IV

LOS RUSOS

El pequeño Joe, en una época kantiana entusiasta, visitó hace años, Königsberg, la patria de Kant, y tuvo una conversación con el dueño de una cervecería de Magister Strasse, hombre al parecer amable.

Joe pudo notar que a la mayoría de los ciudadanos de Königsberg les parecía una impertinencia preguntarles por un antiguo profesor, pudiendo hablarles del Káiser o de algunos de sus generales más elegantemente vestidos, con uniformes más bonitos, llenos de galones y de estrellas.

—Usted habrá oído hablar de Kant —dijo Joe al cervecero.

—Sí, me suena. Creo que hay un Kant-Strasse delante del Palacio.

—¿Pero no sabe usted quién era Kant?

—No; supongo que sería algún general.

—Era algo más que un general.

—¿Algún ministro?

—También era más que un ministro. Era un gran filósofo.

—¿Filósofo?

—Un gran pensador. Un gran profesor.

—¡Ah! Profesor. ¡Ya!

—Debió vivir por aquí.

—No sé. Si quiere usted, le preguntaré al boticario de al lado.

—Muy bien.

Se marchó el cervecero y volvió al poco tiempo.

—¿Qué le ha dicho a usted el farmacéutico? —le preguntó Joe.

—Me ha dicho que la casa de Kant estaba en la Prinzessin Strasse, número tres; pero que se quemó. Que la Universidad donde explicó, ya no es Universidad; que él no ha leído las obras de ese autor, porque no son de su oficio; pero que en la biblioteca hay muchos libros que se ocupan de las teorías y de las opiniones de ese profesor.

«“¿Y a usted le choca esa indiferencia?”, me suelen preguntar —terminó diciendo Joe—. No me choca nada. Tampoco desde aquí vemos el Monte Blanco, lo que no impide para que sea el más alto de Europa.»

«Lo que queda de los grandes hombres», Las sorpresas de Joe

La casa en la que comía el violinista Feuerstein era un estudio de pintor destartalado, y casi sin muebles, donde unos rusos y él formaban como un falansterio. Cuando llegaron Nelly y Larrañaga, había tres o cuatro personas y el violinista.

Estas tres o cuatro personas eran rusos, vestidos con trajes harapientos, sucios, desastrados. Uno llevaba un gabán de soldado de Caballería, hecho jirones, atado con una cuerda; el otro, chaquét, destrozado, y corbata roja.

Poco después vinieron otros rusos y un viejo pintor que conocía al padre de Nelly, llamado Waltenhofen.

Mientras Nelly hablaba con el pintor. Feuerstein, el violinista, dijo a Larrañaga en un aparte que el padre de Nelly era un mentecato orgulloso, soberbio, sin ningún talento, y cómico detestable.

—¿Usted va a vivir con la muchacha? —le preguntó luego.

—No. Yo no tengo más que amistad con ella.

—Es muy buena chica. Muy inteligente, muy fiel, digna de mejor suerte. Cogió aquí la escarlatina, y el médico dijo que le había quedado resentido el corazón; es decir, que quizá tenga una lesión cardíaca. Es lástima. ¡Pobrecilla!

Los rusos ofrecieron una taza de té sin azúcar y una tostada de pan negro, con grasa, a José y a Nelly, pero era todo tan sospechoso de suciedad que ninguno de los dos aceptó.

Llegó poco después una muchacha rusa, morena, vestida de manera extravagante, con otra muy rubia y con aire angelical, que traía un niño de la mano. La morena era un muchacha de la aristocracia que, no hallando manera de vivir más decorosa, había entrado de camarera en un café de Berlín. Se llamaba Sonia. Enredada con un pianista húngaro, había tenido un niño, un chico que nació raquítico, sin uñas y casi sin huesos, gracias quizá al hambre del bloqueo.

Esto lo contó uno de los compañeros de falansterio de Feuerstein.

Ah! Quelle saloperie! —murmuró al oírlo el violinista, repitiendo su frase favorita.

Uno de los rusos se refirió a la gran confusión de ideas que había en Berlín y a la serie de discusiones sobre teosofía, antroposofía, magia, espiritismo y otra porción de necedades semejantes. El de la corbata roja habló en broma del templo antroposófico de Basilea, donde se bailaban poesías de Goethe y llegaría a bailar, según él, los postulados de Euclides y el binomio de Newton.

—No seremos nosotros los que llevaremos claridad a esta confusión —replicó otro ruso—. Nosotros no tenemos sentido. La Santa Rusia es uno de los países más absurdos del mundo; no somos ni seremos nada. No tenemos instinto.

—Ni aún siquiera de la orientación —saltó otro.

—¿Por qué dice eso? —preguntó Larrañaga.

—Aquí, en Berlín —contestó Feuerstein—, se dice que los rusos viven tan absorbidos en sus ideas, que no se enteran de lo que pasa a su lado. Se ha publicado una caricatura en un periódico satírico. En una calle de Berlín se encuentran un ruso y un alemán forastero. El alemán le pregunta al ruso: ¿Quiere usted decirme dónde está la estación? Y el ruso le contesta: No lo sé; no llevo más que diez años en Berlín.

El ruso pálido y de la corbata roja dijo que él creía que los alemanes eran casi tan absurdos como ellos. Él tenía un amigo escritor alemán que hizo durante largo tiempo un estudio entusiasta y concienzudo de San Francisco de Asís y de su amor por los animales. Luego a este escritor le multaron por matar pájaros en el campo.

Se rieron de la anécdota, pero alguno insinuó si estaría inventada.

El de la corbata roja afirmó que Berlín era una olla podrida de toda clase de locuras y de necedades. Teósofos, espiritistas, magos, mormones, comunistas, futuristas, cubistas, dadaístas; todos se agitaban como locos. Había gente que hacía la apología del homosexualismo. No había extravagancia que no se defendiera.

Ah! Quelle saloperie! —murmuró con tristeza el violinista.

—¡Qué quiere usted! —le dijo Larrañaga—. Estamos en una época de estupidez y de credulidad. Se cree en los horóscopos, en los adivinos, en que se pesan las almas y en que multiplican y hacen operaciones matemáticas los caballos de Elberfeld.

Todas las fantasías, antiguas y modernas, encontraban defensores. Los astrólogos, que hacían horóscopos; los médicos metapsíquicos, que se dedicaban al psicoanálisis de Freud; los expresionistas, que pintaban cuadros estrambóticos; los cabalistas, los partidarios de la pederastia trascendental y filosófica. Era un pequeño mundo de imponderable estupidez.

Larrañaga se puso a hablar en francés con el viejo pintor amigo del padre de Nelly.

—La verdad es —dijo el viejo pintor— que esta guerra ha sido la ruina del socialismo.

—¿Del socialismo sólo? —preguntó Larrañaga—. Yo creo que ha sido la ruina de todas las utopías humanitarias, empezando por el cristianismo, porque si en veinte siglos de predicación no ha podido educar a la gente e impedir una matanza tan bestia como esta, es indudable que no ha servido para nada. Luego, la revolución rusa ha sido un completo desencanto. Yo creo que con esta revolución se ha terminado ya, por ahora al menos, el ciclo de las utopías sociales.

El pintor insistió en lo triste y dura que había sido la vida para los alemanes durante la guerra.

—Yo creo que eran más decentes las guerras antiguas, con sus ejércitos profesionales, y en las cuales la paz venía por procedimientos diplomáticos, sin aplastar por completo al adversario. ¿No le parece a usted? —preguntó el viejo—. Lo de ahora ha sido una verdadera marranada.

Cuando el viejo pintor oyó que Larrañaga era también artista o aficionado a la pintura, le preguntó con ansia:

—¿Usted cree que la pintura de Menzel, Marees y Boecklin, ya no vale?

—Yo entiendo poco. Pero creo que sigue valiendo lo mismo.

La contestación era un poco ambigua, pero contentó al viejo pintor.

En esto entraron dos mujeres flacas, que al parecer eran de la aristocracia rusa, las Vasilevskas, en compañía de un joven, también ruso.

Una de las Vasilevskas se sentó cerca de Larrañaga y de Nelly, y estuvo hablando de la mala situación de Rusia.

Ella había conocido a Rasputín y lo pintó como un tipo extraordinario.

—¿Pero era un charlatán o un hombre de convicciones? —le preguntó Larrañaga.

—Yo creo que era un hombre serio, de convicciones —contestó ella.

—¿Y era tal como lo han pintado de tipo?

—Sí; era hombre muy expresivo, de ojos hundidos, de pómulos salientes y mirada llena de inteligencia.

—Indudablemente, Rasputín y Lenin son los personajes más curiosos de toda la época de la guerra —dijo Larrañaga.

—Lenin es el diablo —interrumpió la Vasilevska.

—Sí; pero eso es ser algo. Lo demás de Europa, es vulgaridad pura.

—Lo que es extraño —dijo el pintor— es que no se haya aclarado más la figura de Rasputín después de la guerra.

—Yo he visto varios retratos distintos de Rasputín —aseguró Larrañaga—, y, la verdad, no se parecían mucho los unos a los otros. Con su figura moral es posible que pase lo mismo.

Una de las rusas, de aire encantador, que iba con un niño, pegó a este de manera tan brutal, que Larrañaga se indignó y estuvo a punto de agarrarle el brazo y de interpelarla, pero no lo hizo.

El joven que había entrado con las Vasilevskas se llamaba Igor y, al parecer, era el encanto de la sociedad. Era un joven pálido, con melenas, los ojos y los labios pintados, la nariz corva y caída, el cuello al descubierto y un camafeo en el pecho.

Vestía blusa roja con cuello blanco, pantalones anchos y medias. Era un personaje desagradable y casi siniestro.

Saludó con cierta indolencia y se puso a hablar. Por casualidad o intencionadamente defendía siempre lo contrario de los demás.

El joven Igor cantaba con la balalaika en la cervecería donde estaba Sonia. La noche anterior, según dijo, había tomado mucha cocaína y se encontraba decaído.

Le pidieron que cantara algo, pero se negó por su debilidad.

—¿Es usted francés? —le preguntó de pronto, impertinentemente, a Larrañaga.

—No. Soy español. ¿Usted es ruso? —le dijo José con el mismo aire de indiferencia.

—Sí, soy ruso.

El joven Igor habló con Larrañaga en francés y se dedicó sin duda a dejarle asombrado; pero Larrañaga se puso a mirarle con cierta hostilidad irónica. Para el joven, todo lo que aportaba la Historia no valía nada. Él creía que César era un hombre vulgar; todos los figurones clásicos le parecían ridículos. En las ciencias y en las artes, todo lo antiguo no tenía valor. A Kant no lo leía nadie y no decía más que vulgaridades; Beethoven era insoportable; Wagner, aburrido; de Nietzsche no se podía decir más que lo que dicen los rusos: «Nietzsche, nitchevo»; es decir, ‘Nietzsche, nada’. Más importante que todo eso era inventar un nuevo paso de baile.

—Sí, es posible —dijo Larrañaga.

Luego, sin duda y en vista de que el interlocutor no se maravillaba, el joven contó cómo había desertado del Ejército ruso, comprometiendo a un compañero a quien después fusilaron. Se manifestó como un hombre vil, entregado a la crápula. Sentía gran placer en pensar que todo se podía comprar y vender, y que no había nada puro y limpio.

Contó una porción de empresas parecidas a la primera, igualmente canallescas. Las explicó con muchos detalles. Se alababa de las traiciones que había hecho y las recordaba con fruición.

Se veía que tenía esa estúpida superstición de creer que la perversidad es una superioridad.

—A usted, sin duda, le parece todo esto muy bajo —le preguntó después a Larrañaga.

—Sí, sin duda —replicó Larrañaga irónicamente—. No son hazañas que puedan servir de ejemplo en las escuelas. Son pequeñas canalladas, insignificantes.

Entonces el ruso enrojeció y dijo que los occidentales no comprendían el alma rusa.

—Seguramente que no —afirmó Larrañaga—. Pero, en fin, uno supone que entre los rusos habrá gente noble y gente canalla; quizá las acciones de la gente noble las comprendería uno y vería su mérito.

Igor se separó de Larrañaga y se reunió con unas muchachas rusas.

Tenía que presentarles como curiosidad un homosexual, a quien había invitado a venir. Este tipo se presentó poco después. Era una cosa tan ridícula, que daba vergüenza.

Era un alemán alto, fuerte, con las espaldas anchas y las manos grandes, con los ojos y la boca pintados. Por lo que dijeron, era estudiante, y en la Universidad le contemplaban como a un grande hombre, le sacaban fotografías y hasta celebraban conferencias con él y le sometían a procedimientos del psicoanálisis de Freud.

El ruso Igor contó cómo se había hecho amigo del estudiante alemán después de una gran borrachera. El alemán, enternecido por el alcohol, le había dicho medio llorando:

—Yo soy un invertido.

Él le había contestado:

—Yo también; pero además he sido incestuoso. He tenido un hijo con mi hermana.

Las muchachas, al oír esto, rieron como si el ruso hubiera dicho una cosa graciosísima.

Quelle saloperie! —murmuró el violinista con tristeza.

Nelly hablaba con el viejo pintor y no se enteraba de lo que decían los demás.

Era todo de una mezcla de majadería, de petulancia y de falta de gracia verdaderamente extraña.

Sin embargo, la mayoría de la gente se reía y celebraba las impertinencias y las brutalidades del ruso como cosa exquisita.

Larrañaga, cansado de aquel ambiente, dijo a Nelly que debían marcharse.

Iban a salir cuando al joven Igor, con su versatilidad, le dio la humorada de sacar la balalaika y ponerse a cantar.

Cantaba maravillosamente canciones populares rusas; unas muy tristes, llenas de melancolía; otras muy animadas, y algunas canciones de soldado (soldatskaias), de mucho carácter.

Una melodía triste y larga de los remeros del Volga le pareció a Larrañaga igual que una melodía vasca. Había una canción en que se destacaban en el estribillo dos palabras: Basilowscki, Siretowschki. Luego Igor cantó la Kamarinskaya, de Glinka, de una manera endiablada.

—¡Qué gracia tienen estas canciones de los soldados! —dijo Larrañaga.

Nelly conocía alguna de ellas, por haberlas oído en su pueblo de Galitzia a los prisioneros rusos.

—Es curioso el encanto de las canciones de los soldados. Todo tiene gracia alrededor de ellos —dijo una de la Vasilevskas.

—Es la juventud —repuso el viejo pintor.

—Y, sin embargo, el cuartel es hediondo —añadió Larrañaga.

Una de las rusas tradujo la letra de estas canciones de soldados.

El pobre violinista Feuerstein quiso también lucirse; sacó su violín y se puso a tocarlo; pero desafinó dos o tres veces y quedó entristecido.

—No practicaba. No tenía los dedos ágiles —dijo para excusarse.

El ruso Igor, como para poner en ridículo al violinista, comenzó a cantar, acompañándose de su instrumento, una canción popular alemana:

Oh du lieber Augustin,

Augustin, Augustin.

Y los rusos se pusieron a bailar todos con el aire grotesco de osos polares.

—Bueno; vámonos —dijo Larrañaga a Nelly, y se fueron al hotel.

En el camino hablaron de las gentes que habían conocido en la casa. Al día siguiente pasaron por delante de la cervecería rusa en donde estaba Sonia y tocaba y cantaba Igor; pero sólo por el aspecto, Larrañaga comprendió que aquello era un burdel.

Fueron a otro café. Larrañaga celebró un poco irónicamente el aire aristocrático que los alemanes quieren dar a sus cafés, en donde todo el mundo tiene que estar descubierto y los comerciantes y los dependientes de comercio se saludan como los Montmorency o los Rohan en la corte de Francia.

—Y gracias que ya no hay militares —dijo—, porque estos cada uno parecería un Napoleón.

Nelly se reía un poco defraudada.

—Aquí todo pretende tener más categoría que lo normal —añadió Larrañaga—. Las estaciones del tren son verdaderos templos; los cafés son lugares aristocráticos, y las tiendas de salchichas son tiendas de delicadezas.

Al día siguiente, el violinista Feuerstein se presentó en el hotel a acompañar a Larrañaga y a Nelly.

A Larrañaga no le gustó gran cosa Berlín.

El violinista, exageradamente, dijo que todo en la ciudad era de un mal gusto terrible.

—Esta estatua de Bismarck parece de un hombre que va a una trapería a vender algunas ropas viejas —dijo el violinista.

—Sí; es muy fea.

—Y esta estatua de Moltke es un horror.

—Sí, también es muy fea.

Nelly, un poco entristecida, dijo a Larrañaga que su padre era alemán del Mediodía, y su madre, polaca.

Así que ella no tenía de prusiana absolutamente nada.

De noche todo estaba lánguido, triste, en Berlín. No había inmoralidad sexual probablemente por anemia; pero ya no había moralidad ninguna en los tratos de la vida.

Después del paseo, el tío de Nelly, el violinista, se quedó a cenar en el hotel. El viejo preguntó con gran interés a su sobrina si podría pedir vino. Larrañaga le dijo que sí, que lo pidiera. El hombre bebió con una gran delectación cómica un poco de vino.

Para el día siguiente pensaron ir a Potsdam a ver el palacio de Sanssouci.