LOS MAESTROS
En algunos pueblos de las costas septentrionales tienen la fantasía de dejar en el mismo corral, entre las gallinas y los cerdos, algunas de esas gaviotas blancas, Larus canus, grandes y salvajes, con las alas cortadas.
Las gaviotas blancas asustan con su ferocidad a los perros, a las gallinas y a los cerdos, y no se domestican.
Cerca de Esbjerg, Joe ha visto una gaviota grande, metida en un corral, que se imponía a los demás animales y les quitaba la comida.
Se cree que estas aves de pluma blanca deben de ser mansas, dóciles, buenas. Una gaviota parece que se ha de domesticar mejor que un búho, y no hay nada de eso. Joe recuerda haber visto en su niñez un búho grande, con un ala rota y los ojos fulgurantes, casi completamente domesticado.
La gaviota blanca no se domestica nunca. Su cuerpo, y al parecer también su espíritu, están hechos para el aire libre, para los temporales y para las tormentas.
«Las gaviotas blancas», Las sorpresas de Joe
Al día siguiente, al levantarse, Larrañaga recordó con gusto la conversación que había tenido con la chica alemana en la feria del Castillo.
Mientras se vestía en su cuarto estuvo contemplando unas litografías colgadas en la pared, puestas en marcos de cristal.
Eran cuatro: dos escenas en los Alpes, un paisaje del Belt y una vista de Nyborg. Las dos escenas de los Alpes eran melodramáticas y perfectamente ridículas, con un fraile, un perro de San Bernardo y una mujer con un niño desmayada en medio de la nieve. En el paisaje del Belt, una mujer abría un portillo a un caballero elegante, jinete en un caballo negro, seguido de un lacayo en otro caballo blanco, y en el fondo se vislumbraba el mar, limitado por costas bajas, entrantes y salientes.
La vista de Nyborg, de hacía sesenta o setenta años, tenía la gracia amanerada de la litografía. Se destacaba el pueblo con su torre aguda, rodeado por la muralla, la punta del puerto, y, a lo lejos, la isla de Langeland. Por un camino, a orillas del mar, marchaba un carricoche y una mujer con una herrada en la cabeza, llevaba una niña de la mano. Como para marcar la época exacta en que estaba hecha la estampa, entre los barcos de vela del puerto se advertía un vapor de ruedas con su alta chimenea humeante.
Al bajar al comedor para desayunar, Larrañaga encontró a Olsen, quien le indicó que se hallaba ya cansado de andar por el pueblo.
—Es usted un perezoso —le dijo Larrañaga.
—¡Pchs! No tengo prisa.
Olsen tenía muchas condiciones de compañero de viaje, grandes recursos y un sentido extraño de orientación. Con un mapa pequeño en la mano, sabía siempre por dónde andaba. A esto había que añadir que era muy económico, muy sociable y que encontraba en seguida sitio donde pasar el rato y charlar con algunas mujeres. Para esto tenía olfato de perro de caza. Averiguaba al momento dónde estaban, quiénes eran y qué clase de preocupaciones tenían.
Hacía tiempo espléndido. Dieron una vuelta al pueblo, que no les pareció muy curioso.
—No me dirá usted que este es un pueblo interesante —dijo Olsen.
—No. Es un pueblo vulgar. Podía ser un pueblo inglés o francés o de la costa cantábrica española.
Almorzaron, y después de almorzar fueron a buscar al maestro. Vivía este en una casa que se hallaba en un grupo de varias otras con un patio en medio.
Una de aquellas casitas, muy cuidada, muy repintada, era la del maestro. Cuando llegaron Olsen y Larrañaga les hicieron pasar al comedor, muy pequeño, muy arreglado sobre la mesa, dos bandejas llenas de dulce: pasteles y chocolates.
Olsen presentó al maestro Knut Sinding y a su madre, buena señora, ya anciana, de pelo blanco y de ojos azules. Estando con ellos se presentó una profesora, la señorita Nord. Sinding y la señorita Nord hablaban, además de su idioma, el alemán y el francés.
Al entrar la señorita Nord, la madre del maestro se retiró inmediatamente del comedor. El maestro, el señor Sinding, era joven de unos veinticinco a treinta años, satisfecho de sí mismo, con gran confianza en el porvenir, un poco afectado, tendiendo a la pedantería profesional alemana. Había estado antes de la guerra estudiando en Alemania, y después en Rusia, de preceptor de una familia rica.
Aquel maestro de escuela tenía afición por su oficio y curiosidad por estudiar las facultades de sus alumnos.
«Un tipo como usted en España es una rara excepción», le dijo Larrañaga.
La señorita Nord, más vieja que el maestro, con aire de dama muy distinguida, pero al mismo tiempo muy voluntariosa, tenía el pelo oscuro, con algunos mechones grises; la nariz afilada, los labios finos y pálidos y los ojos castaños, muy insinuantes, muy atrevidos y expresivos.
En aquella mujer había algo de avispa, atenta y curiosa. No se le escapaba nada y se veía que estaba acostumbrada a hacer su voluntad sin que nadie se le opusiera. Era fácil ver que el maestro vivía completamente dominado por ella.
Obsequió Sinding a Olsen y a Larrañaga muy amablemente y quedaron los dos admirados de la inteligencia y del gran porte aristocrático de la señorita Nord.
Esta señorita quería ir a la Engadina, a Suiza, donde había vivido, porque, según dijo, el clima alto le sentaba mejor.
Al lado de aquella dama el maestro parecía muy tosco y muy plebeyo. Sin embargo, con su cara encendida, su pelo rojo, sus ojos azules y un cierto aire de entusiasmo, resultaba simpático, a pesar de su vaho de pedantería profesional.
El maestro, según averiguó Olsen, era hijo de un molinero bastante rico, y había publicado versos que estaban muy bien, según se decía.
Después de tomar café, comer bombones y fumar cigarrillos, fueron al despacho del maestro, que tenía una buena biblioteca y algunas fotografías de pueblo de Alemania y de Rusia. Figuraba también, colgada en la pared, la gorra de estudiante que sin duda había usado en su juventud. Estos detalles hacían sonreír de manera desdeñosa a la señorita Nord.
En la biblioteca, Larrañaga vio las obras de Kierkegaard, y dijo a Olsen:
—Aquí está su bestia negra.
—¡Ah! Kierkegaard —exclamó el maestro, como dispuesto a comenzar una larga disertación.
—¡Por Dios! No hablar de Kierkegaard —dijo la señorita Nord—. Ya tenemos bastante. Si no, yo me marcho.
El maestro bajó la cabeza como en señal de resignación burlona.
—¿Es que se ha hablado mucho de Kierkegaard aquí? —le preguntó Larrañaga.
—Mucho, no. Se le ha recordado. La catástrofe cultural de esta guerra ha producido en los países escandinavos cierta ebullición mística y religiosa. Se han vuelto a tratar por algunos escritores las viejas cuestiones del tiempo de la Reforma, aunque con otros aspectos, y una de las tendencias examinadas ha sido la ascética, preconizada por Kierkegaard, el apartamiento del mundo, la vida solitaria. La gente novelera e inculta ha ido a la teosofía y al espiritismo y algunos han ingresado en la religión católica.
—Pero eso pasará.
—Seguramente. Hay un movimiento contra el positivismo en todas partes, es indudable; pero no sabemos cómo va a terminar.
El señor Sinding conocía ciertos datos acerca de la estancia de los españoles en Nyborg, en tiempo de Napoleón, de esa época que algunos historiadores dinamarqueses han llamado época española.
—Parece que se estableció pronto muy buen acuerdo entre españoles y daneses —dijo Sinding.
—Es extraño. ¿Se entendieron bien? —preguntó Larrañaga.
—Sí; se entendieron y simpatizaron. La tradición que ha quedado en el pueblo —añadió el señor Sinding— es que los españoles eran muy generosos, y un oficial danés, en sus recuerdos, dice que no había visto nunca a un indigente pedir limosna en vano a un español.
—Sí; los españoles son muy rumbosos —dijo Olsen.
—Parece que los soldados españoles se mostraban muy alegres. Jugaban con los chicos, les daban pájaros y les enseñaban a hacer el ejercicio.
—¿Y eso gustaría a los daneses?
—Sí. Los daneses se asombraban de la animación y de la vivacidad de estos meridionales, de sus tambores mayores y timbaleros. Lo que no les gustaba era que detrás de los soldados les siguiese una turba de mujeres indeseables, que venían de todos los rincones de Europa por donde ellos habían pasado.
—Sí; se explica —dijo Larrañaga.
—La hipocresía —añadió Olsen.
—Eso es —recalcó la señorita Nord.
—Se cuenta —agregó el maestro— que los españoles fumaban mucho y que los de aquí tenían miedo de que con las colillas se quemaran los pajares; así que muchas veces seguían a los soldados para apagar las puntas de los cigarros. Se recuerda también que a los españoles no les gustaba la grasa cruda ni el pan negro.
—Se les tomaba a ustedes por sibaritas —indicó Olsen riendo.
—Todos los pueblos tienen su sibaritismo —contestó Larrañaga.
—Una cosa que parece que impresionaba mucho —siguió diciendo el señor Sinding— era la misa de campaña en los días de fiesta. La oían todos los españoles arrodillados; los soldados, con el fusil en la mano, y los oficiales, con su espada desnuda y con la cabeza descubierta. Las señoras y señoritas hijas y mujeres de los oficiales, la oían a un lado, delante; y detrás de todos, las mujeres de los soldados.
—¿El elemento indeseable?
—Eso es. Por la noche, aquí en la plaza de Nyborg, había baile, fandango, al son de la guitarra y a luz de las antorchas.
—¡Olé! ¡Ole! ¡Viva mi niña! —exclamó Olsen en español, haciendo reír a todos.
—Los oficiales daban serenata a las bellas muchachas nyborgesas, bajo la ventana.
—¿Y queda algún recuerdo entre los vivos? —preguntó Larrañaga.
—Mi padre oyó hablar a su abuelo de algunos oficiales españoles: de un barón de Armendáriz, que era coronel de Dragones de Villaviciosa, rubio, elegante, presumido; de un ayudante del marqués de la Romana, que tenía grandes éxitos entre las muchachas, y de un viejo, de apellido francés, el brigadier De la Vieuilleuze, que era coronel del ejército de Asturias, y a quien comparaban por lo flaco con Don Quijote. De la Vieuilleuze, cuando concluía sus maniobras, se quitaba el uniforme y se vestía de paisano, con su casaca, sus medias de seda y zapatos con hebilla de plata, e iba a hacer visitas.
Larrañaga completó las noticias del señor Sinding, contando las diferentes fases políticas de la intriga en que representaron papeles importantes el marqués de la Romana, Bernadotte, el general Fririon, el conde de Yoldi, embajador de España en Copenhague, el rey de Dinamarca, Federico; los militares españoles afrancesados, como Kindelán y el barón de Armendáriz, y los patriotas que prepararon la salida de los españoles de Dinamarca, además de los ingleses y daneses.
Contó también cómo el clérigo inglés Robertson, portador del mensaje de los españoles para el marqués de la Romana, reveló a este el secreto de la sublevación de España contra los franceses.
Había ido Robertson a Dinamarca en un barco, pasando por Heligoland. Al entrar en Nyborg trató de acercarse al marqués en las calles, cruzando muy cerca de este y dándole al pasar un empujón leve, como por casualidad. Cuando después de repetidos empujones, había fijado la atención del marqués, le ofreció su tabaquera, en la que en vez de rapé había un papelito que tomó el marqués y que contenía la noticia, para él importantísima, de que los españoles se habían sublevado contra Napoleón. Contó también las algaradas que hubo por la cuestión del juramento y la negativa de los españoles a gritar: «Viva José I, rey de España».
Aquel pueblo, triste y lánguido, como Nyborg, animado por un momento por la tropa de meridionales bulliciosos e intrigantes, debía ofrecer espectáculo curioso. Para los daneses, los españoles se presentaban como gente llena de fuego y de animación.
—Ahora, si quieren ustedes —dijo el señor Sinding—, veremos la casa del general en jefe español.
—¿Se sabe cuál es?
—Sí; es la antigua casa del burgomaestre.
Fueron los cuatro.
La antigua casa del burgomaestre, luego convertida en Museo de la ciudad, estaba en una de las calles principales, no lejos de una plaza; era una casa bastante grande, de ladrillo rojo con entramado de madera, muchas ventanas y tejados puntiagudos. Tenía un patio espacioso, como una plazoleta. Aquella casa había sido la residencia del marqués de la Romana y el punto de su cuartel general.
Un viejo, quizá guardián del Museo, dijo que las cuadras de la casa se hallaban en el mismo estado que en tiempo de los españoles, y que debajo de unas piedras de los comederos de los caballos, se decía que había un tesoro escondido por los españoles al marcharse de Nyborg. El caso era que nadie había tocado aquellas losas, lo que indicaba en la gente del pueblo poca curiosidad, o poca creencia en los tesoros; o una idea pobre, aunque exacta, de las riquezas de los españoles.
Larrañaga miraba la casa con cierta emoción: el zaguán, la escalera, los grandes baúles verdes, con aplicaciones de hierro, en donde sus antepasados habían guardado sus ropas.
Cuando concluyeron de visitar la casa, el señor Sinding les invitó a dar una vuelta en lancha. Fueron al puerto y embarcaron. El maestro les mostró el sitio en donde los españoles del marqués de la Romana reunieron unas piezas de artillería antes de marchar de Fionia. La niebla comenzaba a caer sobre las aguas; se veían a lo lejos las siluetas de varias islas y de varios islotes. El mar, con sus islas, era una combinación de gris y de negro; las islas, los bosques lejanos, las nubes: todo negro; el cielo y el mar, grises.
El agua, tranquila; el horizonte, inmenso de nubes, daban a estos lugares un aire romántico e ideal; algo parecido a los paisajes de Patinir. Se acercaron hasta la pequeña isla próxima de Sprogø; pero como la niebla se espesaba, decidieron volver.
La señorita Nord se había sentado en la barca a proa, cerca de Larrañaga, y habló con él.
—¡Qué paisaje! —exclamó Larrañaga—. ¡Qué admirable!
—No me gusta nada —contestó ella.
—¿No?
—Nada.
—A mí me parece tan interior, tan de acuerdo con mi cerebro, que si de repente supiese que todo ello es sueño, o que es una representación del movimiento de las células del sistema nervioso, no me chocaría nada.
—¿Y el cielo del Mediodía?
—Me cansa.
—A mí me pasa todo lo contrario. No quiero vida interior, sino al revés. Vida exterior, que es, creo yo, la verdadera vida.
La señorita Nord comenzó a lamentarse de la existencia que llevaba en el pueblo. Se aburría allí. Quería ir al Mediodía a todo trance, a París o a Roma. Probablemente —pensó Larrañaga—, a tener aventuras amorosas. Decía que había perdido la juventud en aquellas cuestiones de enseñanza, pesadas, que en el fondo no le interesaban nada. Afirmaba que para una mujer lo único interesante en la vida era el amor, y que lo demás no tenía importancia. Todo esto lo decía con sonrisa irónica, burlona, con aire de superioridad. José la miraba extrañado y algo asustado.
—Pero aquí hay hombres también —dijo Larrañaga— que valen seguramente tanto o más que los del Mediodía.
—¡Oh! Sí. Unos tipos aburridos, pesados. No piensan más que en comer y en beber cerveza. ¡Qué asco!
—El señor Sinding tiene gran entusiasmo por usted.
—Sí, quizá; pero a mí no me gusta nada.
—Es un hombre de talento, un poeta distinguido.
—Sí; pero pesado, pesado. Fatigoso. Yo quiero algo ligero.
—Entonces tiene usted que ir al Mediodía. Para encontrar hombres como cupletistas, al Mediodía.
—Por lo menos, la vida tiene que ser allí divertida.
—Para mí no lo es. Esos hombres como cupletistas son también por dentro fríos, anquilosados y de cabeza dura.
—Sí, quizá…; pero, al menos, que no tengan trascendentalismo; quisiera tratar con hombres que fueran brutos, pero no trascendentales.
—Eso mismo, pero al contrario, deseaba yo hace años —dijo Larrañaga.
—¿Usted sabe lo que es pasar días y días hablando de lo mismo? Es un horror. Ibsen, Tolstoi, Nietzsche, Bergson, Spengler… ¡Oh!… A todas horas… la psicología…, la pedagogía…, la ciencia…, el arte…, el positivismo…, el idealismo… ¡Es una pesadez!
—Pero eso en el matrimonio no tendría importancia.
—¡Oh!, no, no. No me podría entender con ese hombre —dijo señalando a Sinding—. Para él el amor es el matrimonio y la vida ordenada y burguesa…; para mí, todo lo contrario.
La señorita Nord, que antes le había recordado a Larrañaga una avispa, le pareció la gaviota encerrada en un corral estrecho. Su sonrisa, aguda y burlona, demostraba la inquietud de su alma.
Hablaba en tono indiferente y al mismo tiempo muy vivo. Dijo que ella preferiría tener un amante, aunque luego la abandonara, que no un marido pesado y tranquilo.
Para el anochecer volvieron al puerto y se despidieron todos.
—Ha estado bien la tarde, ¿verdad? —dijo Olsen.
—Muy bien. Son gentes muy simpáticas. Él es un hombre muy inteligente, y ella es distinguidísima, mujer extraña. Podría ser una princesa.
—¿Qué le decía a usted?
—Hablaba de que se aburría.
—Es un tipo de mujer que no es frecuente. No sé si será de aquí. Hay algo en ella de exótico, de reservado.
—¿Le ha interesado a usted?
—Sí, me ha llamado la atención; pero no quisiera vivir con ella. Él sí es un tipo clásico de escandinavo, exuberante, optimista.
—Sí, es un buen tipo.
—Ahora, cenaremos —dijo Olsen— e iremos a pasear con esas chicas que conocimos ayer.
Efectivamente, así lo hicieron. Olsen volvió a montar en el tiovivo con la danesa, y Larrañaga charló con la institutriz alemana y le oyó recitar poesías de Goethe y de Heine. Al volver al hotel, Olsen preguntó a Larrañaga:
—¿Ahora, qué hacemos? ¿Usted tiene interés en insistir sobre esas cuestiones históricas de los españoles del tiempo de Napoleón?
—No, no. Me basta ya.
—Entonces, ¿qué hacemos?
—Lo que usted quiera.
—No sé si le interesará Copenhague; es un pequeño París…
—Hemos visto ya bastantes pequeños Parises.
—¿Y Elsinor? ¿La patria de Hamlet?
—Eso no estaría mal.
—Le advierto a usted que no tiene nada de particular. Pero si quiere usted, vamos. Ahora no se puede ir por el Gran Belt, porque la entrada del Estrecho está cerrada con minas. Tampoco se puede ir por el Oresund, porque al comienzo de este canal, por el Norte hay también filas de minas, y a la salida, entre Moen y las islas de Bornholm, hay una escuadra alemana. Así que si quiere usted, tendremos que ir a Korsør en barco; de allí a Copenhague en tren, y de Copenhague a Elsinor, también en tren.
—Si hace buen tiempo iremos.
Al embarcarse, al día siguiente por la mañana, estaba muy nublado, y al llegar a Korsør comenzó a llover de tal manera, que decidieron no seguir adelante.