EL PUEBLO
Este país dichoso donde florece el naranjo —ha pensado Joe— es el país que se recuerda lejanamente o el que se sueña.
Que esté en el Mediodía o que esté en el Norte, es lo mismo. Que tenga manzanos o naranjos, palmeras o pinos, es igual; pero ese jardín de las Hespérides siempre aparece en el pasado o en el porvenir, nunca en el presente. En las religiones y en las utopías sociales hay constantemente un Paraíso, colocado al principio o colocado al fin.
Recordar es siempre mentir, queriendo o sin querer. Imaginar es también mentir, y solamente cuando se recuerda el pasado o se imagina uno el porvenir se inventan paraísos.
«Recordar», Evocaciones
En esta soledad en que estoy viviendo he pensado escribir mi vida para que él la conozca. No quiero que haya en mi existencia algo que sea para él ignorado.
Desde el primer día que le hablé pensé que debía ser amigo mío querido. A la hora de conocerle, tenía confianza en él como en un hermano o en un padre.
Me ha chocado siempre su manera de ser. Es un hombre tan sencillo, tan modesto, que cree que no tiene derecho a nada. Es una de las cosas que más me maravilla.
Todos los hombres que he conocido se consideran con derecho al máximum. Nada les parece suficiente. Las mujeres se deben ocupar sólo de ellos. Los frutos de la tierra deben ser exclusivamente suyos. Se figuran ser de una calidad superior al resto de los mortales.
A él no le he visto nunca reclamar nada. Cualquier cosa le parece suficiente. ¿Es todo conformidad, o hay también orgullo? Se lo hacía observar, y él me contestó:
—Habrá también un poco de orgullo.
Sea lo que sea, esa manera de sentir y de proceder es para mí muy simpática.
He conocido a don José Larrañaga viviendo en Nyborg, en la casa en la cual estoy de institutriz, una casa en donde la familia íntegra es la exigencia personificada. Quizá por este contraste me ha chocado más.
Para mi señora y para su marido nada está bastante bien hecho y siempre se está faltando de alguna manera, de palabra o de obra. El vivir, el respirar, el comer, todas son faltas. El reírse es un acto terrible de inconveniencia. Las criadas deben de ser perfectas, no olvidarse nunca de su obligación, tenerlo todo a tiempo, ser exactas y puntuales.
Acostumbrada al trato de esta casa, Larrañaga me sorprendió por su benevolencia y por su amabilidad.
La primera impresión que me produjo fue de un hombre en quien se podía confiar, de un hombre que no podía hacer nunca ni una vileza ni una traición. A la hora de hablar con él le hubiera confiado el secreto de mi vida, con la seguridad de que no me podía traicionar.
Larrañaga me pareció un hombre de una gran nobleza de espíritu. Cuando se lo dije, él se rio.
—Usted ha conocido, mi pequeña amiga, poca gente —dijo—. Quizá por eso me encuentra bien a mí.
—No es cierto —le contesté yo.
Efectivamente, no lo es. Don José Larrañaga tiene un alma grande. Yo siempre he sentido la aspiración de vivir con gente noble y superior. Es, creo yo, la única manera de elevarse y de perfeccionarse, el único modo de tender a ser mejor y de llegar a alcanzar un desarrollo completo de las facultades.
Este ha sido siempre mi gran anhelo: sobrepasarme. Me gustaría fundir mi alma en el crisol a cada paso, para que saliera más refulgente y más pura.
En parte, con ese objeto de depuración voy a escribir este Diario. Quiero también que mi amigo conozca todos los detalles de mi vida.
Yo he nacido al comenzar el segundo año del siglo. Tengo entendido que mi madre era una gran señora polaca, que debió haber vivido largo tiempo en Inglaterra. No sé si era artista de profesión o si tenía solamente aficiones artísticas. Yo no la he conocido. Le amó a mi padre, y luego, no sé por qué, se separó de él. A mí siempre me han llamado Nelly, y este diminutivo me ha hecho pensar que mi madre había vivido en Inglaterra. Mi infancia transcurrió en una aldea de Galitzia.
Mi país era muy hermoso, muy soleado. El pueblo en que yo viví estaba al norte de los Cárpatos.
Hay allí llanura y monte. Detrás de las colinas, suaves, llenas de árboles, aparecen las cordilleras azules. No sé si yo la embellezco con el recuerdo, pero aquella tierra, con aquel sol y con aquellas montañas, me pareció siempre encantadora.
Cerca de nuestro pueblo había sitios preciosos, con bosques, cascadas y prados admirables. Había también grandes grutas con estalactitas. Como allí la gente era supersticiosa, los campesinos creían que estos lugares estaban frecuentados por almas en pena y por el diablo.
Muchas veces, algunas chicas y chicos, íbamos a estas cuevas, y por la noche oíamos, llenos de curiosidad y de espanto, las historias horrorosas de aparecidos, que contaban las viejas.
Nuestro pueblo era bastante grande; tenía dos iglesias, una católica y otra protestante, y una soberbia plaza.
Cerca de nuestra aldea había hermosos estanques y un gran castillo o palacio con un parque magnifico.
La mayoría en la aldea eran católicos; aunque había también protestantes y judíos, en su mayoría comerciantes. Mi infancia fue feliz. Yo vivía en la casa de la madre de mi nodriza.
Mi nodriza se había marchado con su marido a América, dejando en casa de sus abuelos a su hijo más pequeño, Toni.
La madre de mi nodriza me consideraba como si fuera su nieta. Yo le llamaba abuela. Era una mujer muy buena, muy trabajadora, muy generosa. Su marido y ella se habían sacrificado por los hijos para colocarlos. El mayor era cura, y estaba de preceptor; los otros también se hallaban bastante bien colocados, y la hija, mi nodriza, en América.
Últimamente, mi abuela y su marido, los dos ya viejos, vivían con su nieto el más pequeño, Toni, mi hermano de leche, a quien yo quería como a un hermano de verdad.
La casa de mi abuela era pequeña y estaba rodeada de campo. Teníamos una huerta muy hermosa, en la que mi abuela, su marido, Toni y también yo algunas veces, trabajábamos.
El sentimiento de no conocer a mi madre y de ver a mi padre muy de tarde en tarde, me amargaba un poco la vida.
Mi educación fue la corriente en una muchacha aldeana. Estudié en la escuela, con todas las chicas del pueblo, y luego mi padre, al saber que tenía condiciones superiores a la generalidad, escribió al maestro para que me diera lecciones particulares.
A los doce años comencé a estudiar música.
El organista de la iglesia católica de nuestro pueblo se llamaba Matías Romano y era un viejecito muy amable y muy bondadoso. Me llevaba con él al coro y allí solía tocar el órgano para mí. Era este organista un anciano flaco, con melena blanca, afeitado, de cara muy estrecha y de frente muy ancha. Tenía la cara de un sabio y era aficionado a estudiar las costumbres de las mariposas, de las abejas y de los insectos.
A mí me explicó muchas cosas y me dio en sus conversaciones los rudimentos indispensables de la cultura.
Se dijo que yo adelantaba extraordinariamente, y el maestro Romano aseguró que me tenía que llevar al castillo y presentarme a sus dueños.
Entonces en el castillo vivía la condesa de Francken, que era una señora viuda con dos hijos. El hijo estaba en la corte de Viena, ocupando un alto cargo, y yo no le llegué a conocer. La hija se llamaba Leonor, era muy buena; una mujer encantadora como pocas, amable, instruida, de una gran belleza y simpatía. A mí me cautivó desde que la vi; ella se hizo pronto amiga mía y me enseñó el francés y el piano.
La condesa de Francken era rusa y tenía por su familia grandes posesiones en la frontera polaca. A pesar de su gran bondad, y de que su hija era complaciente y amable, no se avenían bien. La condesa estaba enferma de los nervios y tenía un genio muy desigual.
Yo estaba muy contenta de poder visitar el castillo. Me permitieron entrar en la biblioteca y leer los libros que quisiera. Me dejaron andar por el parque y recorrer todas las habitaciones.
Conmigo solía venir con frecuencia Toni, mi hermano de leche.
Toni nos llevaba a la señorita Leonor y a mí en la barca, por la laguna y por el río. Toni era un muchacho muy raro, muy inteligente; pero incapaz de tener constancia en algo. Tocaba el violín muy bien, pero no quería estudiar. Vivía en la contemplación; de una manera idílica.
Algunas veces discutíamos. Cuando mirábamos las montañas, yo decía que me hubiera gustado entrar en los desfiladeros, subir a las cumbres. Él decía que no, que le bastaba con mirarlas. Era un idealista. Vivía en un mundo en que todo tomaba aire de misterio y de prodigio.
Toni y yo teníamos un gran entusiasmo por Leonor. Los dos hablábamos a cada paso de ella. A Leonor le gustaba también Toni, pero él era incapaz de decir nada a la señorita del castillo. Con verla le bastaba.
Los primeros años de mi infancia fueron muy alegres, muy felices.