí?

—Ya os lo he dicho.

—Pero eso es imposible. ¿Fue por eso por lo que me abordasteis a las puertas de Santa Gúdula? ¿Ya entonces pretendíais que os llevase conmigo a España?

Todo aquello le parecía cada vez más extraño.

—En aquella ocasión vi que hablabais con el criado del señor de Chièvres.

—¿Y qué con eso?

Cèleste sacó un papel que ocultaba en la manga de la gonela. Lo desplegó cuidadosamente y lo alisó sobre la falda. Luego se lo mostró a Luis.

—Fue realizado por un artista de Brabante —dijo—. Su nombre es…

—¿Este dibujo es de Hieronimus Bosch?

—Sí.

—Hieronimus Bosch murió hace un año —dijo Luis—. ¿Cuándo os lo entregó?

—Fue asesinado hace un año —precisó Cèleste.

—No oí nada de eso. Creo que su muerte fue natural… era muy anciano.

—Fue asesinado, os lo aseguro, delante de mí.

—¿Qué?

Luis tomó el papel y lo miró con detenimiento. Era un esbozo realizado con aquel extraordinario talento que había hecho famoso al artista en todo el mundo. Representaba a un demonio; una especie de híbrido entre hombre y rana. Su rostro monstruoso y lleno de verrugas era una grotesca caricatura humana.

—¿Lo reconocéis? —le preguntó la bruja.

—Es un retrato bastante cruel del señor de Chièvres. El privado del rey.

Cèleste señaló las letras escritas en el margen inferior del papel: «A, E, I, O, U».

—¿Conocéis el significado de estas letras?

Austria Est Imperate Orbi Universo —dijo Luis sin dudar—. «Austria reinará sobre todo el mundo». El emblema del emperador Federico III, padre de Maximiliano.

—Fijaos en el texto del medallón que luce la caricatura.

—Stupor Mundi…

—¿Sabéis a qué se refiere?

Luis advirtió que la muchacha lo miraba expectante y dijo:

—Así es como era conocido el emperador Federico II…

—¿El asombro del Mundo? —preguntó Cèleste.

—O también: «la bestia que surge del mar llena de nombres blasfemos», como lo definió el Papa Gregorio IX… Pero no veo qué relación tiene esto con el asesinato de Hieronimus Bosch…

—No me creéis, ¿verdad?

—Me sorprende porque yo he oído otra versión sobre la causa de su muerte —razonó Luis—. Pero tenéis un dibujo suyo en vuestro poder, y eso demuestra que realmente lo conocisteis… Debo daros crédito entonces. Lo que me pregunto es cual era vuestra relación con él, y por qué os entregó uno de sus dibujos.

—Lo robé.

—¿Lo robasteis? Pues eso os convierte en la primera sospechosa de su asesinato.

—¿No decís que murió de muerte natural?

—¿Estáis intentando confundirme?

Ella ignoró su pregunta y le preguntó a su vez:

—¿Por qué creéis que Hieronimus representó al privado del rey Carlos con el cuerpo de una rana y un medallón con el emblema de ese Federico II inscrito en él?

—Más bien de un sapo, por las verrugas… ¿Lo habéis visto en persona, no? Se dice que Bosch tenía un humor cruel… y, la verdad, no creo que el privado se sintiera muy feliz si viera este dibujo.

—Yo creo, en cambio, que con este dibujo Hieronimus pretendía proclamar algo. Para sí mismo o para cualquiera que lo encontrara… Pude ver las pinturas de su taller… y os aseguro que estaban llenas de mensajes ocultos…

—Lo sé, conozco parte de su obra. Contiene una abundante simbología alquímica. Bien oculta para despistar a los inquisidores, pero fácil de leer para un iniciado.

—¿Sabéis algo de alquimia?

Luis se frotó la barbilla.

—Muy superficialmente. Tan sólo algunos aspectos que interesan a mi trabajo. Al perfeccionar la materia lo que realmente se pretende es perfeccionar el alma del hombre. El verdadero atanor, el utilizado para la Obra Mayor, es el propio cuerpo humano; la imagen a escala del Cosmos…

Cèleste se volvió brevemente hacia el escritorio de Luis y dijo:

—¿Estudiáis el alma? Parece un empeño muy ambicioso…

El valenciano siguió la dirección de su mirada. Asombrado, se preguntó cómo era posible que ella pudiera leer sus papeles desde aquella distancia y posición.

—Pretendo averiguar cómo funciona, no lo que es… El alma está encerrada dentro de los muros de la mente, y estudiarla es como escuchar voces a través de una gruesa puerta… —Se detuvo durante un momento y añadió—: Pero… sigo sin entender vuestro propósito. ¿Por qué tenéis tanto interés en mis asuntos?

«Porque estoy sola y ya no puedo confiar en nadie», pensó Cèleste.

El ataque que había sufrido en Bruselas le había confirmado que Bocadorada la había elegido ahora como su objetivo. Quizá quería eliminar todas las huellas de su asesinato en Bois le Duc, no lo sabía, pero lo que sí era cierto es que tenía la asombrosa capacidad de encontrarla. Así los había conducido hasta el desdichado artista y luego hasta la taberna donde ella se había alojado. Desde entonces no había permanecido mucho tiempo en un mismo sitio. Tampoco había intentado establecer contacto con sus hermanos brujos, pues tenía la seguridad de que alguno entre ellos la había traicionado.

Así que le dijo a Luis:

—Necesito vuestra ayuda. A cambio, yo os puedo ayudar en vuestro trabajo… ¿Habéis oído hablar del ungüento de las brujas?

—¿La sopa del sábado? —preguntó él con una sonrisa, pero intrigado a la vez porque empezaba a comprender por dónde iba ella.

—Ese nombre que os hace tanta gracia se lo pusieron los inquisidores, que llaman Sabbat a nuestras reuniones nocturnas.

—¿Me estáis hablando de esa sustancia que se dice que os permite volar?

—No os burléis. Como habéis dicho antes, eso no es posible para mí. La naturaleza de nuestro mundo es tan fuerte que se necesita un gran poder para alterar sus reglas. Pero os equivocáis al afirmar que todo es una fantasía inducida por los demonios. Existe un mundo espiritual llamado Annwn, que es paralelo al nuestro y está habitado por criaturas que sí poseen ese poder. Este ungüento puede abrirnos la puerta de ese mundo.

—¿Qué me estáis proponiendo exactamente?

Cèleste abrió su talega multicolor y extrajo un frasco sellado con un tapón de corcho y cera. Lo retiró para que Luis pudiera ver la pomada de color marrón oscuro. Él acercó la nariz, pero se apartó al sentir el picante y profundo aroma que emanaba.

—La sustancia contenida aquí os permitiría visitar ese mundo espiritual. Seguro que eso sería muy valioso para vuestro trabajo.

—Es… tentador —dijo Luis recordando sus experiencias con la hierba de los sufíes—. ¿Ya cambio tengo que llevaros conmigo a España? ¿Por qué queréis ir allí?

Cèleste le volvió a mostrar el dibujo de Hieronimus y le preguntó:

—¿Sabéis lo que significa una rana o un sapo en brujería?

—Seguro que eso lo sabéis vos mejor que yo —dijo Luis.

—Es un instrumento. Una herramienta para realizar un hechizo.

—¿Me estáis diciendo que el señor de Chièvres es un brujo?

—No, justamente os digo que es un esbirro. Alguien que está siendo utilizado.

—¿Por quién?

—¿No os parece extraño el modo en el que Carlos ha llegado al trono?

Las palabras de ella le hicieron recordar a Luis su conversación con Erasmo, y también la extraña reunión que había mantenido con el señor de Chièvres. Pero no iba a tratar de ese tema con una desconocida, así que dijo:

—Carlos es el nieto de Isabel y Fernando. Tiene todo el derecho dinástico.

—También es el nieto del Emperador… —dijo Cèleste al tiempo que daba unos golpecitos con el dedo sobre la caricatura—. «Austria reinará sobre todo el mundo», vos lo habéis dicho, y éste es el mensaje que nos dejó el desdichado Hieronimus Bosch.

—¿Qué mensaje?

—Que se ha usado magia negra para llevar a Carlos al trono de España…

—Eso que decís es muy grave. No quiero oírlo.

—El señor de Chièvres es sólo un peón en esta trama. Pero ¿quién está de verdad detrás de ella? —volvió a señalar el dibujo—. Hieronimus nos lo está diciendo aquí.

Luis se puso en pie y paseó en un silencio tenso por la habitación. Cèleste lo siguió con la vista, hasta que, al cabo de un momento, se volvió hacia ella y le dijo:

—¿Y cuál es vuestro papel en todo esto?

—Mi gente… es decir, mis maestros, detectaron que alguien estaba alterando el equilibrio de poder con magia… Por eso visité a Hieronimus Bosch, y él me confirmó que había pintado un retablo por encargo de Felipe de Habsburgo. Una pintura que puede ser utilizada para invocar a las criaturas que vosotros llamáis «demonios»…

—¿Nosotros?

—Los cristianos.

—Porque cuando decís… «mi gente», os estáis refiriendo a…

—A lo que la inquisición llamaría una secta diabólica —dijo ella con tranquilidad—. Pero mi religión es tan antigua como el propio mundo. Mucho más que la tuya.

—Oh, es asombroso —exclamó Luis llevándose las manos a la cabeza—. Lo único que me faltaba si regreso a España es hacerlo en vuestra compañía…

Ella volvió a percibir el temor de Luis ante la posibilidad de regresar a su país, lo anotó mentalmente para investigarlo más tarde. Le preguntó:

—¿Sabéis que la reina doña Juana se negó a que Felipe de Habsburgo fuese enterrado, y que repite una y otra vez que el rey sólo está dormido? Según Hieronimus Bosch, alguien se ocupó de arrancarle el corazón y enviarlo después a Bruselas, bien guardado en una caja forrada interiormente de oro, pero…

—¿Y eso qué significa? —Luis estaba cada vez más desconcertado.

—No lo sé. Bosch estuvo a un paso de revelármelo todo, pero fue asesinado ante mis ojos. Con vuestra ayuda podría averiguarlo, si me lleváis a la Nao Real.

Luis se acercó a la puerta, apoyó una mano en el pomo, y dijo:

—Lo siento, pero no puedo ayudaros.

—¿Por qué? ¿De qué tenéis tanto miedo?

—¿De qué? —Luis estuvo a punto de soltar una carcajada, pero la contuvo porque sabía que iba a sonar como la risa de un loco—. En un momento me habéis hablado de brujería, herejía, lesa majestad, alta traición, y… bueno, y creo que algo más que se me escapa ahora… ¡Y venís a decirme todo esto sabiendo que estoy al servicio del señor de Chièvres! ¿Cómo es posible que tengáis tanta desfachatez?

—Sé que estoy corriendo un gran riesgo al deciros esto, pero no me importa. He venido a buscaros después de mucho tiempo y fatigas porque pensé que erais la clase de hombre que me ayudaría… ¿No queréis saber de qué va todo esto? ¿Acaso no os interesa nada de lo que os he contado?

—No os denunciaré, pero no voy a ayudaros. Y no quiero volver a veros nunca —Luis abrió la puerta e invitó a la bruja con un gesto a que saliera—. Aceptadlo, Cèleste, os habéis equivocado por completo al venir a verme.

La muchacha guardó un largo instante de pensativo silencio, con los ojos clavados en Luis. Se había preguntado qué clase de hombre era, y ahora empezaba a comprenderlo. Era un hombre con el alma perdida en la estrechez y el miedo. No imaginaba las causas de esa fractura interna que ahora le parecía tan evidente. Pero él no sabía quién era, y lo más seguro es que estaría en este desconocimiento durante el resto de su vida. No podía ayudarla, puesto que había sido incapaz de ayudarse a sí mismo para salir de aquella sima. Al final, Cèleste apartó la mirada y dijo:

—Sí, eso parece.

Luis abrió la boca, pero no dijo nada. Con un gesto menos cortés, señaló de nuevo la calle. Ella frunció el ceño. Con un movimiento rápido cruzó la puerta y le dio la espalda. Se marchó sin volver a dirigirle la mirada.