LA PRIMAVERA
El barco espera. La vela está izada. El viejo marinero de sotabarba, con sombrero impermeable y sudeste amarillo, levanta el ancla.
«Vamos, mi querida amiga», ha dicho Joe.
»Iremos por los canales verdes, sombreados por árboles; cruzaremos por entre campos de colza con molinos de viento; pasaremos al lado de las gabarras, repintadas, con sus cortinillas blancas. Llegaremos a remontar el Rin, el río heráldico y feudal de los burgraves y de los emperadores.
»Y cuando estemos cansados de canales y de aguas quietas, tomaremos el camino de Oriente, por el mar de las olas tumultuosas.
»Veremos Padang, Batavia, Surabaya, Java, Sumatra. Visitaremos países fantásticos, de cielo inflamado, con rinocerontes, cocodrilos y antropófagos, y flores espléndidas, de un metro de diámetro, con un perfume embriagador…
»Vamos, mi querida amiga.»
«El viaje holandés», En voz baja
Al llegar la primavera y el buen tiempo, Nelly comenzó a salir. Daba un paseo por la mañana, y terminaba muchas veces su paseo en la oficina de Larrañaga.
Seguía a lo largo del río y se fijaba en todo: en los barcos de viajeros, llenos de empleados que iban a su oficina; en los tranvías, en el carrito del vendedor de leche, tirado por un hombre y por un perro que iba debajo; en el carro de la basura, que avisaba a las casas con una carraca.
Veía en el muelle cómo cargaban o descargaban quesos grandes, tirándolos como si fueran manzanas. Contemplaba la multitud que marchaba por el gran puente, al lado del viaducto del tren. Se metía por los callejones con las aceras de ladrillos puestos de canto, a mirar, a husmear.
Le chocaban las reuniones de marinos, congregados en algunas casas de consignación, vestidos de uniforme y gorra, esperando el embarque sin hablarse.
Otras veces iba al centro por Leuvenhaven y contemplaba el canal y celebraba la fraternidad rotterdanesa entre las ventanas de las casas y los baupreses de los barcos; miraba las tiendas de modas, las de muebles y las librerías. Saludaba al librero amigo de Larrañaga. Le chocaban también las tiendas de aparatos de náutica, unos de cobre y otros de latón; todos tan brillantes, las brújulas, las poleas y las campanas de cobre.
Cuando volvía a casa le contaba a Larrañaga lo que había hecho y dónde había estado.
Por entonces Larrañaga hizo que el médico amigo reconociera de nuevo a Nelly.
—Está bien —dijo este—; aumenta de peso y la lesión cardíaca va compensándose.
—Habrá que tener cuidado todavía.
—Sí, hay que esperar y tener cuidado. Hay que ver cómo pasa el verano. Si el verano y el invierno siguiente lo pasara bien, quizá esta muchacha se podría casar; aunque siempre la posibilidad de la maternidad constituiría para ella un peligro.
—¿Cree usted que sería conveniente llevarla a un sitio alto?
—No; ¿para qué? Si tiene que vivir constantemente en Rotterdam, no creo que valga la pena.
—¿No le hará daño la humedad?
—No; creo que no.
—¿Cree usted que podría pasear en lancha?
—Sí; ¿por qué no? Eso no le puede hacer daño.
Cuando Larrañaga le dijo a Nelly que le iba a llevar en lancha a pasear, ella quedó encantada.
Larrañaga tenía para su uso, para cuando llegaba algún barco de Bilbao, una gasolinera, que dirigía un muchacho de Santurce. La lancha se llamaba Pepita y solía estar en el puerto de Veerhaven, cerca de la oficina.
—¿Por qué se llama así la lancha? —preguntó Nelly.
—Es el nombre de la hija de uno de los accionistas de la Compañía.
Poco después, cuando venía al puerto algún barco de Bilbao, de la casa, iban a visitarle Nelly y Larrañaga.
Larrañaga le llevó también a la muchacha por el río y por los canales.
El puerto, con sus grúas y sus aspiradores mecánicos, era para ella de gran atractivo. Contemplaba aquel movimiento vertiginoso; los grandes barcos y los pequeños, que salían, haciendo sonar su sirena y echando copos apretados de humo algodonoso; los remolcadores, que dejaban en el horizonte un surco de humo negro, ondulado y retorcido como el cuerpo de una serpiente; las gabarras, los balandros y gasolineras.
—Yo encuentro este pueblo muy simpático —decía Larrañaga—; aquí todo es puerto, todo el mundo trabaja en algo que tiene relación con el mar.
Rotterdam, visto así, le parecía a Nelly un hormiguero lleno de almacenes, una colmena marina, una ciudad de castores al borde del agua.
Nelly, en la lancha, en compañía de Larrañaga, recorrió los diques, atestados de mil cosas distintas: balas de algodón, cestas, toneles, montones de carbón de piedra, sacos, cajas de naranjas, quesos formando grandes pirámides. Vio los malecones de madera sobre estacas al mismo borde del río, sus planos inclinados, sus descargaderos, las pasarelas, los puentes giratorios y los levadizos. Contempló las grúas, altas, misteriosas, que iban sacando las mercancías del vientre de los barcos con sus ganchos. Pasó por delante de los almacenes de cables y poleas, que olían a alquitrán; de los muelles en donde los marinos viejos, de sotabarba y zuecos, descansaban apoyados en las barandillas, y los cargadores, encapuchados, marchaban en fila con sus sacos en la espalda.
Vio las dársenas de los barcos de vela, con sus bosques de mástiles y el entrecruzamiento de sus cuerdas, las escaleras musgosas; los vapores fantasmas envueltos en la niebla.
Pasaron cerca de los grandes diques secos, en los que sonaban terribles martillazos y donde los cargadores y los pintores trabajaban sentados en un andamio; contempló el gran río, turbio, amarillento, y los vapores, que dejaban copos espesos de humo en el cielo gris. Luego, más lejos, cruzaron por delante de almacenes y tinglados de la orilla, donde había barcos viejos, sucios, deshechos, calderas grandes pinte das de rojo, chimeneas y chatarra de toda clase.
Pero si el gran puerto del río tenía atractivos, los tenía mayores, y era algo como leer la más misteriosa de las novelas, recorrer aquella red de canales del pueblo y mirar las casas de un lado y de otro, y ver sus rincones, sus escaleras, sus pisos. Eran casas altas, negras, estrechas, de ladrillo, con letreros de varios colores; casas ventrudas, con aire de hidrópicas, derrengadas, torcidas; torcimientos explicables, porque la mayoría de ellas estaban construidas sobre estacas.
En aquellas casas se veían almacenes, cerrados con cerrojos y cadenas; escalerillas roídas por el agua, losas cubiertas de una capa de cieno, fachadas de ladrillo, negras de humo, con grandes argollas roñosas. Dentro de los almacenes se oían ruidos de cadenas, ladridos de perros y chirriar de poleas. Parecían casas de cuentos, de duendes o de monederos falsos.
En muchas de estas callejuelas, surcadas por canales, estaba todo como enmohecido por el agua. Los hierros, las maderas, las piedras, el ladrillo; todo deshecho y sin color.
En algunas plazoletas pequeñas, como en las proximidades de los canales y de las dársenas, había montones de cajas, de sacos, de barricas, de toneles de hierro, de carros con grandes y pesados caballos.
Estos edificios que daban a los canales tenían cargaderos especiales, planos inclinados, letreros, fajas azules en las paredes con letras blancas y negras y ventanas rojas. Estas ventanas eran casi todas de guillotina, altas y grandes. De los piñones de las casas salían poleas con cuerdas que daban hacia el canal.
Larrañaga y Nelly, después de recorrer los canales interiores de la ciudad, salieron fuera de Rotterdam, a través del campo de colza con molinos de viento y se cruzaron con gabarras de todas clases, con sus grandes velas oscuras, y llegaron a Delft, llena de silencio y de misterio; estuvieron en Brielle, en la desembocadura del Mosa, y en Dordrecht, con su río ancho, como una entrada de mar, sus casas de colores, sus molinos de viento, sus campanarios y sus torres.
A Nelly le entusiasmó el aire clásico de este puerto flamenco.
—¿Qué río es este? —preguntó a Larrañaga.
—Este río es uno de los brazos del Rin; probablemente el mayor. Este río feudal, este Rin maravilloso, la arteria más grande de la Europa culta, que en Basilea amenaza y en Wesel parece un brazo de mar, aquí se divide y se subdivide en tantos brazos y canales, que pierde su unidad y llega en su miseria hasta perder su nombre. Este gran río, con sus castillos teatrales, es un río que fracasa al final, cosa que sucede a muchos hombres.
Ya entraban en Rotterdam, el sol pálido daba en una fila de casas de los canales y tenía un gran aire de tristeza y de melancolía.
A veces en el agua de algún canal que parecía que se iba a derramar por los bordes, en la que reposaban papeles de periódico, el sol arrancaba resplandores sangrientos.