ODENSE
¡Fionia! ¡Fionia! Isla fértil, sin alturas. Verdor de prados. Jardín de Dinamarca.
A lo lejos alguna ligera ondulación de la llanura, alguna colina suave; en el fondo, campos de cereales, praderas con vacas blancas y negras.
En medio de las heredades, granjas de paredes claras y de tejado oscuro, dentro de hondonadas rodeadas de árboles para defenderse de los vendavales; huertas con empalizadas y setos vivos. Aquí y allá chozas blancas, con el techo de paja o de ramaje reverdecido por los musgos, cerca de un arroyo transparente y de álamos frondosos.
En las colinas bajas, bosques espesos, chopos y sauces, molinos de viento grandes, con el tejado de pizarra, como una cabeza con su sombrero y una escarapela, o como un casco de prusiano.
Pueblos de ladrillo, con iglesias con la torre recubierta de cobre verdoso; calles rectas, fachadas limpias, bronces bruñidos, cristales resplandecientes, flores en las ventanas y espejos espías para ver sin ser visto a quien pasa. Campanas en las torres. Biblia a todo pasto, salmos en las iglesias, escuelas modelo; un piano burgués que suena en la casa de una plazuela triste.
¡Fionia! ¡Fionia! Isla fértil, sin alturas. Verdor de prados. Jardín de Dinamarca.
«Fionia», Evocaciones
—¡Qué contraste entre este país y la Jutlandia! —dijo Larrañaga contemplando el campo desde la ventanilla del tren.
—Enorme. Aquello es un país de landas, pobre, que no tiene más que campos de brezo, y esto es una especie de Holanda.
—Mal país para usted.
—¿Por qué?
—Porque aquí no debe haber caza.
—¿Caza aquí? ¡Qué va a haber!
Pararon en Odense, pueblo bastante grande, bonito, de poco carácter, de casas de ladrillo, con algunas iglesias con el tejado de cobre verde y un parque. El antiguo Odinsve, el Santuario de Odin, les pareció bastante aburrido. Olsen fue a visitar al corresponsal de su Banco y le acompañó Larrañaga. El señor no estaba. Esperaron un momento por si venía; pero como no llegaba, se fueron.
—¿Se ha fijado usted en la limpieza de la casa? —preguntó Olsen.
—Eso ya no es limpieza; es algo absurdo y exagerado. No sabe uno dónde sentarse. Esa gente no utilizará esa sala donde hemos estado o tendrá que andar de puntillas.
—¡Ah! Claro, así andan. He conocido algunos que se quitaban los zapatos para entrar en las habitaciones elegantes de su casa. Toda la familia cuida de los muebles, los frota a cada paso, los pinta y los barniza. Es su gran entretenimiento.
—Este es pueblo que vive bien —dijo Larrañaga.
—Sí; pero la guerra ha hecho mucho daño —repuso Olsen—. Ha arruinado al país. Dinamarca está haciendo un esfuerzo superior a sus energías. Todo esto se encontraba antes de la guerra bastante bien; sin latifundios, sin caciques, sin aristócratas, sin feudalismo; pero la guerra los ha reventado, y la gente se suicida por cualquier cosa.
Por la tarde estuvieron un momento en una iglesia con aire un poco de Oriente, en donde estaba la tumba de San Canuto, y pasearon después por la calle principal de Odense, muy animada, de mucho comercio y con grandes librerías. Larrañaga vio que casi todos los dueños de las tiendas se llamaban Petersen, Andersen, Ramussen, Jensen.
—Son los Pérez, los Martínez y los López de aquí —dijo Olsen—. Esa misma monotonía de los apellidos la hay en las almas.
—¿Usted cree que la vida es tan aburrida aquí?
—Muy aburrida. Ahora se come bien, por lo menos abundantemente. Las mujeres son las que dan vida a estos países.
—Sí, tienen un aire muy decidido.
—Lo son.
—¿Más que en Holanda?
—Yo creo que sí.
—Y no son todas rubias y rojas como dice Merimée en Los Españoles en Dinamarca.
—Hay bastantes morenas y bonitas.
—Ya lo creo. ¡Muy bonitas! Merimée no estaría aquí.
—Con seguridad.
—Porque Merimée es casi siempre exacto en sus datos, menos en esta comedia en que pinta la isla de Fionia como una isla fría y triste, con mujeres pesadas y rojas.
Fueron a cenar a un hotel, donde comieron abundantemente.
—¿Y aquí qué hicieron los españoles? —preguntó Olsen.
—También hubo en este pueblo una protesta contra el juramento de fidelidad a José Bonaparte como rey de España.
Después de cenar salieron a dar un paseo por las calles; pero estas estaban tan solitarias y tristes, que volvieron en seguida al hotel.
—Creo que una aldea del Mediodía sería más divertido que esto —afirmó Olsen.
—¡Qué sé yo!
—Por lo menos habría una taberna, en donde se discutiría y tocaría la guitarra.
—Sí; pero eso no impediría que nos aburriéramos.
—La gente que es capaz de darle una puñalada a otro no se aburre nunca.
—Creo que se hace usted ilusiones. Es el planeta, que es un poco tonto —dijo Larrañaga.
Después de esta reflexión pesimista se fueron cada cual a su cuarto.