V

EL PADRE DE NELLY

Para mucha gente, humano es sinónimo de vil. Cuando saben de una canallada, de una ruindad, de una cobardía, dicen: «Es humano».

«Estas gentes confunden la bajeza con la debilidad», ha pensado Joe.

Son grandes enamorados de la miseria moral. El descubrimiento de lo bajo les hace sonreír. Todo detalle humillante y triste, de envidia, de rencor o de hipocresía, les halaga. Sin duda lo encuentran en su fuero interno muy legitimado.

De ahí ese tópico de las impurezas de la realidad, frase estólida que parece inventada por el jefe de un partido conservador.

«El hombre es la medida de todas las cosas», decía un filósofo griego. En un sentido extenso, todo es humano. El hombre es la medida y es la cosa. En un sentido restringido, lo humano no es sólo lo sublime; pero tampoco es sólo lo innoble. Es la mezcla compensada de lo bueno y de lo malo que puede salir de nuestras cabezas.

«Enamorados de la miseria», Fantasías de la época

Al final del verano, Nelly recibió una carta de su padre que le produjo gran emoción.

Guillermo Baur anunciaba que venía a Rotterdam a ver a su hija. Tenía una contrata en una sala de espectáculos de la ciudad.

Nelly estaba muy contenta; no así Larrañaga, que, sin saber por qué, desconfiaba del cómico, que se retrataba en actitud de Goethe, con un papel en la mano.

Llegó Baur a Rotterdam. El hombre pretendió ir a vivir a la misma casa donde vivía Nelly y Larrañaga; pero este pretextó que no había sitio y que no podía ir allí.

El cómico se marchó mohíno y malhumorado.

Fueron a verle trabajar al teatro. A Larrañaga le pareció todo lo que hacía muy mediano.

El éxito del cómico fue tan precario, que a los cinco o seis días no tenía ya contrata y vagabundeaba por los muelles de Rotterdam, y por las noches se metía en los cafetines y en las tabernas de Schiedamschedyk.

Larrañaga estaba esperando de un día a otro que Guillermo Baur le pidiera dinero con cualquier pretexto y efectivamente, así ocurrió. José se lo dio y le indicó con diplomacia que lo mejor que podía hacer era marcharse.

El padre de Nelly, muy secamente, aseguró que se tenía que ir en seguida. No quería estar allí. Allí no le entendían. Los holandeses eran unos bestias, una gente que no comprendía el arte y que hablaban una jerga que pretendía que era un idioma. El cómico andaba siempre a vueltas con esos lugares comunes del arte.

Los habitantes de Rotterdam, según él, no podían servir más que para los viles usos de la industria y el comercio.

Era Guillermo Baur hombre de unos cincuenta años. Iba afeitado. Tenía una cara correcta, de cierta corrección, frecuente en la gente mediocre; los ojos, negros, brillantes; el pelo largo y muchas arrugas. Mirado de cerca, se adivinaba en él su doblez; se veía que era un histrión bajo y desvergonzado.

El padre de Nelly contaba a todas horas anécdotas evidentemente falsas, en las que él aparecía siempre en una actitud gallarda, y los demás, sobre todo si se trataba de cómicos y de cómicas, quedaban de una manera fea y humillante.

Si le negaban la exactitud de lo que contaba, era capaz de reconocer que mentía o de echarse a llorar, diciendo que todo el mundo le odiaba y le perseguía implacablemente.

En sus aventuras hacía figurar a los hombres célebres de Alemania y de Austria, que unánimemente le envidiaban a él. Sobre todo, como era natural, los que más envidia le tenían eran los cómicos.

En él reconocían el hombre de genio que ha sido abandonado por la sociedad. Este pensamiento entusiasmaba al cómico.

El histrión era un perfecto mentiroso.

Entre la verdad y la mentira, elegía siempre la mentira. Sin duda la encontraba más gracia, mayores encantos.

No mentía Baur siempre bien, porque el alcohol, sin duda, le había quitado la memoria; pero, al parecer, no le importaba mucho que le conocieran que mentía. Era embustero y embrollón por instinto.

Edificaba una historia falsa sobre la punta de un alfiler, y para sostener la primera mentira inventaba otra o una serie completa de falsedades.

Con salir del paso por el momento le bastaba, pues muchas veces hubiera podido pensar que sus embustes tenían que durar poco.

La vanidad se le subía a la cabeza, tanto como el alcohol.

Baur era la parte negra del hombre de genio. Tenía todo lo malo de los tipos geniales: la hiperestesia, la egolatría, la envidia, la vanidad y no tenía nada de lo bueno.

Quería mostrarse grande, importante. Todos los cómicos, según él, eran muy malos. El arte estaba muerto. Él había perdido la voz. Los años de guerra le habían matado.

—Yo también he sido una víctima de la guerra —le dijo a Larrañaga.

—¿Por qué? —le preguntó este.

—Con la guerra todo bajó; yo tuve que cantar en tabernas, donde se me daba de beber y no de comer, y entre beber y fumar, creo que se me trastornó el cerebro. Estos años de guerra me han matado. Durante ellos he vivido como un perro, sin poder cuidarme.

Baur se creía el centro del planeta.

El elogio mismo no le satisfacía. Si algún inocente le elogiaba, al poco tiempo él le decía que no lo entendía, o que era un imbécil, que no se debía permitir el lujo de tener opiniones.

El cómico sentía envidia de su hija; el que Nelly hubiese encontrado una persona que no pensaba más que en ella, que le atendía y cuidaba, le ofendía al viejo farsante.

Unos días después de la primera petición, el cómico volvió a pedir dinero a Larrañaga. Larrañaga le dijo con claridad que se lo daría, a condición de que se marchara de Rotterdam inmediatamente.

El histrión prometió marcharse; pero no lo hizo, y tres o cuatro días después se lo encontró Larrañaga.

Baur, al verle, le dijo que le había deshonrado, llevándose a su hija a vivir con él. Larrañaga estuvo a punto de pegarle. Le indignaba, sobre todo, el ver claramente que aquello en el cómico no era una convicción falsa, sino una actitud que le parecía oportuna tomar, en parte por histrionismo, y en parte, también, por ver si podía sacar más dinero.

Larrañaga, muy violentamente, le dijo que le daría únicamente dinero para tomar el tren, y que si no se marchaba, avisaría a la policía.

Los días siguientes Larrañaga quedó tranquilo. Creía que el cómico se había marchado definitivamente. Al cabo de una semana le chocó mucho que Nelly estuviera inquieta y que le pidiera dinero para dos o tres cosas.

Unas semanas después, al llegar a casa, se encontró a Nelly en la cama con fiebre. Tenía un gran catarro. Se llamó al médico.

—¿Dónde se ha enfriado esta chica? —preguntó el doctor.

—No sé. Creo que no ha salido de casa —dijo Larrañaga.

—Es extraño.

—Yo, al menos, así lo tengo ordenado; que no salga con el mal tiempo.

—Averigüe usted, no sea que esta muchacha haya salido de casa.

Larrañaga preguntó e indagó y supo por la patrona que el padre de Nelly seguía en Rotterdam, y que casi todos los días enviaba a alguno pidiendo dinero a su hija, hoy desde una taberna y mañana de la otra. La última vez le mandó un recado una noche de frío y de lluvia, y Nelly salió de casa y volvió completamente mojada.

Larrañaga, al saberlo, no quiso hacer ninguna reconvención; pero la muchacha se enteró de que le habían dicho lo ocurrido.

Nelly, al principio, tomó un aire de protesta y de terquedad, como si estuviera dispuesta a defender a su padre a capa y espada. Luego, al ver la actitud de Larrañaga, se echó a llorar.

—¡Es mi padre! ¡Qué voy a hacer! —sollozó ella.

—Yo lo comprendo. ¡Cálmate! No me duele que le hayas dado dinero; lo que siento es que te hayas puesto enferma.

—Perdóneme usted que le haya dado sus regalos.

—Al revés. Me parece muy bien que se los hayas dado. Me parece muy bien que se lo lleve todo, pero no que tú te pongas mala.

—Ya lo sé.

—Ten cuidado. Hazlo por mí. Ten en cuenta que para mí sería algo muy triste el que te pongas gravemente enferma. Si no quieres por ti, hazlo por mí.

Nelly, conmovida, temblaba al hablar. Cogió la mano de Larrañaga y la llevó a los labios. Él la besó en la frente.

Luego la patrona le dio a Larrañaga nuevos informes. El padre de Nelly seguía emborrachándose en los garitos de Rotterdam y explotando a su hija. Ella le había dado su reloj, las joyas que le había comprado Larrañaga y hasta la ropa.

Don Cosme, el empleado, le acompañó algunas veces a Nelly por los garitos y por las tabernas a buscar al viejo cómico borracho.

Ella empezaba a dudar de que su padre fuera un grande hombre; pero pensaba que de ninguna manera podía abandonarlo.

Larrañaga preguntó a don Cosme detalles de sus excursiones, y el empleado, con algún temor, le confesó la verdad.

—No debe usted avergonzarse por ello. Usted lo ha hecho por su bien.

—Sí, es verdad.

—Usted, don Cosmético, es un hombre excesivamente bueno. Perdone usted que le llame don Cosmético.

—Usted me puede llamar como quiera, don José. Además, aquí nadie nos oye.

—No, no le puedo llamar así. Abuso, porque es usted bueno, y del bueno abusa todo el mundo. ¿De manera que usted ha acompañado varias veces a Nelly a buscar al canalla de su padre?

—No le llame usted de ese modo.

—Es un egoísta, un canalla, un perfecto miserable.

—Pero le quiere a su hija.

—¿En qué lo ha notado usted? Yo creo que no se quiere más que a sí mismo.

—Pero los animales más feroces quieren a sus hijos, don José. Esto está en el orden de la Naturaleza —repuso don Cosme.

—Ríase usted de ese orden, don Cosmético. Hay algunas arañas hembras que se comen a los machos y a los hijos.

—Pero nosotros no somos arañas.

—No cabe duda. ¿Pero para qué habla usted de los animales? ¿Una araña no es un animal?

—Sí, sí; indudablemente.

—¿Así, que le ha acompañado usted a Nelly a buscar a su padre?

—Sí.

—Yo no tengo energía; si la tuviera, a ese hombre le pegaría un tiro.

—Vamos, don José. No diga usted eso. ¿Usted no tiene energía?

—¿Usted cree que la tengo?

—Enorme.

Campen, el hombre del polder, dijo, al saber la enfermedad de Nelly y la causa de esta, que lo principal en la vida era que el corazón resistiera.

—Si el corazón no resiste, todo está perdido —añadió—. La cabeza puede ir bien o mal, está en su derecho, allá ella; pero con poca cabeza se vive. Las piernas le pueden sostener a uno o no; sin tener las piernas fuertes se vive también. Ahora, si el corazón va mal, ya no hay remedio, y a esta muchacha lo que le falla, a mi parecer, es el corazón.