II

TRISTEZAS DE LA GUERRA

Por la carretera han subido la cuesta del pueblo unos cuantos automóviles de motores poderosos y con faros fortísimos.

En el primer automóvil van cuatro hombres vestidos con capotes grises de color de acero, cascos grises con su punta, guantes grises y hasta las caras también grises.

Se han detenido en el alto de la cuesta, y con una voz dura, llena de sonidos guturales, han decidido la suerte del pueblo. Una parte hay que destruirla, este bosque hay que talarlo, las casas que estorban hay que derribarlas. El castillo se convertirá en hospital.

Ya no hay derechos; ya nada vale nada; ya no hay posibles protestas. Toda la labor de siglos se ha venido abajo en un momento. Es la brutalidad y la estupidez de la guerra.

«La guerra», Las estampas iluminadas

La guerra había empezado en agosto de 1914. Yo tenía un año menos que el siglo. En este mismo año, en junio, con la condesa Francken y su hija, hice yo el primer viaje de mi vida. Estuvimos en Viena y luego en Brüm, donde la condesa tenía parientes. Vimos aquí las grutas de Josefsthal, el parque del Príncipe del Lichtenstein y pasamos por el campo de batalla de Austerlitz y de Wagran.

¡Qué lejos parecían todas estas historias de guerras y de batallas!

Alguno que iba con nosotros dijo:

—Ya todo esto pasó. Ya no habrá guerras así. La internacional de los obreros y el partido socialista impedirán estas matanzas.

—Ojalá —dijimos todos.

A los dos meses de este viaje y de esta predicción, media Europa era un campo de batalla.

Nuestra aldea no se hallaba cerca del teatro de la guerra; pero, aun así, sufrimos mucho.

Al principio no notamos la gran miseria; pero luego ya fue un horror.

La condesa y su hija decidieron marcharse a Rusia.

La condesa, como rusa, no era muy entusiasta de los Imperios centrales y tenía más simpatía por Francia y deseaba que esta nación ganase la guerra.

Yo les dije a las dos que no debían exponerse yendo a Rusia. A mí me parecía que era mucho mejor para ellas marchar a Viena o a Berlín a esperar los acontecimientos.

El hijo de la condesa no se sabía dónde estaba. Quizá estaba muerto o prisionero en Rusia.

La condesa pensaba que podría salir adelante.

Yo les dije a ella y a su hija, que me llevaran; pero no quisieron aceptar esta responsabilidad.

Mucho tiempo después, cuando estalló la revolución en Rusia, supe que a la condesa y a su hija no les permitían salir del país los bolcheviques y que tenían que trabajar ellas mismas rudamente en el campo para vivir. ¡Pobres! Me dio ganas de llorar el saberlo.

Poco a poco, la guerra que al principio nos parecía lejana y algo fácil de conllevar, fue acercándosenos y haciéndose para nosotros más pesada.

La condesa, al marcharse, me dio a mí las llaves del castillo. Yo era la guardiana de la posesión, hasta que un día se presentaron unos jefes militares a pedirme las llaves para convertir el palacio en hospital.

Cuando el castillo se convirtió en hospital yo no quise ir nunca a visitarlo por pura curiosidad. Muchas chicas, compañeras mías de la escuela, fueron a hablar con los operados; pero a mí esta curiosidad me pareció siempre muy mala y muy despreciable.

Entre los médicos del nuevo hospital había dos jóvenes; uno, judío, especialista en enfermedades nerviosas, que había estudiado en Viena; el otro, un joven que tenía repugnancia por el oficio, y estaba deseando marcharse a vivir a África como colonizador.

Este varias veces vino a verme. Se burlaba de la barbarie de la guerra; no le inspiraban compasión ni los unos ni los otros.

—¡Dejadlos! —decía—. Son bastante bestias para matarse y arruinarse. Hay que dejarlos.

—Pero esta sangre contribuirá a hacer a la gente mejor —le indicaba yo.

—¡Ca! —replicaba él—. No enseñará nada ni servirá para nada. Será una matanza más sin ventaja ninguna para la humanidad.

Nuestro pobre organista solía hablar conmigo, con las lágrimas en los ojos, y se lamentaba de que el mundo hubiese llegado a tanta civilización para terminar en aquello.

El parque del castillo se había convertido en un patio de hospital; se veía siempre en él heridos, cojos, ciegos, envueltos en vendas y en algodones. Era una cosa horrible.

Cuidando a los heridos había mujeres, algunas de alta posición, que ayudaban en las operaciones a los cirujanos.

El médico joven aseguraba que no era sólo por caridad, sino por sadismo, por el gusto de ver las entrañas palpitantes y oír los lamentos de los operados, por lo que iban estas mujeres a las salas de los hospitales.

Yo comprendo que una mujer o que un hombre ayuden a una operación por necesidad; pero tomar afición a este espectáculo, me parece una cosa horrible. Y, sin embargo, me parece que esto entre las mujeres era muy frecuente y que tenían el gusto de ayudar a los cirujanos en sus horribles tareas.

¡Qué impresión me dejó más profunda y más triste esta época de la guerra!…

El segundo año de campaña, Toni, el hijo de mi nodriza, tuvo que ir soldado.

El pobre muchacho quiso convencer a sus abuelos de que no tenía peligro, pero al decirlo se le veía con la cara llena de lágrimas.

Se marchó Toni y comenzó nuestra inquietud, unas veces porque las cartas no llegaban a tiempo; otras, porque su regimiento se acercaba a la línea de batalla contra los rusos.

Hubo un largo período en que estuvimos sin saber nada de él y, al cabo de este tiempo, supimos que Toni se encontraba en el hospital de Lemberg, operado, con una pierna de menos y enfermo del tifus.

Le acompañé a mi abuela y a su marido, en el tren, hasta Lemberg, y vimos en el hospital a Toni, enfermo, pálido y con aire casi de muerto.

Toni me preguntó con anhelo por la señorita Leonor. Yo no sabía qué había sido de ella y no le pude dar noticias.

El médico del hospital me dijo a mí que aquel enfermo no tenía apenas esperanza de poder vivir.

Ni los pobres viejos ni yo podíamos continuar allí; no había qué comer en el pueblo.

Los pobres viejos lloraban. En sus caras, llenas de arrugas, la mueca del dolor hacía una expresión extraña. ¡Cuánta miseria! Salimos de Lemberg en un estado lastimoso. Durante el viaje, mi abuela no hacía más que llorar; su marido se encogía de hombros y hablaba solo.

Poco después recibimos la noticia de la muerte de Toni y nos mandaron una medalla y un escapulario del muerto.

Luego, a medida que los asuntos de la guerra se iban poniendo peor, nosotros, los de la casa, tuvimos que trabajar en el campo, porque no había ya hombres en el pueblo.

Por entonces se estableció un campamento de concentración de prisioneros rusos, la mayoría muy satisfechos de haber acabado la guerra.

Estos eran casi los más felices, por su despreocupación. El pueblo les tenía simpatía, porque eran buenos e inocentes. Estaban contentos con trabajar para comer y con no batirse.

No había necesidad, según decían, de vigilarlos, porque nadie pretendía escapar.

A medida que se prolongaba la guerra, empezó en el pueblo la carestía y el hambre. Se lo llevaban todo a otras partes y allí no venía nada.

Después de muchas reclamaciones, comenzaron, al fin, a llegar alimentos. Cuando venían vagones con víveres, los judíos se las arreglaban para quedarse con ellos y llevárselos a sus tiendas, en donde se vendían carísimos. Por otra parte, algunos aseguraban que aquellos víveres no estaban consignados a los comerciantes y que debían haber ido al Ayuntamiento, y luego ser repartidos entre los vecinos; pero la verdad era que nadie sabía nada.

Los campesinos no se atrevían a apoderarse de los víveres, y su venganza consistía en apalear a algún comerciante judío en las afueras de la aldea, dejándolo medio muerto.

Por entonces era constante el paso de los carros, de los camiones llenos de soldados heridos y de furgones con víveres y de todo un mundo de comerciantes judíos alrededor.

Nos habíamos acostumbrado a estas eternas caravanas de carros con heridos y soldados enfermos que pasaban.

Al cabo de algún tiempo, mi padre vino a buscarme y fuimos a Viena, y, poco después, de Viena me llevó a Berlín, donde, según él, había más medios de vida.