IMPRESIONES DE DESPUÉS DE LA GUERRA.
SE ENCUENTRAN
El niño con aire de desgana, con su gabancito, su gorra y sus anteojos ha llegado a la estación de un pueblo de la Mittel-Europa. Le acompañan la madre, la tía, un criado. Van a llevarle al campo. El niño está algo enfermo.
Para distraerle le muestran todos los atractivos de la estación kolossal: la arquitectura complicada del hierro, la geometría, la geografía, la fotografía, reflejo de las bellezas del turismo y de la cultura, el altavoz de la telegrafía sin hilos…
—Mamá, yo quiero ir a casa —dice el niño.
—¿Cómo a casa? ¡No! Si vamos a un sitio muy bonito. ¡Mira qué hermosos carteles de colores!, ¡los últimos libros!, ¡los periódicos recién impresos!, ¡las vistas de las ciudades! Roma, Constantinopla, Nápoles, Argel. ¡Mira qué palacios!, ¡qué barrancos!, ¡qué estatuas!, ¡qué columnas!, ¡qué pirámides!, ¡qué acueductos!, ¡qué puertos!, ¡qué ruinas con cabras y pastores! Todo esto lo tienes que ver tú.
—Mamá, yo quiero ir a casa.
—A casa, no. ¡Qué disparate! Mira la Costa Azul, la Costa de Oro, la Costa de Plata, Normandía, Bretaña, el Atlántico, el Mediterráneo, Túnez, Egipto, el Mar Rojo, los Alpes, Chamonix, el Monte Blanco, los Dolomitas, el Jung Frau, el Lago Leman…
—Mamá, yo quiero ir a casa.
«Las estaciones melancólicas», Las sorpresas de Joe
La correspondencia entre Larrañaga y Nelly comenzó con largas interrupciones, pero llegó a hacerse regular.
Todas las semanas Larrañaga recibía una carta de Nelly. A veces José se retrasaba en su contestación, porque no sentía muchas ganas de escribir; pero, al fin, escribía, unas veces por simpatía y otras por piedad.
Nelly en sus cartas manifestaba inteligencia viva; había leído bastante y con provecho. Tenía ese sentimiento muy alemán de querer desenvolver el alma, algo que está relacionado en los germanos con su idea del werden.
Este concepto tan alemán del devenir lo adquirió en el colegio, y lo había desarrollado después, no sólo como una vaga idea cogida al azar, sino como algo suyo personal.
Ella pensaba que así como las cosas se van realizando poco a poco en ese río confuso de la existencia, hasta tomar forma definitiva, lo mismo las almas van pasando por estados embrionarios, buscando sus modos, cada vez más completos, hasta alcanzar en la vida su perfección máxima, y era esto a lo que ella aspiraba. Desenvolverse. Ser todo lo que podía ser. Ese era su ideal.
La correspondencia duró dos años. Al principio, Nelly se manifestaba descontenta, pero no desesperada; luego en ella la desesperación fue en aumento.
«Cumplo mis obligaciones puntualmente, pero con tristeza —decía en una carta a Larrañaga—. Cuando me meto en la cama y apago la luz, pienso: “¡Ahora, arriba el telón de los sueños!”, y me pongo a soñar. Mis mejores amigos vienen a hacerme compañía, entre ellos una amiga de la infancia llamada Leonor, mi padre, mi tío y usted.»
En otra carta contaba: «Estoy haciendo un chaleco de lana para usted». La señora de la casa, Frau Brinckmann, me ha preguntado severamente para quién lo hago y le he dicho que para mi padre. «¿Sabe usted dónde está ahora?», me ha vuelto a preguntar. «Sí», le he contestado, aunque no es verdad. Terminaba la carta diciendo: «Mi querido amigo, mi gran amigo, no se olvide usted de escribirme. Sea usted bueno con su amiga, que tanto le quiere».
Otra vez le preguntaba: «¿Pensará usted en mí tanto como yo pienso en usted? No lo creo; pero tampoco lo exijo. Me contento con que se acuerde usted un poco de la amiga que ha dejado usted en esta tierra fría y nebulosa. No quisiera que me hiciese usted regalos, sino que me escribiera».
Pasado algún tiempo, le decía: «Ya empieza la primavera; pero aquí se nota poco. Sigue la niebla, el cielo gris y el ruido terrible de las olas. ¡Oh! ¡Cómo quisiera ir a un país meridional, de cielo azul y de sol brillante, en donde no hubiera este viento furioso y este ruido del mar tan triste! ¡Qué a gusto volvería a mi aldea de los Cárpatos a ver aquellos bosques, aquellos prados y aquellas lagunas! Pero quizá no; mis amigos ya no están allí, y tampoco quisiera separarme de usted».
Otra vez casi le reñía: «No me gusta que tenga usted mala idea de los hombres y, sobre todo, no me gusta que tenga usted mala idea de sí mismo. Yo le conozco a usted y sé cómo es. Su amigo el dinamarqués señor Olsen me ha escrito hablándome de usted y tiene la misma idea que yo. Es decir, le considera a usted como hombre bueno, generoso, valiente, inteligente, que no tiene más defecto que el mirar las cosas con ojos misantrópicos. ¿Por qué ha de creer usted que constantemente todo ha de salir mal?».
A veces Nelly se expresaba con gran fuego y melancolía: «En esta noche negra que me envuelve, usted es mi única esperanza, el único rayo de luz que puede disipar mis inquietudes y mis tristezas. Es usted mi protector natural y le veo en mis sueños como a San Jorge derribando al dragón. Mi vida es muy triste. Tengo que vivir disimulando. Muchas noches no hago más que llorar. Mis patronos creen que lloro por las desgracias de Alemania. ¿Me abandonará usted? ¿No se acordará de su pequeña amiga, que lleva una vida tan triste? ¿No le ayudará usted a salir de este país, en donde está languideciendo?».
Al acabar la guerra, sus cartas se hicieron aún más desesperadas. Sus amos, los alemanes de Flensburg, que vivían en Nyborg, estaban más sombríos e irritados que nunca con la pérdida de la guerra, y la vida con ellos era insoportable.
Larrañaga sentía mucha pena pensando en aquella muchacha, y le mandó dinero para que volviese a Alemana, pero ella le contestó que no saldría sola. Si él no iba a buscarla, se quedaría allí, moriría allí. Larrañaga, vencido, le escribió una carta diciéndole que no podía ir él inmediatamente y que la esperaría ocho días después en Hamburgo, a las nueve de la mañana, en un café, enfrente de la estación central. Le escribió a la señorita Nord, pidiéndole que hiciese el favor de acompañar a Nelly hasta el barco.
Larrañaga pensaba esperarla en Hamburgo e ir con ella a Berlín a buscar a su padre.
Larrañaga hizo un viaje en tren, pesado, largo y fastidioso; tuvo que esperar en la frontera alemana horas y horas para ser registrado, y llegó a Hamburgo al amanecer, cansado, y fue a sentarse al café en donde había citado a Nelly.
Esperaba en la terraza del café cuando apareció Nelly con un maletín en la mano. Venía la pobre muchacha, pálida, cansada. Se había mareado, según dijo, en el barco, desde Nyborg a Lübeck, y había seguido mareada en el tren hasta Hamburgo.
Tomaron el en café un desayuno con un poco de leche falsificada.
—¿Tiene usted ya hotel? —preguntó Nelly a Larrañaga.
—No, no tengo.
En la proximidad de la estación no hallaron sitio donde hospedarse en ninguna parte; solamente en el hotel de una plazoleta encontraron cuarto con una cama. La fonda, pequeña y limpia, tenía aspecto un tanto raro. Le chocó a Larrañaga su aire discreto y misterioso; pero tal era la escasez de alojamiento, que se decidió a dejar allí sus maletas y, en último caso, pasar la noche. Dormirían uno en la cama y el otro en el diván o en el suelo.
Hicieron un nuevo recorrido en busca de alojamiento, por si acaso; pero en vista de que no se encontraba cuarto, decidieron quedarse allá.
—No nos ocupemos ya de eso —dijo Larrañaga—. Si no vamos a pasar todo el día danzando de un lado a otro.
Preguntaron por un buen restaurante, y fueron al que estaba cerca del Ayuntamiento, en un piso bajo con ventanas a un canal, y charlaron largo rato.
Comieron bastante bien y, después de comer, Larrañaga preguntó a Nelly:
—¿Qué piensa usted hacer?
—Me gustaría encontrar a mi padre.
—Muy bien. ¿En dónde estará?
—Yo creo que en Berlín.
—Bueno; iremos a Berlín. ¿Y luego?
—Luego quisiera vivir donde usted viva —dijo la muchacha ruborizándose.
Larrañaga no quería dar a la conversación giro amoroso ni mucho menos. Recordó que hacía años, en Hamburgo, solía ir a un café llamado Alster Pavillon, café grande como un teatro, con tribunas donde tocaba la música y se reunían algunos españoles. Por si acaso quedaban conocidos, fue al café con Nelly y preguntó al mozo si se seguían reuniendo algunos compatriotas. El mozo le dijo que sí y le llevó a una mesa.
Había tres españoles. Uno era comisionista de Bilbao; el otro, afeitado, pequeño, con aire de cura, al parecer profesor de idiomas, y el tercero, vendedor de fruta. Entablaron conversación como si se conocieran. El pequeño contó en seguida que había ocultado a Casanella, uno de los que mataron al presidente Dato en su casa de Hamburgo. Una noche se le presentó en su hotel un hombre alto, flaco, que estudió el cuarto de la casa rápidamente, sin duda para ver si le convenía para esconderse y luego le dijo que era Casanella. Él le proporcionó papeles falsos para poder embarcarse y entrar en Rusia por Rival.
Este hombre de negro, con aire de cura, daba lecciones de español, y por su aspecto debía vivir bastante mal. El tercero de los españoles era frutero valenciano, violento, exasperado, que luego supo Larrañaga que había pegado una navajada a un judío en Ámsterdam y había estado a punto de matarle; pero que por tener muchos motivos, pues el judío le engañaba y se burlaba de él, no le castigaron los tribunales más que a una pequeña pena.
Estos tres españoles fraternizaron en seguida con Larrañaga y le hablaron de otros dos paisanos que iban a venir de un momento a otro, a los cuales pintaban como tipos muy interesantes: uno, que era diplomático, y el otro, periodista.
Efectivamente, poco después llegaron dos hombres.
El diplomático era alto, aguileño, curtido por el sol, con aire de moro o de judío, los ojos claros y la perilla en punta. El otro era de mediana edad, bajo, con barba, de cara muy correcta, con los ojos tristes y el labio belfo. El diplomático era, indudablemente, hombre de gran carácter. Tenía ya más de cincuenta años y, al parecer, era un Don Juan. Se había llevado hacía poco a una chica de una familia aristocrática de Viena, que vivía con él. Este intrigante había estado en todas partes, había hecho de todo y sacado dinero a todo el mundo.
Hablaba de manera pintoresca. Explicaba los hechos conocidos por razones completamente distintas a las admitidas corrientemente. Al oírle, daba la impresión de que estaba en los grandes secretos de Estado. Había conocido y hablado al Zar, al Káiser, a Kerenski, a Lenin, a Rasputín, a Lloyd George, a Wilson, a Clemenceau, a Poincaré, a Hindenburg, y sabía sus más íntimos pensamientos.
Hablaba todos los idiomas, entraba en todas las Embajadas y había escrito en varios periódicos. Cargo diplomático no tenía ninguno. ¿De dónde era? ¿De qué nación? ¿Era clerical? ¿Anticlerical? ¿Judío, antisemita, francófilo, germanófilo, o era sólo un farsante?
Probablemente era un sinvergüenza audaz, dispuesto siempre a tomar parte en cualquier combinación sucia y canallesca. Se veía que era un embustero; pero como tenía muchos datos, sabía documentar sus embustes, de tal manera que les daba un aire de certidumbre. A Larrañaga le quiso embaucar, conquistar y casi lo consiguió.
El periodista era un hombre silencioso y misterioso; hablaba poco y miraba a su compañero el diplomático apoyando los labios en el puño del bastón. Este tipo confirmaba con sus escasas palabras, y sobre todo con sus gestos, las extrañas informaciones del diplomático. Habló, vaga y misteriosamente, de negocios raros y poco lícitos. Tenía documentos bolcheviques, cartas de Rasputín y de la emperatriz de Rusia, fotografiados. Él, al parecer como su compadre, había estado en todas partes. No se sabía quién era más fantástico, si el hablador o el silencioso. Este, en pocas palabras, dijo que había sido ingeniero, marino, fotógrafo, embajador de una República americana, que había estado en Rusia y se había hecho enemigo de los bolcheviques.
A Larrañaga le divertía mucho la charla de aquellos hombres pintorescos; pero ante una observación y una mirada de Nelly, comprendió que no le convenía estar allí y tomar confianza con ellos.
Para dejarlos, inventó que Nelly y él tenían que hacer, y se despidió de los españoles con este pretexto.
—Ahora tenemos que ir al puerto —dijo Larrañaga.
—Yo le acompañaré a usted, porque allí tengo grandes influencias —le advirtió el diplomático.
—No, no hay necesidad. Es un asunto particular de esta muchacha amiga mía.
—Venga usted luego por aquí —le dijo el otro.
—Sí, sí; vendré después de cenar.
Y, saludando a los españoles, Larrañaga y Nelly salieron a la calle.
—¿Qué, le ha dado mala impresión esa gente? —le preguntó Larrañaga a Nelly, riendo.
—Muy mala. Ese hombre aguileño, con la cara atezada y los ojos claros, tiene aire de ser un bandido.
—Sí; debe ser un canalla completo. Ya he notado que le hacía a usted mala impresión.
—Y yo he notado también —dijo Nelly— que a usted le interesaban y que hubiera usted llegado a tener confianza con ellos.
—Sí; es un defecto mío. Esa gente irregular me divierte.
—Si hubiera usted vivido con mi ama de Nyborg, Frau Brinckmann, y le hubiera oído a usted decir esto, ¡qué mala opinión hubiese formado de usted!
—Quizá la que merezco.
—No, no. Ustedes, los hombres del Mediodía, son artistas y tienen la curiosidad por el hombre y pasan por sus defectos cuando ven algo gracioso. Y en el Norte, no; todos son preceptos y reglas de moral.
A mí me gusta que sea usted así. ¿Sabe usted a quién me recuerda?
—¿A quién?
—A la señorita Nord.
—¡Ah, sí!; pero aquella es más avispa que yo.
—No crea usted; en el fondo es buena.
Charlando, se acercaron al puerto.
—¿Qué, visitamos el puerto?
—Bueno; vamos.
Nelly se enteró de lo que tenían que hacer.