II

NOCHE INQUIETA

Al abandonar la ciudad, nuestro amigo Joe exclamaba: «¡Hamburgo! ¡Hamburgo! El trabajo feroz. El puerto inmenso. Las grúas, altas, con sus casetas giratorias. Los hangares. Los elevadores neumáticos, gigantes melancólicos de los muelles, con tubos, con escalas, silbando, echando humo y chorros de vapor…

»¡Hamburgo! ¡Hamburgo! Los trasatlánticos de cuarenta mil toneladas; los diques secos, con una algarabía de terribles martillazos; el escudo de las compañías marítimas, como pulpos rojos cuyos tentáculos abrazaran el planeta. El infierno del movimiento.

»¡Hamburgo! ¡Hamburgo! El río de cieno, el humo negro del carbón de piedra, el color del hierro roñoso y del minio en la chatarra de los barcos, el cielo de tinta, las sirenas aulladoras, las dragas monstruosas, las gabarras llenas de barro, arrastradas por remolcadores humeantes.

»¡Hamburgo! ¡Hamburgo! Las grandes navieras, los capitanes de industria, los negociantes jugadores de fútbol con las acciones de las compañías, la aventura de los últimos conquistadores sobre la pesadez de la mecánica y del dinero. Pueblo de hombres de presa y de mercachifles judíos que charlan de la valuta con voces agrias o gangosas en el Alster-Pavillon. Todo grande, sencillo, sin aparato.

»¡Hamburgo! ¡Hamburgo! Ambición. Locura. Sueño de imperialismo y de dominio. Estaciones que vomitan gente, terrible torbellino de barcos, de máquinas, de obreros. Barrio de Sankt Pauli, con sus tabernas y sus cabarets de mujeres desnudas, sus devotos de la bandera roja y sus chulos… Calles grandes, lago, puentes, perspectivas lejanas, en donde, al anochecer, se ve, por encima de los tejados, el sol pálido sobre la estatua gigantesca de Bismarck.

«Hamburgo», Evocaciones

Marcharon por la calle hacia el puerto. Utilizaron un ascensor para bajar a la orilla del rio y tomaron un billete para entrar en un barco que recorría los distintos muelles.

Al pasar al barco, un fotógrafo hizo una fotografía, que luego vendió a los pasajeros.

—Sí usted quiere, compraremos una —le dijo José a Nelly.

—No. No se nos ve bien —replicó ella, que había mirado con atención la fotografía.

Corría aire fuerte y las aguas del río, de color de barro, parecían hervir al impulso de las ráfagas de viento.

Había en el barco que daba vuelta al puerto un cicerone, hombre que explicaba por dónde iban; dónde estaban los vapores de la Hamburg-Amerika-Line en el Petersen Quai, los de la Deutsche Levante Limes, los de la Kosmos; los de Hugo Stinnes… El cicerone contó por qué se llamaba Duques de Alba a los pilares de madera metidos en el río para amarrar los barcos; luego el hombre mostró las dársenas: Baakenhafen, segelschiffhafen, Molden Hafen y otras cien más; mostró el Cabo Polonio, gran trasatlántico recientemente construido, y el buque bolchevique el Rojo de Petrogrado, sucio y sin pintar, que acababa de venir al puerto.

El hombre interrumpía sus explicaciones con algunos chistes que Nelly encontraba inoportunos y de mal gusto.

Pasaron por delante de los diques secos y cruzaron al lado de vapores que llevaban cientos de obreros A la vuelta oyeron la descarga de un cañón.

—Esto es un infierno —dijo Nelly.

—Sí, es como un sueño; yo he tenido muchas veces pesadillas semejantes —contestó Larrañaga.

—¿Y aun así le gusta?

—Sí; porque se nota fuerza y energía. Se ve que este es un pueblo dispuesto a no considerarse vencido.

Volvieron por la orilla del río a pie. El viento les hizo guarecerse en un portal. Pasaron por calles por donde corrían los canales como en las ciudades flamencas.

—Este barrio antiguo, entre el Elba y el lago de Alster, es una ciudad holandesa, con sus casas viejas y sus canales tortuosos —dijo Larrañaga—. Ahora, en la parte nueva. Hamburgo es una de las ciudades más hermosas de Europa.

—Me alegro que le guste a usted Alemania —repuso Nelly.

Fueron a cenar al mismo restaurante donde habían comido por la mañana, y después de cenar marcharon a un café próximo a la estación central, porque Larrañaga no quería verse de nuevo con los españoles que se reunían en el Alster-Pavillon.

En el café donde entraron había una animación verdaderamente extraordinaria. Estaba lleno de hombres y de mujeres. Abundaban los judíos, que se destacaban entre las demás gentes pesadas, por sus tipos orientales y por su gesticulación expresiva.

Tocaba la música. Los parroquianos bebían y gritaban como locos. Parecía que algunos se emborrachaban por persuasión y sin necesidad de alcohol, porque se les veía con algún vasito de cerveza pequeño delante.

En esto la música comenzó a tocar la sinfonía de la ópera Carmen. Al llegar a la marcha del toreador, aquello tomó un aire de fiesta de salvajes. Todo el mundo gritaba desaforadamente. Uno cogió a una muchacha, la sentó sobre sus hombros y la paseó por entre las mesas. Otro hizo lo mismo con un amigo. Era una cosa absurda, disparatada, de alegría forzada y morbosa.

Nelly y Larrañaga, cansados del ajetreo del día, salieron del café y se acercaron al hotel de la plazoleta donde habían tomado cuarto.

De noche Larrañaga encontró peor aspecto a la pequeña fonda y sospechó si sería una casa de citas. Subieron a la oficina. Una mujer muy seria les dio la llave, y siguieron por la escalera estrecha hasta el último piso. Abrieron el cuarto. El cuarto era de aspecto vulgar, con un montante encima de la puerta y cromos en las paredes. Las ropas y las sábanas de la cama estaban llenas de sellos estampados con tinta.

—¡Es extraño! —exclamó Nelly.

—Será para que no se lleven las ropas.

—Es desagradable.

—Échese usted en la cama. Yo me tenderé en el diván —dijo Larrañaga a Nelly.

—No, no.

—Sí. Si no, sacaremos un colchón. Yo prefiero no dormir en la cama. En estas camas de Alemania no puedo dormir.

—¿Por qué?

—Porque ponen un edredón tan pesado que, sobre todo en verano, no lo puedo soportar. No comprendo cómo la gente es tan insensible que en pleno verano resiste este abrigo brutal en la cama.

Decidieron echar un colchón en el suelo.

José se quitó las botas y la chaqueta, se tendió en el colchón y al poco tiempo se quedó dormido.

Se despertaría cuatro o cinco horas después, ya descansado. Estaban tocando en un violín y en un piano un pasodoble español torero, pero lo tocaban con sordina y apenas se oía.

«¿Dónde demonios estoy?», se preguntó José.

Se dio cuenta de dónde estaba y oyó suspirar a su lado. Se incorporó. Entraba la claridad de una luz por el montante de la puerta, cerrado por un cristal esmerilado.

—¿Qué pasa? —dijo a la muchacha.

—¡Ay Dios mío! ¿Se ha despertado usted?

—Sí.

—¿Qué ocurre aquí? ¿Qué casa es esta? —dijo Nelly.

—Pues, ¿por qué?

—Toda la noche se han oído pasos, canciones, alaridos. Han empujado la puerta, una mujer ha dado un grito, otra ha estado chillando: «¡Gustavo! ¡Gustavo, ven!», y al mismo tiempo se oían carcajadas.

—No haga usted caso —dijo Larrañaga—. Esté usted tranquila. La puerta está bien cerrada. Aquí no entrará nadie y cuando se haga claro nos iremos. Yo estaré despierto, porque he dormido bastante.

La muchacha comenzó a serenarse, y por su respiración regular, Larrañaga comprendió que se dormía.

José estaba próximo también a conciliar de nuevo el sueño, cuando se oyó claramente un tiro.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Nelly, sobresaltada y levantándose en la cama.

—Alguna silla que ha caído. Esta es una casa alborotada, verdaderamente insoportable.

—¿No habrá sido un disparo?

—No, no. ¡Ca! De noche hubiera sonado mucho más.

—Yo juraría que era un tiro.

—¡Ca! Estará usted soñando. Puede usted dormir tranquila.

Nelly encendió la luz. Se horrorizaba pensando en la gente brutal que debía haber en aquella casa.

José oyó un abrir y cerrar de puertas, gente que subía y bajaba la escalera. Estas voces, estos gritos, estos murmullos daba a todo aquello una impresión de que había pasado algo trágico.

Sobreponiéndose, llegó a infundir tranquilidad a la muchacha. Nelly, de cuando en cuando, abría los ojos, miraba a José y sonreía.

Al entrar en el cuarto la luz del día, la muchacha se durmió profundamente. Larrañaga iba a aprovechar la ocasión para volverse a dormir, cuando sonaron unos golpes suaves en la puerta.

Larrañaga preguntó en voz baja:

—¿Quién es?

—La policía. Abra usted.

Larrañaga abrió y se encontró con un hombre alto y fornido que le mostró un carnet con su fotografía.

—Los documentos —le dijo.

Larrañaga sacó su pasaporte y lo mostró.

—¿Habla usted francés o inglés? —le preguntó al policía.

—Sí. ¿Por qué?

—Esta pobre muchacha se ha pasado toda la noche espantada con los gritos que han dado en esta casa, sin poder dormir, y ahora ha cogido el sueño. Yo quisiera que no la despertaran, que la dejara usted dormir.

El policía miró a la muchacha y el colchón donde había dormido Larrañaga.

—¿Quién es esta muchacha? —dijo.

—Es una chica alemana que ha estado de institutriz en Nyborg, en un pueblo de Dinamarca, y viene conmigo a Berlín a ver si encuentra a su padre. Está enferma.

—¿Es pariente de usted?

—No. Es amiga solamente. Hemos entrado en este hotel, porque no hemos encontrado otro, sin saber qué clase de casa era.

—Sí. Está todo ocupado en Hamburgo. Bien. Déjela usted dormir.

—¿Y qué ha pasado aquí? —preguntó Larrañaga—. Ha sonado un tiro.

—Sí. Se ha suicidado uno que ha venido con una mujer —contestó el de la policía con indiferencia.

El de la policía salió, y Larrañaga, tendiéndose en el colchón, consiguió dormirse de nuevo.

Cuando despertó, estaba Nelly vestida y arreglada.

«¿Qué voy a hacer con esta muchacha?», se preguntó Larrañaga. Dejarla sola le parecía muy duro. «Le acompañaré hasta Berlín, a ver si encuentra a su padre y la dejaré con él. Pero ¿y si no le encontramos?»

La muchacha, como si comprendiera las intenciones de Larrañaga, le dijo:

—He estado muy tonta asustándome e interrumpiéndole a usted el sueño; pero no lo hará otra vez. Comprendo que, después de la guerra, todo debe estar muy revuelto y muy alborotado.

Larrañaga se vistió rápidamente.

—Bueno; vamos a desayunar —dijo a Nelly.

Salieron del hotel, en aquella hora silencioso y desierto. No había nadie. Buscaron un mozo y marcharon a la estación, donde tomaron billete para Berlín.