Noviembre de 1517
Desde el otro lado del río, sólo era posible ver las torres más altas de Tordesillas. Un muro de piedra y adobe ocultaba la vista de sus calles y casas. La comitiva real descendió por el parapeto que bordeaba la barranca rocosa de aquel margen del Duero, y, tras cruzar un hermoso puente de siete arcos, entró en la villa.
El reencuentro con la madre del rey había sido cuidadosamente planificado horas antes. El duque de Estrada y fray Juan de Ávila, el confesor de la reina, se habían reunido con Carlos y Chièvres en la cercana Villanubla. Acordaron que ellos irían delante, para avisar a doña Juana de la llegada de sus dos hijos y del señor de Chièvres, y rogarle audiencia.
Llegaron a la casona donde estaba alojada la reina. Grande y tosca, con las paredes blanqueadas con cal, de tres pisos de altura, situada cerca del río y flanqueada por otras casas muy juntas entre sí. Ni siquiera era el palacio original de la villa, que había sido transformado muchos años atrás en un convento para las monjas de Santa Clara. Aquella casona pertenecía a la devota esposa del rey Enrique II, otra reina Juana, que la había mandado construir sólo para estar cerca de las monjas.
La sensación que causó aquel edificio a los exquisitos y sofisticados nobles borgoñones fue de asombro por su extrema pobreza. No tenía nada de especial, ni siquiera en lo que se refiere a los materiales de construcción (ladrillos, adobes, madera), que carecían de la nobleza de la piedra labrada. Las paredes tampoco lucían ningún adorno, excepto unos ingenuos motivos pintados en torno a alguna ventana o puerta para destacarla. Y lo que era peor, el humilde estuco de las paredes estaba agrietado y desportillado, mostrando las inconfundibles huellas de la ruina y el abandono.
—¿Seguro que es aquí? —preguntó uno de los borgoñones, horrorizado—. ¿Éste es el «palacio» donde se aloja la reina de España?
—Lamento que te ofenda su pobreza, amigo mío —le dijo Diego de Guevara algo amoscado—. Sin duda que los palacios españoles carecen de la grandeza que de los flamencos a los que estás acostumbrado. Pero ten en cuenta que durante siglos hemos sido una nación en guerra, y nuestros reyes han llevado una vida nómada, viajando de un lado a otro, empeñados en continuas luchas contra los musulmanes. Gracias a su esfuerzo, vosotros os librasteis de ser invadidos por los moros, y así pudisteis dedicaros a construir hermosos palacios.
—¿Y quién puede saber lo que podría haber sucedido? —replicó el borgoñón sin dejarse impresionar por las palabras de Diego.
Todas las ventanas de la casona estaban cerradas. No dejaban ver nada del interior, manchas de madera oscura que miraban desde las paredes blancas. Entonces la puerta principal se abrió y salieron dos hombres. Uno de ellos era un guardia con una deslucida coraza y un arcabuz terciado. El otro era un civil, bajo y robusto, con pelo rubio que comenzaba a encanecer y ralear. Mientras hincaba la rodilla para reverenciar al rey, dijo que era Luis Ferrer, el cortesano que había recibido el encargo del propio Fernando el Católico de custodiar a la reina. En ese momento aparecieron también el duque de Estrada y fray Juan de Ávila, que les anunciaron que doña Juana estaba preparada para recibirlos en sus aposentos.
Carlos echó pie en tierra y ayudó a su hermana Leonor a bajar de la carreta en la que ambos viajaban. En los días de camino que habían transcurrido desde San Vicente, el joven rey se había repuesto por completo. El señor de Chièvres se unió a ellos y le ordenó a Ferrer que los guiase a presencia de su majestad.
Atravesaron un gran salón cuyas frías paredes desnudas habían sido decoradas con grandes tapices procedentes de los Países Bajos.
Chièvres se retrasó un poco para hablarle en voz baja a Carlos.
—Recordad, majestad, que según las leyes españolas ella es la única soberana. Eso complica nuestra posición aquí, ya hemos recibido rumores sobre el malestar de algunos nobles españoles. Para muchos de ellos sólo somos usurpadores extranjeros que venimos a robarles lo poco que tienen. Aún no representan un peligro real, pero la reina siempre tendrá partidarios que piensen que está encerrada aquí contra su voluntad.
Carlos sacudió la cabeza.
—Amigo mío, ¿por qué es todo tan complicado? Partidarios de mi madre, partidarios de mi hermano Fernando… Te pido, señor de Chièvres, que tengas fe en mí, porque estos asuntos familiares soy yo quien debe solucionarlos. Ahora mismo, lo único que desea mi corazón es volver a ver a mi madre.
—Por supuesto, majestad —dijo Chièvres torciendo el gesto.
Llegaron a la puerta de la cámara de la reina y el duque de Estrada se volvió hacia ellos y dijo:
—Su majestad desea hablar en primer lugar con vos, señor de Chièvres, al parecer os recuerda como un buen amigo de su difunto esposo. Luego, cuando salgáis, pide que entren sus hijos.
—Lo haremos todo como ella quiere —gruñó el privado mientras empujaba la puerta de la cámara.
Se escucharon unos gritos de mujer y Chièvres volvió a salir al instante. Tenía el rostro rojo de ira.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó Leonor, mirándolo asombrada.
—Nada importante, mi señora. La enfermedad ha confundido los recuerdos que tiene doña Juana, porque ha vertido las acusaciones más absurdas sobre mi persona… —Se volvió hacia Carlos—. Ciertamente creo que no es el momento de tratar esos temas, majestad, sino el de que os reunáis al fin con vuestra señora madre.
Carlos asintió, tomó a su hermana del brazo y entró con ella en la cámara.
La habitación era oscura, con unas diminutas ventanas enrejadas como única fuente de luz. Las paredes estaban cubiertas con tapices que representaban la Anunciación a la Virgen, su coronación, y el nacimiento de Cristo. Carlos tuvo la sensación de que habían sido colocados sólo unas horas antes para cubrir la desnudez de las paredes. Sin ellos, aquella estancia parecería lo que realmente era: una cárcel.
En una chimenea ardía perezosamente un tronco solitario que apenas alcanzaba para calentar la habitación. El tiro no debía ser muy bueno, porque el lugar estaba lleno de humo y apestaba a cerrado.
Doña Juana los esperaba sentada al fondo, de espaldas a una de las ventanas, con el contraluz ocultando sus rasgos. Junto a ella, en una silla pequeña, una niña vestida de negro, con unas ropas que eran una copia de las que llevaba la reina. Carlos comprendió que aquella niña era su hermana, Catalina, que había nacido durante el dramático viaje de Juana con el cadáver de Felipe, y se había visto obligada a sufrir el mismo encierro que su madre.
—¿Vosotros sois mis hijos? —preguntó Juana—. Yo creo que no. Acercaos…
Carlos y Leonor hicieron una profunda reverencia y caminaron hacia ella. El piso de madera vieja crujía a cada paso. El olor a moho y podredumbre se volvía cada vez más intenso. Cuando los dos hermanos llegaron frente a su madre, Carlos pudo por fin distinguir su rostro. Ya no guardaba ningún parecido con la hermosa adolescente que había visto tantas veces representada en los retratos que casi los confundía con sus verdaderos recuerdos de ella.
—¿Quiénes sois? —preguntó la desconocida mujer que los miraba desde la silla.
Los miraba fijamente con su rostro ceñudo y sus ojos hundidos en las cuencas. Estaba muy delgada, con los huesos de los hombros destacando como si fueran a romper el vestido. El pelo enmarañado y gris, recogido con un moño sobre la nuca, Su cara era una máscara dominada por una expresión de curiosidad tan intensa que aterrorizaba.
Leonor se dio la vuelta y empezó a sollozar tapándose la boca.
—¿Sois mis hermanos? —preguntó la niñita que estaba junto a ella con una voz encantadora, y a Carlos se le encogió el corazón al pensar en la oscura existencia que había llevado aquella pequeña.
—Sí. Yo soy tu hermano Carlos y ella es tu hermana Leonor.
—Fray Juan nos dijo que debíamos hablaros en francés… Pero yo no sé si lo hago bien.
—Lo hablas perfectamente —dijo Carlos aguantándose las lágrimas.
Doña Juana se puso entonces en pie y se acercó a Carlos. Alargó una mano y la puso sobre su mejilla. Le giró suavemente el rostro, para mirarlo a la luz que entraba por la ventana y proyectaba las sobras de las rejas por toda la habitación.
—Sí, sois mis hijos —dijo la reina mientras su gesto de extrañeza se suavizaba—. ¡Qué mayores os habéis hecho en tan poco tiempo!