VIII

EL PADRE Y LA HIJA

Aunque mal estudiante, Joe ha cogido la idea de alguno de sus profesores de que la etimología de una palabra aclara en parte su concepto o, por lo menos, aclara su historia.

De ahí que se le haya ocurrido esta disertación:

Burdel, en español, viene de bordel, francés, y parece que bordel se pronunciaba antes bordean; es decir, bord d’eau (‘al borde del agua’). Según esta etimología, burdel sería primitivamente una casa al borde del agua.

En cambio, la palabra lupanar viene del latín Lupa (‘loba’).

En el norte de Europa, tierra de ríos y canales, florece el burdel; en el sur, en los países de sol, el lupanar.

El burdel es el prostíbulo a orillas de una corriente de agua. El lupanar es el leño de las tierras secas.

El Rietdijk, de Amberes; el Château Rouge, de París o el Wapping, de Londres, son barrios de burdeles.

San Juan, de Marsella; las Atarazanas, de Barcelona; la calle de Ceres, de Madrid, son barrios de lupanares.

En el burdel se estafa y se roba. En el lupanar se mata con la navaja o con el puñal.

En el burdel se conoce al marino, el opio y la droga de Oriente. En el lupanar hay relaciones con el criminal, con el hombre de presidio.

La mujer del burdel tiene algo del animal acuático, como la nutria; la del lupanar, algo del animal de monte, feroz y terrible.

«Los burdeles» Fantasías de la época

Pocos días después Baur escribió una carta a Larrañaga, muy humilde, pidiéndole el dinero necesario para tomar el tren, y diciéndole que comprendía que era un artista fracasado, hundido en todos los vicios, y que debía alejarse de su hija para siempre. A los tres o cuatro días de recibir esta carta, Nelly recibió otra, en la cual su padre le pedía dinero y le decía que se encontraba enfermo en Ámsterdam.

Larrañaga pensó inmediatamente que esto sería mentira; pero Nelly no quería creerlo así y le daba gran pena y dolor el suponer que su padre pudiese estar enfermo en un rincón, en una ciudad desconocida.

Nelly pidió a Larrañaga que fuera a ver a su padre.

Olsen le advirtió a Larrañaga que tenía un amigo en Ámsterdam que era de la Policía, y le dio las señas de su casa.

El danés le dijo que lo mejor que podía hacer antes que nada, si iba a Ámsterdam, era presentarse a su amigo.

Larrañaga así lo hizo.

El de la Policía conocía ya al padre de Nelly y sabía su historia. Tenía su ficha, enviada desde Berlín. Baur era un borracho, hombre de suerte con las mujeres, a quienes había explotado, y que no había podido vivir tranquilo por envidia y por mala intención.

El padre de Nelly, en su carta a su hija, ponía sus señas en un hotel de Hoogstraat.

El policía dijo que conocía el sitio; el hotel estaba en un barrio de mala fama del centro de Ámsterdam, barrio de vicio, en donde se reunían perdidos de todas partes, vagabundos y comunistas.

Si iba Larrañaga al hotel de Hoogstraat, el policía le acompañaría.

—¿Está lejos de aquí?

—No. Está en el centro de la ciudad, cruzado por dos canales viejos, el Oudezijds Voorburgwal y el Oudezijds Achterburgwal. Es un barrio que queda apartado y aislado de los demás.

El de la Policía y Larrañaga entraron por la avenida que une a la estación con la plaza principal, o Dam, en el barrio del vicio.

Eran unas cuantas callejuelas, verdaderamente siniestras, que tenían una vida aparte del resto de la población.

Marcharon al borde de un canal, un canal negro, de agua inmóvil, que de noche parecía un asfalto o betún espeso, sobre cuya superficie se veían montones de papeles y de paja y estallaban pestilentes burbujas.

Los faroles espaciados iluminaban la calle misteriosa y trágica.

A ambos lados se veían casas pequeñas, de ladrillo, de todos los colores. En los entresuelos estaban los burdeles. Por una ventana de guillotina se veían cuartos, iluminados con una luz fuerte, azul o rosa, y una mujer o dos escotadas, que se exhibían, algunas con el pecho al aire, casi todas con los brazos desnudos.

Una escalera pequeña subía a cada casa. El cuarto del burdel aparecía atestado de muebles.

En una mesa o en el alféizar de la ventana había un jarrón con flores o un gramófono.

En los puentes que cruzaban el canal, apoyados en la barandilla, se veían tipos siniestros de chulos, con sus gorrillas, los runners, en acecho, esperando algo.

Aquellos canales se hundían, en algunas partes, entre casas grandes y negras, con todas las ventanas iluminadas, que debían ser fábricas o almacenes en que se trabajaba de noche.

Las luces de los faroles se reflejaban en el agua siniestra y daban a toda la calle un aire clásico de aguafuerte.

Algún albergue chino, cuadrado, como una caja de puros, con las paredes pintadas de negro y con letras blancas, se destacaba entre las demás construcciones de la calle.

Asomándose a aquellos albergues se sentía un olor de establo, y algunos celestes, tristes, vestidos a la europea, como si el traje civilizado les diera mayor melancolía, descansaban sentados en unos bancos. En el fondo se veían camas donde otros chinos esqueléticos, tendidos, quizá fumaban opio.

En la calle, en algunos bares, se oía el sonido de los organillos y de los gramófonos, y algunas muchachitas, jóvenes y pintadas, bailaban juntas en el arroyo.

Este aire de paraíso de burdel, con sus luces azul y rosa, en el infierno del canal negro y fétido, tenía mucho carácter; no había las mujeres elefantinas de los lupanares meridionales, mujeres pesadas, grasientas y terribles; no abundaban tampoco los Ganímedes afeminados de los puertos orientales.

En aquellos burdeles había mujeres fuertes, agresivas, algunas con un aire amable.

En otros, el burdel tenía delante una especie de bar, con tabaco y licores; después, una cortina, y en el fondo, una alcoba.

Al pasar por este barrio del vicio, Larrañaga vio una sala iluminada, como de una capilla, donde unas muchachas rubias cantaban salmos religiosos, acompañadas de los sonidos de un armonio.

Preguntaron el policía y Larrañaga en el hotel de Hoogstraat por el cómico, y la dueña de la casa les dijo que estaría en una taberna próxima.

La taberna se hallaba en la parte baja de una casa grande y negra. Era un cuarto pequeño, repleto de muebles, con una ventana de guillotina, que daba a un canal, de donde llegaba un vago olor a agua en putrefacción.

El policía llamó y mostró su medalla a la mujer del burdel, que parecía una mujer inteligente y amable.

Le preguntaron por el padre de Nelly y le dieron sus señas.

—Sí, aquí está ese hombre —dijo la mujer—. Está jugando a las cartas con otros.

—¿Tiene dinero?

—Alguno; pero ha dicho que tendrá más; porque asegura que su hija está protegida por un español millonario.

Le pasaron al policía y a Larrañaga a un sitio sin ventilación y con un olor raro.

El cómico estaba jugando a las cartas y bebiendo, en compañía de unos granujas.

«¿Qué hay? ¿Qué quiere usted?», le preguntó el farsante a Larrañaga malhumorado.

Larrañaga le reprochó el haber alarmado a su hija, que estaba muy grave, diciéndole que se encontraba enfermo, y él, para excusarse, alegó que el día antes de escribir la carta le habían atacado varios hombres de noche, le habían atado y luego golpeado violentamente. Larrañaga le hizo escribir al cómico una carta para su hija diciéndole que no tenía nada, y que uno o dos días después iría a visitarla a Rotterdam. Salieron.

—Alguno estaba fumando ahí opio —dijo el policía.

—¿Lo ha notado usted por el olor?

—Sí.

Ya concluido este asunto, Larrañaga tomó el tren para ir a su casa.

Yendo en el tren, de noche, miró por una puertecilla en el compartimento próximo y vio a una mujer que se parecía algo a Nelly y le dio la impresión de que era un cadáver.

«Soy un visionario», se dijo a sí mismo; pero le entró el terror al pensar de que iba a llegar a casa y a encontrar muerta a la muchacha.

Al llegar a casa, la chica estaba igual. Le dio la carta que le había entregado el padre y estuvieron hablando largo rato.

Al ir a acostarse, pensaba: «Hay, seguramente, hombres afortunados, para quienes el amor viene unido con una gran confianza en la vida. Desgraciadamente, para mí mis amores vienen unidos a desconfianza y a tristeza. Con Margot, era el temor de ser burlado y puesto en ridículo. Con Nelly, la idea de la enfermedad y de la muerte, que se cierne sobre ella».

Larrañaga los demás días tenía que fingir con Nelly una indiferencia y una frialdad que espontáneamente no sentía. Estaba ya constantemente espantado. La inminencia de la catástrofe era para él segura. Le dominaba con frecuencia la angustia, que ahora se había hecho en él crónica. Siempre que hablaba con Nelly, le entraban horribles pensamientos y fantasías fúnebres. ¡Cómo quedaría la muchachita en la caja de muerto! ¡Cómo estaría en la tumba!

Nelly iba muriéndose por días; hablaba mucho; decía que para ella los dos años de Rotterdam habían pasado como en un sueño, porque había conocido el amor, la tranquilidad y la dicha.

Larrañaga la contemplaba con admiración y con espanto.

Ella tenía en su cerebro, ya débil, impresiones distintas a las personas que vivían la vida corriente, y su enfermedad le producía a veces, más que dolor, un gran bienestar.

El mismo día que murió Nelly se presentó su padre un tanto borracho.

Aquel hombre, que se condolía tanto con sus penas, miraba con curiosidad, con los ojos secos y fríos, la muchacha muerta, tendida en la cama.

Nelly murió sin dolor, recostada en los almohadones, soñando como una niña. El abate Hackaert le acompañó, le confesó y le dio la extremaunción.

Murió la muchachita y quedó como un pájaro. El rojo de las mejillas y de los labios le daban aire de vida. El cabello rubio ponía un fondo de oro a su cabeza, inteligente y voluntariosa.

La frente se le destacaba con más energía.

El padre de Nelly cogió la ocasión de sentirse cómico y empezó a decir mil frases que no venían a cuento.

Larrañaga, con una brutalidad que él no sospechaba, lo cogió del brazo, lo sacó a la puerta y lo hubiera tirado por las escaleras a no aparecer la patrona en el descansillo.

Larrañaga solo envolvió el cadáver en una sábana. Su cuerpo era como una pavesa, no pesaba nada. Así pasó toda la noche delante de la muchacha muerta. Olsen se encargó del entierro y de los funerales. Campen, el hombre del polder, estrechó la mano de Larrañaga, y don Cosme estuvo llorando en un rincón largo rato.