Arenemuiden, 22 de julio de 1517
A fuerza de remos, navegando con las banderas desplegadas, las barcas desfilaban frente a los espectadores, que vitoreaban mientras sonaban trompetas, tambores y pífanos. Luego se fueron alineando en espera de la señal para comenzar la regata.
En el puerto, en una playa cercana, en barcas cercanas a la orilla, se habían congregado centenares de sudorosos ciudadanos de Arnemuiden. Hacía mucho calor. El invierno de aquel año fue largo, húmedo, y se había apropiado de una buena parte de la primavera. El verano había llegado inesperadamente, trayendo un calor sofocante, cargado de humedad y salitre que los vientos arrastraban desde el Océano.
Un cañonazo lanzado desde la nave capitana fue la señal para que los remos se clavaran en el agua y comenzase la competición.
—Vamos, Luis, que esto ya está visto —dijo el joven Guillermo de Croÿ con impaciencia, mientras se secaba el sudor de la frente con un pañuelo de seda roja.
Resultaba evidente que sus aparatosas vestiduras de prelado no eran lo más apropiado para ese calor, pero Luis hizo un gesto con las manos pidiéndole calma a su pupilo. En aquella ciudad todo el mundo parecía nervioso, y todos los festejos y banquetes no hacían otra cosa que intentar enmascarar una situación complicada.
Ya se habían cumplido casi dos años de la muerte de Fernando el Católico, y la flota de naos que debía llevar a Carlos a España continuaba atracada frente al puerto de Arnemuiden. El propio rey y su consejo habían tenido que esperar en aquel lugar aburrido durante gran parte de ese tiempo. No había otra razón que dar a entender que se podía zarpar en cualquier momento, en cuanto los vientos se mostrasen propicios, aunque éstos no lo hubiesen sido en toda la estación. Se quería mantener esta apariencia porque una gran parte de la nobleza de Bruselas se oponía a la marcha de su señor hacia un país extranjero y había corrido el rumor de que todo aquello era un artificio. Que ni el rey ni sus acompañantes tenían verdadera intención de partir. Al poderoso señor de Chièvres le preocupaba que ese rumor pudiera llegar a relajar la confianza de los nobles que sí estaban dispuestos a viajar a España como séquito de Carlos, y que se produjeran deserciones y más retrasos.
A punto de terminar la estación, la flota seguía inmovilizada por vientos contrarios o desgracias inconcebibles. El otoño estaba a la vuelta de la esquina, y su llegada supondría tener que esperar un año más.
Mientras tanto, la nobleza se había instalado lo mejor que había podido en Middelburgo, la capital de la isla de Zelanda llamada Walcre. Cada tarde los dignatarios y sus esposas solían descender en barca por el canal que comunicaba la ciudad con el puerto de Arnemuiden, hasta las grandes naos ancladas. Para entretener la espera, los capitanes ofrecían fastuosas cenas a bordo de sus naves y organizaban regatas.
—Vamos, Luis, que no tengo ganas de aguantar bajo el sol otra absurda competición —dijo el cardenal mientras se daba la vuelta y se dirigía hacia la ciudad.
El joven Guillermo de Croÿ era el segundo hijo del conde de Porcián. Gracias a las influencias de su familia, con sólo diecisiete años era obispo de Cambray, y dos semanas antes había recibido el capelo cardenalicio de manos del abad de la iglesia de Middelburgo, donde se celebró la ceremonia de investidura. Desde entonces, en vista que el viaje a España se retrasaba una y otra vez, Luis se había hecho cargo de la educación del flamante cardenal. Se sentía a gusto con Guillermo, que era un joven inquieto e inteligente, con quien había trabado rápidamente una sincera amistad. Pero, sobre todo, porque el viaje a España se retrasaba indefinidamente y el valenciano confiaba en que ahora que Guillermo estaba bajo su tutela ya no tendría que embarcar.
De modo que muy bien podía consentirle un poco de aquella impaciencia tan propia de sus años. Lo siguió en silencio por las callejas del puerto, hasta una de las casonas acondicionadas como alojamiento para los capitanes y jefes de la flota.
Subieron hasta una habitación del primer piso y Guillermo comprobó que sus criados le habían dejado una bolsa llena de ropa, tal y como les ordenara.
—Luis, tú que eres tan sabio —dijo mientras empezaba a desvestirse—, ¿puedes explicarme por qué las vestiduras cardenalicias son tan incómodas?
—Nunca me he ocupado en desarrollar una teoría que lo explicara, eminencia.
El joven arrojó a un lado la casulla y empezó a desabotonar la camisa.
—Llámame Guillermo. Solo Guillermo, ¿de acuerdo? No se te vaya a escapar lo de «eminencia» allí adonde vamos.
—Nada de esto me parece una buena idea.
Guillermo se colocó un jubón de paño azul con brahones en los hombros.
—Sí, ya sé. Me lo llevas repitiendo toda la tarde. La verdad es que tenía otra imagen de la gente de tu tierra. Tenéis fama de galantes y placenteros, y yo te imaginaba más decidido, Luis.
—Siento haberte decepcionado, mi señor, pero si le das el mínimo crédito a esa clase de tópicos, errarás siempre.
—En Roma contaban que las mujeres de Valencia van por la calle con los pechos al aire. Asomando los pezones por el escote de sus camisas…
—No es cierto. Se trata de otro mito.
—Qué pena —dijo el muchacho soltando una risotada.
Lucía una perilla bastante delgada, con aspecto de haber crecido con gran dificultad sobre su casi lampiño rostro de mozalbete. Alzó las cejas para indicarle a Luis que se trataba de una broma, pero al ver que éste permanecía circunspecto, añadió:
—Eres demasiado serio para tener casi mi edad, amigo mío.
—Tú puedes permitirte no serlo, eminencia. No arriesgas nada.
—¿Lo dices por mi tío?
—Por tu tío lo digo.
—¿Por qué? ¿Temes que no apruebe nuestra salida de hoy?
—Porque estoy seguro de que no va a aprobarla.
—Pero yo estoy decidido a ir a esa taberna. Lo de andar haciendo regatas de un lado a otro del puerto no es mi idea de pasar el tiempo, lo lamento. Y, en cualquier caso, mi tío agradecerá que tú me acompañes y que cuides de mí antes de dejarme ir solo.
—Me agradecería que hubiera tenido la inteligencia suficiente para quitarte esa idea de la cabeza. Igual que la de tu afición por los libros de caballería…
Guillermo se había ajustado unas calzas negras y largas, que sujetaba con agujetas al jubón. Terminó calzándose con botines, también negros.
—Ya estoy listo —dijo—, podemos irnos si te parece.
Suspirando, Luis abrió la puerta y le cedió el paso a su pupilo.
—Sobre la cuestión de los libros de caballería… —dijo Guillermo de Croÿ mientras descendían por las escaleras—, puedo asegurarte, Luis, que se puede aprender más de ellos sobre las cosas verdaderas del mundo, que en esos otros libros en latín y griego a los que tú eres tan aficionado.
El valenciano no se molestó en responder. Salieron a la calle y caminaron juntos, en silencio, por caminos estrechos y empapados por el olor a salitre y a pescado. Rodearon el canal hasta llegar a una pequeña taberna de fachada erosionada por el aire húmedo del mar, situada en una callejuela que no estaba muy lejos del puerto. Entre dos edificios asomaba un retazo de mar en el que se alineaba la flota cerca del horizonte. Y, aunque entonces era invisible para ellos, el barullo y la música de la regata les llegaba con toda claridad.
—¿Por qué ese interés por el vino español? —preguntó Luis a su pupilo.
Al parecer alguien había informado al joven cardenal sobre la llegada, esa misma mañana, de un barco con un cargamento de cubas de vino español, y que esa taberna había comprado una de ellas.
—En Roma probé el vino de allí y me gustó. Ahora que te conozco, amigo mío, quiero probar el de tu tierra.
Luis alzó la vista hacia el cartel oxidado e ilegible del antro e hizo un gesto de escepticismo.
—Nadie nos asegura que vaya a ser un vino de buena calidad.
—Por eso hay que comprobarlo, y tú me tienes que dar tu opinión. ¿No es eso lo que dices siempre, querido maestro, que hay que comprobar las teorías para hacerlas ciertas?
—Sin duda. Eso es lo que nos distingue de los bárbaros.
—Pues no seamos bárbaros y vayamos dentro.
Los dos se fundieron con el oscuro interior. Los olores de la taberna eran nuevos y sugerentes. Al cruzar la puerta les llegó el aroma a bollos de manteca, a lúpulo y a vino. El aire estaba saturado de voces y conversaciones, con un discurso que quizás era menos intelectual que el de la universidad, pero igual de apasionado. Una vez que sus ojos se acostumbraron del todo a la penumbra, Luis pudo distinguir unas cubas al fondo, con las cédulas que indicaban el precio del vino colgando de ellas, y un mostrador con los instrumentos de medida para la venta al por menor. Las mesas y bancas de madera que llenaban el espacio intermedio estaban repletas de parroquianos, bebiendo y hablando a gritos. A los flamencos les gustaba la conversación por sí misma, e idolatraban los chismes y las historias de lances. Unos estaban concentrados en jugar a los naipes. Otros bebían. Algunas parejas, ajenas a todo, se acariciaban y besaban como si vivieran en un mundo aparte.
Las mesas se iluminaban con cabos de vela. Ardían en el centro de cada una de ellas, sobre colinas de cera, y parecían una constelación de estrellas enturbiadas por el humo. Guillermo le indicó a su maestro una mesa vacía cerca de la puerta.
—Ocupa ese sitio y espérame. Voy a preguntar a ver si tienen o no ese vino de España.
—¿No sería mejor que preguntase yo, y que tú me esperaras aquí?
—Con tu acento extranjero el tabernero podría tener la tentación de darte gato por liebre. No, es mejor que sea yo quien vaya a preguntar.
Mientras Guillermo se dirigía hacia la barra, Luis ocupó la mesa. El tablero de madera estaba empapado de vino y tuvo que andar con cuidado para no mancharse.
Una joven le sonreía y lo miraba fijamente mientras avanzaba hasta situarse junto a él. Tomó asiento en el banco de su lado.
—Lo siento, pero ese sitio está ocupado… —empezó a decir Luis.
—Decidme, ¿al final encontrasteis a alguien que os zurciese la manga?
Luis alzó la vista y contempló a la chica como si intentase hacer memoria.
—¿Acaso no me recordáis? —dijo ella.
—Claro que sí. Hace casi un año… en Bruselas…
—Casi un año, sí. ¿No os parece asombroso cómo pasa el tiempo? —Y antes de que él respondiera, añadió—: Escuchadme, necesito hablaros… Pero no ahora. No aquí.
—Cuando deseéis, yo…
La muchacha se giró hacia la barra para mirar durante un instante a Guillermo de Croÿ. Luego devolvió su atención a Luis.
—Me llamo Cèleste y necesito vuestra ayuda.
—¿Mi ayuda?… Claro, si hay algo que pueda hacer por…
—Quiero viajar a España a bordo de la Nao Real. Eso sólo sería posible si me convirtieseis en vuestra amante…
—¿Qué?
La sorpresa estuvo a punto de hacer que Luis se pusiera en pie de un salto, pero se controló rápidamente. Sonrió. ¿Era todo aquello una broma de Guillermo?
—Entendedme, sólo os estoy pidiendo que finjáis que somos amantes para…
—Yo estaría encantado —dijo Luis—, y os aseguro que es el mejor ofrecimiento que me han hecho hoy. Pero me temo, Cèleste, que el viaje a España está prácticamente cancelado. Al menos por una estación más. Pronto cambiarán los vientos y…
—Os equivocáis —le cortó ella—. Ese viaje se hará, y muy pronto.
—No lo creo —repuso el valenciano algo nervioso—. En todo caso, yo estoy ahora comprometido en la educación de Guillermo de Croÿ, y no creo que…
Cèleste miró de nuevo hacia la barra y dijo:
—Parece que vuestro joven cardenal viene hacia aquí —se puso en pie y retrocedió un paso hacia la oscuridad—. Eso significa que tenemos que dejar nuestra conversación para otro momento. Hasta pronto, Luis Vives.
Esta vez el valenciano sí se levantó de un salto.
—¿Cómo sabéis mi nombre?
Cèleste sonrió. Caminó hacia atrás varios pasos, y su figura alta, sinuosa, desapareció entre el humo y la penumbra del fondo de la taberna.
—¿Qué sucede, Luis? ¿Con quién hablabas?
Guillermo de Croÿ sujetaba un pichel de vino en una mano y dos vasos en la otra.
—Con nadie, yo…
—Vi que había una chica a tu lado.
—Se sentó aquí un momento y luego se marchó. Creo que me ha confundido con otra persona.
Guillermo acercó un banco a la mesa arrastrándolo con un pie y luego se sentó en él. Dejó el pichel y los vasos sobre la madera húmeda de vino.
—Es posible que le gustases —sugirió mientras escanciaba.
—Eso es absurdo.
—¿Qué tiene de absurdo? Tú no estás sujeto como yo por un voto.
—Te aseguro que no sé quién era esa muchacha.
—En ese caso… —dijo Guillermo de Croÿ mientras le entregaba un vaso a Luis—, brindemos por esa bella desconocida. Porque algún día volvamos a encontrarla.
Alzó su vaso lleno de vino. El valenciano sonrió y brindó con el joven cardenal.