DESBARAJUSTE
Berlín. La pedantería militar.
La glorificación del casco prusiano y del paso gimnástico de parada.
Los fantasmas blancos de los reyes de la Avenida de la Victoria.
Las estatuas de los generales.
La ciudad del Canciller de Hierro y del Káiser con bigotes de peluquero. Todo kolossal.
Berlín. Unter den Linden, con su aire vienés o parisiense, museos, palacios, falsa Atenas, orquestas wagnerianas, cervecerías y music-halls, salchichas y mujeres blancas.
¡Berlín!, el trabajo duro, el esfuerzo, la claridad, la ciencia, la miseria áspera de los intelectuales y los falansterios de los emigrados rusos.
«Berlín», Evocaciones
Al llegar a Berlín fueron a parar a un hotel próximo a una estación, donde les dieron cuartos muy elegantes. Reinaba la xenofobia en la ciudad. Todo estaba cinco o seis veces más caro para los extranjeros que para los alemanes. El franco suizo comenzaba a valer un millón de marcos.
Como estaban cansados, el primer día no salieron casi del cuarto.
En la habitación de al lado, una pareja de rusos se pasaba el tiempo tocando la guitarra y cantando. Lo hacían de una manera tan lánguida, que, al oírlos, Larrañaga se forjó la idea de que debían de ser heridos o enfermos que estaban en Berlín en tratamiento. Por la noche vio que los supuestos enfermos eran un ruso de cerca de dos metros de alto, con un pijama azul, y su mujer, una gigante por el estilo.
En el vestíbulo del hotel, una porción de anuncios impresos indicaban a los viajeros el que antes de veinticuatro horas se presentaran en la Inspección de Policía.
—Tendremos que ir —dijo Nelly.
—No. ¿Para qué? Nos haremos los desentendidos.
José dijo a Nelly que buscara a sus parientes, pero ella quiso ir con él. Fueron los dos.
Preguntaron en varias partes por el padre de Nelly y por un tío, llamado Feuerstein, que era violinista.
Les dijeron que no sabían dónde estaba el padre de Kelly. El tío, Federico Feuerstein, el violinista, vivía en casa de un aristócrata; por lo menos, en esa casa tenía sus señas.
Fueron a buscarle y, después de esperar largo tiempo, dieron con él.
El violinista era hombre alto, escuálido, blanco, con bigote caído y aire blando, a quien la miseria de la guerra había consumido.
El amigo aristócrata le había dejado aquella casa, para que la cuidase y viviera en ella. La casa era magnífica. El violinista les invitó a entrar. Subieron unas escaleras suntuosas; luego, precedidos por Feuerstein atravesaron salones lujosos, con cuadros antiguos, espejos y arañas colgadas del techo, y llegaron a un cuarto recubierto de azulejos blancos, un cuarto que debía ser una despensa. Feuerstein se asomó a la cocina próxima y gritó: «Ya estoy aquí».
Luego se sentó a una mesa de cristal que tenía una servilleta de papel. Una mujer, vestida de blanco, con una toca también blanca, de cara seria y malhumorada, con tipo de enfermera, que estaba en la cocina en compañía de un hombre, trajo al violinista una sopa de mal aspecto y después un pedazo de pan negro con un poco de sebo, también oscuro y negro.
—Está mujer es la cocinera de mi amigo, y está ahí en la cocina con su querido —dijo el violinista—. Me tiene odio porque vengo a comer aquí. Es la orden que le ha dado el amo.
Nelly pidió al violinista noticias de su padre; pero él no sabía nada; dijo que se enteraría.
El violinista era primo del padre de Nelly y le gustaba hablar en francés. Contó a Larrañaga una serie de lamentables anécdotas de la guerra. Uno de sus amigos, un compositor viejo a quien le habían llevado a la guerra tres hijos, se había muerto de hambre y de frío en un banco de una plaza adonde solía ir a tomar el sol, naturalmente, cuando lo había.
Feuerstein, para todo tenía esta frase, en francés: «Ah! Quelle saloperie!», aunque algunas veces decía: «Quelle saloperie degoutante!».
Se comprendía que para un violinista la guerra debía de ser tan estúpida, tan inútil, que no le produjera más que asco. Él, que había vivido y logrado sus pequeños éxitos en París y en Londres, no podía comprender que se dijese que franceses e ingleses eran solamente unos bandidos.
Feuerstein era hombre de buen gusto y de cultura, que quizá hubiera llegado a ser algo si hubiera tenido perseverancia. La guerra le había cogido en un momento de decadencia, y había, naturalmente, exagerado esta, convirtiéndole en un pobre hombre, inútil, vagabundo y borracho.
Feuerstein contó que por la mañana comía con unos rusos, y hacía con ellos la vida en común, en una casa de Charlottenburgo. Allí podían encontrarle cuando quisieran.
El violinista no podía soportar a aquella mujer que le servía la comida; la iba tomando un odio atroz. Ella hacía todo lo posible por humillarle y por mortificarle.
Se despidieron del violinista, y Larrañaga y Nelly prometieron para el día siguiente ir a verle a la casa de Charlottenburgo.