V

CONVERSACIONES EN POTSDAM

«¡Sanssouci!, ¡palacio de Potsdam!, ¡mixtificación del gran Federico!», ha exclamado Joe.

El rey filósofo y genial quiere engañar al mundo, mostrándose ante él como un ingenuo lleno de una ilusión de paz y de bondad.

¡Vedme cómo soy!, un inocente sin cuidados, sin preocupaciones, sin inquietudes.

El viejo Fritz, cuando se quita su máscara, vive lleno de inquietudes, de preocupaciones y de cuidados.

Maquiavélico escribe el Antimaquiavelo; guerrero y caviloso, crea Sanssouci.

Terrazas, jardines, fuentes, árboles, estatuas. El gran mixtificador genial forma un falso Olimpo, que es un poco un falso Versalles. Y, mientras, sus convidados, entre ellos Voltaire, charlan en francés de retórica y de filosofía, Federico cavila y planea y saca sus garras de águila por debajo de su túnica de histrión y de tocador de flauta.

«Sanssouci», Evocaciones

Tomaron el tren en Berlín para ir a Potsdam y entraron en un vagón de segunda.

Encontraron en el departamento a una señora rusa, vestida de luto, con tocas de viuda; una mujer morena, de piel cetrina, con las cejas muy negras, los ojos brillantes y cara muy triste. Llevaba alhajas pesadas y anillo de boda.

Al levantarse para salir, se le cayó el guante al suelo, y Nelly lo recogió y se lo dio.

La señora rusa le dio las gracias y luego le acarició en la cara, como a una niña, y la besó.

Subieron a Sanssouci por la gran escalinata. El tío de Nelly, Feuerstein, estaba contento. Hacía tiempo, por lo que dijo, que no había pasado un día tan agradable.

Hablaron del gran Federico y de sus amigos, y después, de Goethe, a quien el monarca prusiano, afrancesado en literatura, no estimó bastante.

El violinista y Nelly se manifestaban muy entusiastas de Goethe.

Larrañaga aseguró que indudablemente era un grande hombre; pero demasiado burgués, demasiado respetuoso con todos los valores sociales.

El violinista dijo que encontraba lógico que a un español le pareciera Goethe algo servil, porque los alemanes pecaban siempre por ser bajos y rampantes.

—No, no —exclamó Larrañaga.

—Sí; los alemanes tienen algo de los judíos —contestó Feuerstein—. Llegan al máximum de las cosas, al máximum de la ciencia y de la piedad y al máximum de la ignominia, de la vileza y del mal gusto.

—¿Usted lo cree así?

—Sí. La vileza del meridional está más concentrada que en ninguna otra raza en la raza judía, y la vileza de las gentes del Norte, en el alemán. Ya a Schopenhauer le sorprendía la cantidad de palabras que hay en el idioma alemán, para engañar; todas con un aire triunfante.

—¿Así que usted cree que los alemanes tienen los dos extremos?

—Sí. Por eso no saben ser caballeros.

—No es posible que esto sea una ley general.

—Sí, sí; es general. Es difícil que un alemán, naturalmente, sea un caballero; podrá serlo, si se lo propone; pero espontáneamente no lo es.

—Mi tío tiene muy mala idea de los alemanes —dijo Nelly riendo.