El guardia que custodiaba la entrada conocía a Íñigo. Éste sólo tuvo que pedírselo y él abrió la reja. Luego se hizo a un lado y los dejó pasar sin hacer ninguna pregunta.
Cèleste se adelantó unos pasos y se detuvo embelesada por la sorprendente arquitectura de aquella capilla redonda del convento de Santa Clara. Un anillo de doce columnas de mármol claro sujetaba una bóveda semiesférica, cruzada de nervios trabados y decorada con mocárabes de compleja estructura. Toda la sala parecía un homenaje a las tradiciones de construcción de los musulmanes.
—¿No te recuerda nada esto? —le preguntó la bruja a Íñigo, cuando éste se colocó a su lado para admirar como ella el lugar.
—¡Por Dios que sí! —exclamó el muchacho—. Es como una versión en miniatura de la caverna en la que dormía Sigurd. Esos adornos del techo…
—Almocárabes. Su nombre es «almocárabes».
—Sí, bueno… Me recuerdan a esos carámbanos de piedra que hay en el interior de las cuevas…
—Eso es exactamente lo que pretenden simular. Por lo que sé, las cuevas también forman parte de la tradición de los musulmanes.
En el centro geométrico de aquella sala circular había un túmulo de piedra cubierta por un lienzo negro. Bajo la tela se adivinaba la forma de un cuerpo humano.
—Por favor, espera un momento aquí —dijo la bruja.
Se acercó al túmulo y apartó el lienzo. El cuerpo de Felipe de Habsburgo yacía allí, tumbado de espaldas sobre la fría piedra desnuda. Había sido conocido como el Hermoso, pero de esa belleza ya no quedaba nada. Su piel era como cuero reseco pegado sobre su calavera. Las cuencas hundidas como si los ojos hubieran desaparecido. Los labios contraídos en una macabra sonrisa que descubría sus dientes. El pelo enmarañado, como una aureola alrededor de su cráneo. Iba vestido con sus mejores galas, con una casaca de terciopelo con cuello de armiño, que alguna vez debía de haber sido púrpura, pero que ahora estaba apolillada y descolorida.
Tenía el collar de oro del Toisón sobre el pecho. Cèleste lo apartó y cortó los cordones que sujetaban su camisa. Al abrirla vio las costillas que sobresalían como aros a punto de rasgar la piel. Y, entre ellas, un profundo corte que dividía la caja torácica en dos. Introdujo la mano en aquella herida reseca y la volvió a sacar al instante.
—¿Le sacaron el corazón? —preguntó Íñigo, que lo observaba todo desde detrás.
—Sí. Hieronimus Bosch ya me lo había dicho. Se lo sacaron y lo enviaron a Bruselas dentro de un cofre forrado de oro. Pero pensé que quizá no fuera cierto.
—Sin corazón no puede regresar de su sueño, ¿no es así?
—No. A todos los efectos está muerto.
Cèleste alzó la vista y se quedó mirando el laberinto de dibujos que decoraban las paredes. Eran de una complejidad asombrosa, casi como tejido vivo creciendo y entretejiéndose. Intentó seguir el rastro de una de aquellas decoraciones cruzándose una y otra vez con las demás y creando elegantes lazos, hasta que su vista se confundió. Entonces se retiró un poco hacia atrás y volvió a mirarlo, intentando no concentrarse en ningún punto en concreto, dejando que sus ojos extrajesen un sentido del conjunto.
Y entonces lo descubrió. Inscritas en aquel artesonado, enlazándose entre los motivos vegetales, ocultas entre ellos, había letras cúficas esperando a ser descubiertas por un ojo avisado. Cuando comprendió su existencia, no le resultó difícil seguir todo el texto que rodeaba la sala como una cenefa sobre los capiteles de las columnas.
Cèleste giró sobre sus talones, mientras sus ojos recorrían aquel mensaje oculto.
—¿Qué sucede? —le preguntó Íñigo.
—Ssssh. —La bruja se llevó un dedo a los labios.
—No, dime qué pasa.
—Hay un texto oculto en la decoración de las paredes…
—¿Un texto? No puedo ver ninguna letra.
—Es escritura árabe.
—¿Y puedes leerlo? ¿Lo entiendes?
—No, pero puedo memorizarlo y luego buscar a alguien que me lo traduzca. Sospecho que es un mensaje dejado por mi madre. Ahora, por favor, no me hables durante un momento… Ya está, gracias.
—¿Lo has memorizado? —Íñigo miró a la mujer con admiración.
—Se nos entrena para ello. No es conveniente guardar los textos mágicos con nosotras. Puede ser muy comprometedor.
—Entiendo. ¿Qué piensas hacer ahora?
Cèleste se volvió hacia él.
—Voy a viajar hasta Granada. Intentaré encontrar a mi madre. Quizá este texto que he descubierto me ayude, cuando logre traducirlo. ¿Qué vas a hacer tú?
—Debo ir hasta la villa de Roa, para reunirme allí con el cardenal Cisneros e informarle de que todo ha ido bien con el rey. Si me acompañas, luego yo puedo acompañarte hasta Granada. Viajarás más segura conmigo.
—¿Que te acompañe ante el Inquisidor General? —la bruja soltó una risita—. Me parece que no. Además, sé cuidarme sola.
—Sí, eso ya lo he visto. —Íñigo sonrió—. Entonces, ¿esto es una despedida?
—¿Quién sabe? Quizá nuestros caminos vuelvan a cruzarse, mi buen Íñigo de Oñaz y Loyola. Y si no es así, te deseo que consigas todo aquello en lo que te empeñes.
—Que así sea. Y yo te deseo lo mismo, Cèleste.