CONVERSACIÓN EN EL BARCO
En medio de las olas y de las espumas de estos mares tristes, los grandes faros de los promontorios, de las islas rocosas y de las boyas flotantes se destacan audaces, atrevidos y románticos.
Se comprende la identificación hecha espontáneamente de la inteligencia de los grandes hombres y de los faros. Platón, Copérnico, Kant, son faros en las tinieblas, pupilas atentas y misteriosas, impasibles frente al desorden de la vida. Entre las olas, llenas de espuma; entre el grito ronco de las gaviotas y de las procelarias, como centinelas siempre vigilantes, velan de día y de noche los faros del Báltico. Son como el corazón de la bruma, la llama que arde entre las nieblas.
Hace siglos, en el Sund, entre Suecia y Dinamarca, se levantaba otra torre tan romántica como la de los faros del Báltico; pero esta torre no miraba al mar, sino a las estrellas. Era un observatorio.
A Tycho Brahe, astrónomo anticopernicano, el rey le concedió para toda su vida la propiedad de la isla de Hven.
Tycho mandó hacer en una meseta central de la isla un gran castillo. Uranienborg (‘el palacio de Urania’), y una torre o belvedere, con el nombre alegórico de Stellberg. En Uranienborg y en Stellberg guardaba los mejores aparatos astronómicos entonces conocidos; grandes esferas armilares, magníficos astrolabios para seguir el sol de Oriente a Occidente.
Tycho tenía otros atractivos en su vida; practicaba, además de la astronomía, la astrología y la alquimia.
El palacio y el observatorio del sabio danés fueron saqueados por los rusos a principios del siglo XVIII. Hoy, del palacio de Urania y del Belvedere de las Estrellas queda sólo el recuerdo. El faro cuya luz se lanzaba por los cielos se extinguió como los rayos de un astro muerto.
«La Isla de Tycho», Evocaciones
En la pequeña travesía de Korsør a Nyborg, a la vuelta, marchaba en el barco alguna gente. La mayoría eran comerciantes, comisionistas y unos pocos turistas ingleses y norteamericanos, a quienes sin duda la guerra no quitaba el afán de ver y de viajar.
El tiempo estaba malo. El cielo, gris. La lluvia venía en rayas torcidas y violentas. El mar se mostraba verde amarillento, bilioso, lleno de espumas, de meandros blanquecinos y de burbujas como de jabón.
Entre los pasajeros, Olsen habló con un joven danés llamado Rosen, y con un señor francés, ya viejo, con aire de profesor, que daba la impresión de que viajaba por algún motivo de propaganda aliadófila.
El joven Rosen, rubio, más bien rojo, lleno de pecas, con melenas, hablaba francés de manera muy petulante.
Hubiera estado bien de dependiente de una joyería o sastrería del bulevar. Era germanófilo. Para él, los germanos, y entre ellos, naturalmente, los escandinavos, tenían superioridad manifiesta sobre el resto de los mortales. Los pueblos latinos eran pueblos muertos, pueblos de pura decoración, donde no había más que piedras viejas, fanatismo y mendicidad. El joven Rosen se consideraba ofendido porque los países escandinavos no tomaban parte en la guerra. Para él era una inferioridad que los pueblos escandinavos no tuviesen espíritu militar. Se había suprimido en ellos la aristocracia y los latifundios, y este era el resultado.
—¿Qué le parece a usted? —preguntó Olsen a Larrañaga.
—Me parece que este señor es un tonto.
«¿Es que no se consideraba a Escandinavia? —preguntaba el joven—. ¿Es que se desdeñaba a Escandinavia? ¿Es que el pensamiento de Escandinavia no pesaba en el mundo?»
La repetición de la palabra Escandinavia llegó a cargar a Larrañaga, que se alejó del señor Rosen con un pretexto cualquiera.
Entre los turistas ingleses había dos o tres que habían estado en Elsinor y visitado el castillo de Kronborg, donde pasa la acción de Hamlet, y habían visto la supuesta tumba del príncipe danés, que es un montón de piedras, con un monolito negro, que se muestra en Marienlyst, no muy lejos del mar, y la fuente de Ofelia.
Uno de ellos contó que hacía años la tragedia de Shakespeare había sido representada por actores daneses en el mismo Kronborg.
—Poca cosa es esto de Elsinor —dijo uno de los yanquis.
—Nada —le contestó Olsen—. Pero ¿es que suponían ustedes que iban a ver la sombra del padre de Hamlet?
—No; ya me figuraba que no. Pero yo creía que el lugar sería más shakesperiano.
—¿Por qué? Si Shakespeare no estuvo nunca allí. Para él, Elsinor era un nombre nada más.
—¡Ah! Claro. Eso ya me lo suponía.
Una señorita que estudiaba en Copenhague dijo que era absurdo que Shakespeare hubiera pintado a Hamlet grueso, repleto y falto de aliento, y que esto, a los dinamarqueses, les parecía ofensivo. El joven Rosen, que hablaba de Escandinavia a cada paso, asintió, y añadió que era un error de Shakespeare, porque el verdadero Hamlet de la crónica de Saxo Grammatico había sido delgado y esbelto.
El francés condecorado agregó que a él le parecía lo mismo, y que Sarah Bernhardt había representado Hamlet de una manera deliciosa hacía algunos años.
—¿A usted qué le parece? —preguntó Olsen a Larrañaga.
—A mí me parece lo contrario de lo que dicen estos señores. El pintar a Hamlet grueso, pesado y falto de aliento, es una prueba de la intuición del autor.
—Oh Yes! —afirmó un inglés.
—¿Cree usted? —preguntó Olsen.
—Sí. Hamlet, en el drama de Shakespeare, es un melancólico, un hombre sin voluntad, lo que llaman ahora un maníaco depresivo. Así, gordo, pesado, tenía que ser para legitimar su tipo psicológico.
—Pero hubo un Hamlet verdadero que no fue grueso ni pesado —dijo el joven que hablaba siempre de la Escandinavia.
—Eso, ¡qué importa! —replicó Larrañaga—. Que el Hamlet histórico fuera gordo o flaco, alto o bajo, nada importa. No se trata en el drama de un Hamlet, rey de verdad en la Historia, ni aun siquiera de un Hamlet hombre; se trata de un Hamlet, personaje de un drama de Shakespeare, inventado por él, que no tiene de común con el Hamlet rey más que el nombre y alguna vaga reminiscencia histórica. Dinamarca no colabora nada en el drama; pone solamente el nombre. Shakespeare colocó la acción de su tragedia en Dinamarca porque había aquí una tradición de parricidio real; pero lo mismo pudo ponerla en cualquier otro lado. El drama no hubiera perdido nada con eso.
—Es una tesis que no la he visto defender jamás —dijo el joven Rosen, que a cada paso hablaba de la Escandinavia.
—Todavía en la figura del Cid —siguió diciendo Larrañaga—, España colabora algo más, y, sin embargo, el Cid histórico, el Cid de verdad, si ha existido, no tiene nada que ver con el Cid de los romances y de los dramas caballerescos.
—Yo no creo en esa necesidad de que el espíritu de un Hamlet tenga que ir unido a un cuerpo pesado —dijo el francés.
—Yo no diría que existe una necesidad, porque no entiendo bastante de eso —replicó Larrañaga—; pero que hay una relación entre el espíritu y el cuerpo, aunque no tenga leyes bien conocidas, es indudable. Nosotros, los españoles, tenemos la tradición de que Don Quijote era flaco, y Sancho Panza, gordo. Cervantes lo dice; pero aunque no lo dijera, no podríamos suponer a Don Quijote grueso y pesado.
—Así que, según usted, ¿el Hamlet de Sarah Bernhardt no estaba bien? —preguntó el francés.
—A mí me pareció una cosa convencional para público de bulevar.
—Oh, yes! —dijo el inglés—. Sin duda ninguna.
Al francés condecorado no le hicieron la menor gracia las palabras de Larrañaga, y no quiso seguir la conversación.
Se suscitó de nuevo la cuestión de la guerra y se habló, sobre todo, entre los cuatro o cinco turistas, de quiénes tenían más grandes hombres entre los países de los bandos contrarios que luchaban en Europa.
Como no se podía medir esto fácilmente, como quien mide la gasolina del automóvil, tuvieron que abandonar la cuestión.