LO COTIDIANO
La luz de la buhardilla misteriosa y confidencial, entre las vagas sombras de los tejados, de los saledizos y de las chimeneas de la gran ciudad, tiene su misterio y su encanto.
Esa luz romántica en la negrura de la noche exalta la imaginación joven y la lanza a los campos de la fantasía.
Seguramente de día el cuartucho del desván es un lugar de aburrimiento y de tedio, de calor brutal en verano, de frío horrible en invierno, de molestias siempre; pero la noche hace materia poética de la chimenea vulgar, del saledizo, del canalón y del poste del teléfono.
¿Qué habrá en aquella buhardilla?, se piensa. ¿Quién vivirá allá?
Quizá vive el asesino o el suicida de mañana; quizá el poeta o el sabio destinado a sorprender a la Humanidad con un gran invento.
«Siempre lo pequeño humano nos interesa a los humanos», se ha dicho Joe a sí mismo.
No nos sugiere tanto como esa luz de la buhardilla mísera la estrella del crepúsculo, cantada por Ossian, cuando resplandece en el cielo del anochecer, ni el rayo vibrante lanzado por Sirio en las noches frías del invierno desde la inmensidad de los espacios siderales.
«Las buhardillas», Las estampas iluminadas
Antes de llegar a Rotterdam, Larrañaga pensó que tenía que arreglar la vida de Nelly y la suya propia, para no dar la impresión a sus conocidos de que entre ella y él había demasiada intimidad.
Cierto que a él no le importaba mucho la opinión ajena, porque su situación era bastante independiente; pero no tenía más remedio que contar un poco con la opinión.
Decidió hablar con la profesora inglesa que estaba también de pupila en la casa de la mujer del empleado del Hotel del Puerto.
Larrañaga pensó en miss Ross e hizo la gestión con gran habilidad.
Para disimular, llevaría primero a Nelly al Hotel del Puerto, que estaba debajo de su casa, y a los quince días o al mes vería de conseguir que se quedara en el mismo piso que él. Le explicó sus proyectos a la muchacha.
«Todo lo que usted haga me parecerá bien», le contestó ella.
Efectivamente, así lo hicieron. Larrañaga consultó con la señorita Ross, que había dicho varias veces a la patrona madama Grebber, la mujer del encargado del Hotel del Puerto, que le diera de comer, pero no se habían puesto de acuerdo porque la inglesa quería pagar poco. Larrañaga habló con la patrona y le propuso que él, Nelly y la inglesa comieran juntos y tomaran una criada.
Madama Grebber aceptó y poco después Nelly se instaló en un cuarto del tercer piso que daba a la calle del Pelícano.
Pronto tomó aquello un aire de casa constituida, que era lo que pretendía Larrañaga.
Se almorzaba a las doce y media y se comía a las siete. Se sentaban a la mesa miss Ross, Nelly, Larrañaga, la patrona, la señora Grebber y sus dos hijas mayores.
La señora Grebber tenía una familia muy numerosa; pero a los chicos pequeños los llevaba a la cocina, con la abuela y con la criada.
Con aquella reunión de varias personas la casa iba adquiriendo cierto aire de hogar.
Larrañaga respetaba las costumbres que se habían creado.
A veces Nelly le preguntaba para qué tomaba estos cuidados y preocupaciones.
«Hay que defenderse de la opinión pública», decía Larrañaga.
Al principio Nelly, sola en casa, se aburría y quería salir; pero Larrañaga no se lo permitía.
«Por ahora no saldrás más que los días buenos, de sol. Primero, ponte buena, y luego ya veremos.»
Desde que habían llegado a Rotterdam, Larrañaga le hablaba de tú.
—Yo quiero ganar y trabajar —replicaba Nelly.
—No hay necesidad de que trabajes. Tenemos para vivir los dos. Si te basta con ser dueña aquí, quédate.
—Me basta.
—Diré que eres mi sobrina o mi ama de llaves.
Ella se echó a reír.
En la casa, la más exigente de los comensales era miss Ross. Nelly y Larrañaga no exigían nada. Las dos niñas de la patrona eran muy guapas y muy amables. El padre, el encargado del Hotel del Puerto, hombre grueso e inexpresivo, con una cara abultada, roja, y unos ojos saltones, los días de fiesta solía comer en casa. Hablaba poco y, al parecer, se emborrachaba con frecuencia. Era un hombre insignificante, al que no se le ocurría nada. Sonreía satisfecho, metido en una librea azul con galones dorados.
Las dos hijas de la patrona, Cornelia y Enriqueta, se mostraban muy serviciales.
La patrona, madama Grebber, tenía también un pariente que, a veces, aunque raras, solía presentarse en la casa. A este hombre se le conocía por el hombre del polder; había sido de los que trabajan en desecar pantanos (polderjongen), y era un tipo sombrío, huraño, que había llevado una vida muy agitada y que hablaba sentenciosamente.
Nelly se enteraba de todo cuanto pasaba en la casa; tenía la curiosidad muy despierta y contaba a Larrañaga sus impresiones.
Miss Ross llevaba, según ella, una vida de insecto. Su cuarto era como un pequeño archivo. Dentro reinaba el orden más acabado y más completo. Guardaba todas las cartas, las cuentas, los periódicos donde había leído algo que le había parecido interesante, los retratos de sus amigas.
Tenía la manía de coleccionar noticias curiosas. Leía todos los periódicos que caían en su mano y recortaba o copiaba lo que le parecía raro. Había escrito una novela, muy larga y muy romántica, que leyó a Nelly. Esta novela pasaba en la Alhambra, en tiempo de Boabdil el Chico, y en ella miss Ross sacaba a relucir constantemente las palmeras, los naranjos y el sol brillante de España. Naturalmente, en este libro todos los malos quedaban al último aniquilados y confundidos, y los buenos, a pesar de estar muchas veces expuestos a mil peligros, se salvaban y eran felices.
Nelly y miss Ross comenzaron a tener cierta rivalidad y con frecuencia se dedicaban indirectas. Nelly, en el fondo, se reía de su rival, con una actitud medio indiferente, medio enfadada, que a José le hacía mucha gracia, sobre todo por la cortesía que empleaban las dos. Se trataban con ceremonia, siempre llamándose señorita Baur o miss Ross.
—No tiene usted razón, señorita Baur. Lo que defiende usted es un absurdo —decía la inglesa.
—Perdone usted, miss Ross; pero lo que dice usted me parece completamente falso —replicaba Nelly.
No se hicieron amigas; pero, a pesar de todo, Nelly encontraba que la inglesa estaba muy bien y siempre en su puesto.
Las rivalidades entre Alemania e Inglaterra se convertían en discusiones muy cómicas sobre la belleza, el talento y la amabilidad de ingleses y alemanes. En la cuestión de la religión tampoco estaban conformes. A miss Ross le indignaba que los católicos holandeses llamasen herejes a los protestantes.
«Pues ¿cómo les van a llamar? —decía Nelly—. Para nosotros son ustedes heréticos.»
Sus tiquismiquis tenían gracia. En las discusiones y en el juego se habían acostumbrado a no perdonarse nunca, y casi siempre el árbitro tenía que ser Larrañaga, que hacía equilibrios para no dejar descontenta a ninguna de las dos.
La inglesa se manifestaba muy dogmática. Esto no se podía hacer. Aquello no se podía decir. Pero dentro de sus pequeñas manías de solterona, era un carácter recto.
A ella le parecía que todo lo no inglés era defectuoso. Consideraba al continente europeo como algo embrionario, no realizado. Únicamente en Inglaterra el hombre había madurado como una buena fruta. Únicamente en Albión se habían dado el gentleman y la gentlewoman completos, las flores de la Humanidad.
La inglesa hacía el té por las tardes, y lo servía como quien cumple un rito sagrado, trascendental.
A pesar de que Larrañaga quería conservar el equilibrio, a veces se producían pequeñas protestas y tendencia a la chismografía.
Una vez fue miss Ross a decir a Larrañaga que Nelly escribía con frecuencia, probablemente a algún novio que había dejado en su país, y poco después contó a Nelly que Larrañaga debía estar enamorado de una de las chicas de la patrona, porque la miraba mucho.
La estancia de Nelly en la casa se hallaba bastante explicada para que nadie se ocupara de ella. Únicamente la patrona y Olsen sabían la buena amistad que existía entre José y la muchacha.
Olsen se había casado con la danesa que había conocido en Nyborg, y los dos, marido y mujer, visitaban a Larrañaga y a Nelly.
Nelly, cuando pasó algún tiempo y se encontró bien, volvió a decir a Larrañaga que quería trabajar.
«Sí, sí. Está bien —contestó él—; pero hay que esperar a ponerse fuerte.»
Mientras tanto podía distraerse haciendo algo en casa. Como don José no quería que saliera los tiempos fríos de lluvia, y hacía pocos días buenos, casi todo el invierno no pudo salir.
Él había notado que la chica era propensa a los catarros, y que los días muy húmedos tenía a veces fiebre y dolor en las articulaciones.
Ella decía que se encontraba muy bien, que no se cansaba al subir las escaleras; pero Larrañaga notaba algunas veces que se fatigaba y tenía la respiración anhelante.
Ella aseguraba, por el deseo que tenía de vivir y de estar sana, que gozaba de una perfecta salud. Larrañaga hizo que la reconociera un médico.
Efectivamente, la muchacha padecía una lesión cardíaca ya compensada.
El médico le dijo a Larrañaga:
—Esta muchacha, teniendo con ella mucho cuidado, quizá llegue a ponerse del todo bien.
Larrañaga le dijo a Nelly, aunque atenuándolo, lo que había dicho el médico, y cómo debía tomar muchas precauciones para ponerse completamente buena.
Nelly emprendió con entusiasmo una serie de trabajos para la casa. Comenzó a arreglar el comedor, el salón, la alcoba de José y la suya.
Larrañaga le trajo de la librería de su amigo algunos libros alemanes e ingleses, con láminas, que trataban de adorno de interiores y de mobiliario.
Para ella era una gran preocupación el arreglar la casa bien. Quería darle un aire de elegancia y de coquetería.
Copiaba todos los detalles de ornamentación que leía o que sabía por referencia.
En pleno invierno hizo unos días muy hermosos, y como Larrañaga tenía tiempo, llevó a Nelly a París, pues había dicho ella muchas veces que este era uno de sus ideales.
Larrañaga hizo lo posible para que Nelly no se cansara en París y viera lo que más podía gustarle. Al parecer, el movimiento de la gran ciudad no produjo gran entusiasmo a la muchacha. Ella, sin duda, esperaba algo más reposado, más majestuoso.
Nelly sintió más bien una impresión de tristeza en París, y a los pocos días quiso volver a Rotterdam, a su casa.
Aseguró a Larrañaga que no tenía ya ganas de ir al Norte, ni al Mediodía; lo que más le entusiasmaba era su casita de Rotterdam. Allí se encontraba a su gusto.
Sentía una gran preocupación por los tres o cuatro cuartos de la casa. Aquel era su mundo, y la colocación de un sillón o de un cuadro eran para ella problemas importantísimos.
Larrañaga no quería desilusionarla y aparentaba también tomar todo aquello muy en serio, y era cierto que, a medida que pasaba el tiempo y vivía con ella, le interesaba más el adorno y la disposición de la casa.
A la vuelta de París, Larrañaga pudo notar que la muchacha se preocupaba de embellecerse y de ponerse elegante.
La chica tenía coquetería, cierta malicia un poco infantil, y quería dar impresión de salud y de fuerza. Se ponía tacones altos y se daba un poco de color en los labios y en la cara. A veces, con su traje claro, el pelo rizado, las mejillas con color, parecía más fuerte de lo que era en realidad.
Cuidaba también mucho de la indumentaria de Larrañaga y le convencía de que se afeitara todos los días y de que se presentase de noche en el comedor, cuando tenían algún convidado, de negro y con smoking.
Larrañaga se reía de esto, pero obedecía.
Quizá Nelly veía con gran tristeza que Larrañaga la trataba como a una niña.
Para él era solamente una niña, y además una niña enferma. Habían hablado ya de la posibilidad del matrimonio, cosa que a la muchacha le encantaba.
«De esto hablaremos en serio —decía Larrañaga— cuando peses por lo menos cincuenta kilos.»
Larrañaga consideraba a Nelly como un hada bienhechora, pero no como una futura esposa… Aunque hubiera llegado a los cincuenta kilos, le hubiera sido difícil decidirse a hacerla su mujer.
Ella tenía una gran seriedad y un gran entusiasmo por la vida, por el trabajo.
No tenía la menor idea de sensualidad. Para ella todo era intelectual, porque lo que creía que era sensual era intelectual también.
Nelly sentía una gran aspiración a la vida de la mujer, a tener un marido e hijos. Sus ideas eran muy sensatas y muy lógicas; pero no quería comprender que su enfermedad, la debilidad de su corazón, le impedía toda actividad violenta.
Larrañaga la trataba con una ironía cariñosa, que ella muchas veces no comprendía, porque se figuraba ser una persona mayor.
—¿Me llevará usted alguna vez a España?
—Sí, seguramente.
Ella tenía en él una confianza ilimitada; creía que no podía engañarla.
Nelly le preguntaba muchas veces sobre su familia española y quería que le diera detalles: cómo era su madre, su hermana y sus primas.
Cuando ella insistía en la idea del matrimonio, Larrañaga replicaba con sorna:
—Mientras no llegues a los cincuenta kilos no hay coyunda.
Otra de las características de Nelly era el considerar una superioridad el ser católica. Creía que su madre había sido una gran dama, y que su padre era un gran hombre.
A Larrañaga, a quien enseñó las cartas del padre, le parecieron de un majadero egoísta, muy pagado de sí mismo.
Para Nelly hubiera sido muy triste la idea de pensar que su padre era un personaje vulgar. Ella tenía un deseo de vivir, de ser útil, de sacrificarse por los demás, de tomar la vida en serio, que a Larrañaga le conmovía. Naturalmente, José no bromeaba sobre estas cosas.
Era curioso comprobar qué sentido de orden y de seriedad tenía aquella muñequita.
Siempre metida en casa, en la época de las lluvias y del mal tiempo, Nelly pasaba las horas leyendo en el despacho de Larrañaga, al lado del fuego. También tocaba el piano. Habían mandado arreglar y afinar el piano viejo del salón.
Le gustaba también a ella coser a la luz de la lámpara, mientras él fumaba al lado del fuego.
Para Nelly no había sitio más bonito que aquel despacho, donde trabajaba, columbrando por una ventana el canal, y por la otra el puerto.
Se entretenía mucho observando lo que pasaba por las dos ventanas del cuarto, mirando por la ventana grande el panorama de tejados negros, mojados por la lluvia, y contemplando por la ventana pequeña las gabarras que se detenían en el canal; viendo a las mujeres gabarreras, que hacían la comida, y a los chicos, que corrían sobre la cubierta y jugaban con el perro.
El comedor era bastante oscuro, un poco sombrío, con una claraboya que daba sobre unos tejados de tejas planas y negras, con una mesa antigua de nogal y una estantería; pero Nelly llegó a adornarla con cortinas, cuadros y platos, de manera que no parecía triste.
Nelly interrogaba a Larrañaga; quería averiguar todos los detalles de su vida, y por la conversación supo que José había tocado el violonchelo en la iglesia de su pueblo hasta los doce o catorce años.
Nelly le dijo que debía adquirir uno, y ella le acompañaría en el piano. Larrañaga compró el instrumento y comenzó a ver si recordaba algo de lo aprendido en la infancia.
Lo primero que llegaron a tocar a dúo en el violonchelo y en el piano fue el Aldeano que vuelve alegre de su trabajo, de Schumann.
José prefería muchas veces encender su pipa, tenderse en el diván y escuchar. Seguía con la mano en el aire la curva de las melodías.
—Siento no haber cultivado más la música —decía a veces—. Creo que tendría el espíritu más suave.
—¿Pero le gusta a usted? —le preguntaba ella.
—Sí, aunque me da impresiones visuales —contestaba él—. Debe ser porque tengo poco sentido musical.
A Nelly no le pasaba esto.
Nelly tenía un gran entusiasmo por Schumann, Schubert y Weber. Era la Alemania romántica que a ella se le representaba con un gran prestigio, con colores espléndidos y sugestivos.
Nelly tocaba bien el piano, sobre todo con mucho sentimiento, y tenía una voz muy bonita.
Para ella Schumann era el ideal de la música, y siempre estaba hablando de la frescura de las obras de este autor.
Larrañaga, a quien la música sugería ideas visuales, comparaba a Schumann tan pronto con una madreselva o un rosal cubierto por el rocío de la mañana como con un monte nevado, iluminado por el sol poniente.
Mientras Larrañaga pasaba la mañana en su oficina de Willemskade, Nelly andaba cuidando de su casa, y cuando se cansaba se sentaba en el sillón, con un gato negro en la falda, que se había hecho su acompañante perpetuo.
Repasaba en la memoria su vida con frecuencia y se estremecía de terror y de satisfacción; de terror, por lo que había visto y padecido; de satisfacción, por creerse en un remanso seguro de la vida.
El recuerdo de Hamburgo la horrorizaba. Pensando en la noche de aquella fonda de la plazoleta, temblaba de espanto.
El grito de mujer en medio de la noche, por su mismo misterio, la llenaba de terror. ¿Qué habría pasado allí?
Para aquella muchacha el mundo peligroso y terrible era el hotel de Hamburgo. Le daba la impresión del torbellino de la vida, con todas sus violencias y sus horrores. En cambio, la calma, la seguridad, era vivir en su casa de Rotterdam, con Larrañaga, con su gran amigo español, ya un poco viejo y tranquilo. Muchas noches solían leer libros en voz alta. Así leyeron las obras de Dickens y de Walter Scott, en inglés, anotando las frases que no conocían para consultarlas con miss Ross. Fue para ellos, sobre todo para Nelly, un gran entretenimiento.
Leyeron también juntos la Biografía de Spinoza, escrita por Colerus. A Nelly no le gustaba que el filósofo se riese viendo dentro de un vaso de cristal cómo una araña se comía unas moscas.
«No tiene nada de particular —decía Larrañaga—. Sin duda, Spinoza, como judío, era partidario de la ley, y la ley de la naturaleza es la fuerza.»
Vieron la casa donde el filósofo panteísta había habitado en Rynsburg, cerca de Leyden, porque el rincón donde vivió en Ámsterdam, en el barrio judío, no se conserva.
Larrañaga le llevó también a Nelly una historia de las guerras de Flandes, en donde pudo leer las luchas de los holandeses con los españoles del duque de Alba y las hazañas de sus jefes, Sancho de Ávila y Cristóbal de Mondragón. Como católica, ella sentía mucha más simpatía por los españoles que por los flamencos. Quizá estos tenían razón; pero a ella le daban la impresión de más prácticos, más comerciantes, menos exaltados y nobles que los españoles.
También Larrañaga le llevó unos tomos de la vida de los insectos, de Fabre, que leyeron juntos y discutieron.
—No somos intelectuales —decía Larrañaga—. Yo, al menos, cuando leo en el libro de Fabre los capítulos sobre el escorpión, y veo cómo el naturalista le echa a reñir con una araña, y luego con una mantis religiosa, y después con un ciempiés, y a todos los va matando con su aguijón, lleno de veneno, siento deseos de coger una piedra y machacar al escorpión. Es uno poco intelectual. Quiere uno intervenir y establecer la justicia en el mundo, cosa absurda.
—¿Cómo absurda? Así hay que ser. El que no es así es un egoísta miserable —afirmaba Nelly.
Nelly tenía un libro con las canciones de la Iglesia en latín. Muchas veces Larrañaga, los domingos, le oía cantar, sentada al piano, el Tantum Ergo u otra canción, con gran fervor.
Le oía también este himno:
Ave Regina Caelorum.
Ave Domina Angelorum
Salve radix, salve porta
Ex qua mundo lux est orta.
Los domingos de primavera que hacía buen tiempo, Larrañaga iba con Nelly generalmente a la iglesia católica de Santo Domingo, y allí la oía cantar.
Como los fieles que iban a aquella iglesia no eran muchos, los llegaron a conocer, y conocieron también a los curas de la parroquia, entre ellos al abate Hackaert, con quien se confesaba Nelly. Este abate comenzó a frecuentar la casa de Larrañaga.
El abate no se parecía en nada al cura entrometido y despótico de España. Era un solitario, un místico, un cuitado, como decía Larrañaga. Vivía en pensión en una casa muy modesta, porque tenía pocas ganancias.
El abate reunía datos para escribir un libro de historia acerca de las Órdenes religiosas en los Países Bajos. La obra esta consumía sus escasos medios económicos. Había estado, en sus vacaciones, en Bélgica, en Francia y en España a seguir sus trabajos.
Hackaert no era nada fanático; por el contrario, tenía un concepto laxo de la moral, al menos tratándose de los demás. Para él, la vida era una carga que había que soportar con resignación.
Larrañaga no sentía ninguna hostilidad contra el abate; por el contrario, simpatizaba con él. A Nelly le parecía quizá de un tipo demasiado protestante. Por sus continuas charlas, Nelly supo que Larrañaga había tenido veleidades de pintor y se empeñó en que le debía hacer el retrato. Estaba encantada con esta idea y consiguió que Larrañaga comprara pinceles, y colores y se pusiera a la obra.
Larrañaga se encontraba torpe. No había llegado nunca a dibujar correctamente.
Muchas veces aseguraba con ironía que dibujaba como una mula y que lo que pintaba era detestable, una verdadera porquería.
Con intervalos de desilusión y de esperanza siguió pintando e hizo cuatro o cinco retratos de Nelly, en otros tantos lienzos, hasta que uno le salió mejor.
Cuando lo concluyó estaba vacilante; quería cambiarle algo, pero no se decidía. Olsen le convenció de que si lo tocaba, lo iba a echar a perder.
—Usted tiene algo genial —le dijo el danés—, porque eso que ha hecho usted, como color, es muy bonito.
—Pero no se parece del todo al modelo.
—Se parece bastante; pero tenga usted en cuenta que usted no domina el oficio, que es usted un aficionado, y que si quiere usted arreglarlo, lo va a estropear, como ha hecho con los demás retratos.
Larrañaga medio se convenció.
—Lo voy a dejar un mes sin verlo, y si al cabo de este tiempo lo encuentro bien, lo dejo, tal como está, y si no, lo cambio.
Mientras tanto hizo algunos paisajes desde la ventana del despacho y se puso también a pintar flores. Nelly ensayó esto mismo, y llegó a hacerlo con gracia.
Al mes, Larrañaga vio de nuevo el retrato y le pareció bien, y lo envió a una tienda para que lo pusieran marco y se colocó encima de la chimenea.
«Aunque haya salido por chiripa —solía decir—, para lo que yo puedo hacer, no está mal.»