II

DÍA DE FIESTA

Una ventana del hotel de Esbjerg. Está amaneciendo; el mar brilla, turbio, color de acero, por debajo del cielo gris, con algunas franjas azules y moradas.

Enfrente aparece entre la bruma la cinta verde, triste, de la isla de Fanø, como un reptil soñoliento. El lucero de la mañana comienza a palidecer en el horizonte, y a medida que la estrella palidece, la franja del cielo azul que le rodea va aumentando de claridad.

Los barcos muestran sus siluetas, afiladas y negras, en el puerto; todo está inmóvil y silencioso bajo la mirada brillante de los arcos voltaicos, que resplandecen en el aire.

Vagones de mercancías, sacos cubiertos de hule, barricas y maderas relucen con la humedad en el muelle, cerca de los tinglados y de las grúas, altas y fantásticas.

Sobre el puerto, en un alto, se levanta el mástil grande del telégrafo de señales.

Las gaviotas revolotean y se destacan como hojas de papel blanco en el cielo morado. En medio del silencio y de la inmovilidad, un vaporcito silba y sale del puerto como invitando al movimiento en la vida lánguida del día.

Un poco de sol parece tocar débilmente los objetos y luego suenan campanas, campanas lentas, protestantes, pesadas, prometedoras de un sermón aburrido y largo en una iglesia fría y triste.

Luego, la hora de comer… el pueblo desierto… más tarde, el colegio con el maestro, las parejas de enamorados mirando el mar, los comerciantes ricos que van en auto y las tabernas que dejan salir rumores de acordeón.

Triste, triste. La tarde es triste. El cielo gris, con nubes oscuras en el horizonte, se abre a veces para dar paso al sol amarillo y pálido.

La línea monótona de la isla de Fanø enrojece con estos últimos resplandores como la espalda de algún viejo dragón de fábula.

El mar azul va tomando otra vez color de acero. El cielo se despeja y comienza a brillar la estrella del crepúsculo. En el puerto todo aparece inmóvil: los vapores, las lanchas, los barcos de vela…

En la calle principal de la ciudad, a la luz de los arcos voltaicos, todavía sin brillo, en la claridad opalina del atardecer, pasea la gente endomingada. En la plaza, algunas pobres viejas grotescas, y hombres caricaturescos y tristes, cantan en corro, acompañados del estruendo de los cornetines y de los trombones, los himnos de la Salvation Army

«Esbjerg», Las estampas iluminadas

—¿Qué vamos a hacer, don José? —preguntó irónicamente Olsen a su amigo.

—Creo que lo que haríamos en cualquier otro lado.

—Tiene usted muy buena idea de estos países del Norte, que son muy aburridos. Usted cree que la gente del Norte es mejor y más agradable que la del Sur. Según usted, los focos de inocencia del mundo serían los polos, y la línea de máxima maldad, e Ecuador.

—¡Bah!, usted cree lo contrario con las mismas garantías que yo. Ya sabe usted mi argumento. Las víboras son más venenosas cuanto más caliente es el país donde viven. Es muy posible que les pase lo mismo a las personas.

—Es posible. De todas maneras, yo prefiero el veneno a la estupidez. ¿Usted no tiene nada que hacer?

—Nada.

—Yo voy a ver si me agencio un perro y una escopeta.

—Yo daré una vuelta por los alrededores y vendré a comer a la una.

—Bueno.

Se vieron a la hora de comer.

—¿Qué ha hecho usted? —le preguntó Larrañaga al ver a Olsen.

—He salido y he preguntado si había aquí algún alemán, porque los alemanes siempre son más rápidos y expeditivos que mis paisanos. Me han dicho que no hay alemanes, pero yo he pensado que debe haberlos. Efectivamente, he encontrado uno que ha sido oficial de Marina. Es un joven que lleva aquí más de dos años. Venía mandando un trawler, y huyendo de un barco inglés tuvo que embarrancar en la playa de Bjerregaard, al norte del cabo Blaavands Hule, cerca de Esbjerg. A este joven alemán parece que el cónsul de su país le autorizó a que diera su palabra de honor de no volver a la guerra. Con esa promesa le dejaron quedarse aquí y trabajar. Él está en una oficina, y estos días se le ha presentado un oficial alemán que le dice que eso de la palabra de honor no significa nada en estos momentos, y que tiene que volver a Alemania a continuar la guerra. Hemos charlado el joven alemán y yo. Me ha dado muchos datos y le he invitado a tomar café después de comer, ahí, cerca del puerto.

—¿Qué clase de hombre es?

—Es un hombre culto. Se llama Walter, ha sido teniente y ahora vive y gana y tiene aquí su novia y está contento. Estaba charlando con él cuando se ha presentado ese compañero y jefe suyo que parece que quiere obligarle a que salga de aquí y vaya a cumplir una misión a Alemania.

Larrañaga y Olsen fueron al café cercano al puerto, y al poco rato se presentó el joven alemán. Era de Bremen, alto, desgalichado, rubio, de un pelo como estopa, de color sonrosado y muy sonriente. Había sido teniente de un crucero alemán, y después capitán de uno de esos barcos rastreadores que los ingleses llaman trawler.

Olsen, Larrañaga y él charlaron largo rato. El joven de Bremen esperaba a su novia, con la que iba a ir de paseo a la isla de Fanø.

En esto volvió el oficial alemán que, por lo que había dicho Olsen, quería obligar al joven marino a marcharse de Dinamarca y a volver a la guerra. El oficial era hombre de treinta a treinta y cinco años, de aire duro y despótico, afeitado y con la cabeza rasurada. Vestía un traje que sin duda no estaba hecho para él.

El alemán llamó al joven Walter con un aire de mando, sin hacer caso de Olsen y de Larrañaga. El joven se cuadró ante él.

—Teniente Walter, he recibido órdenes de Berlín. Tiene usted que dejar este pueblo e ir a Hamburgo y esperar allí órdenes.

El joven se puso rojo y murmuró con voz sorda:

—Comandante…

—¿Qué?

—No puedo salir de aquí.

—¿Cómo, por qué?

—Porque he dado mi palabra de honor de no volver a la guerra.

—Eso no importa nada.

—Para mí, sí; importa mucho.

El oficial superior habló luego un momento en voz baja; pero al ver que el teniente movía la cabeza en señal negativa, gritó:

—¿Se rebela usted contra las órdenes de sus jefes? Será usted castigado.

—No. Porque dejaré la Marina. Desde hoy no me considero militar —murmuró el joven Walter con voz sorda—. Cuando acabe la guerra iré a América.

—¿Es su última palabra?

—Sí, señor.

—Está bien. Adiós, teniente Walter. No le permitiré que quede usted aquí. Irá usted a un depósito.

—Ya lo veremos.

Walter saludó. Al comandante alemán le temblaba al hablar el labio de furor.

Olsen y Larrañaga, que habían presenciado la escena, se miraban uno a otro extrañados.

Walter contó las exigencias absurdas del comandante, envidioso de que él pudiera ganarse la vida allí.

—No puede soportar que yo esté aquí tranquilamente —dijo—. Él se puede marchar, si quiere. No es tan difícil entrar en Alemania; pero la idea de dejarme aquí viviendo tranquilo le corroe.

—No le haga usted caso —dijo Olsen.

—Sí; pero me puede molestar.

—Yo, como usted, me nacionalizaría en Dinamarca. Este es un buen país, civilizado, liberal, sin militarismo…

—Sí; pero eso de abandonar la patria en un momento de peligro y de desgracia… —repuso Walter.

—Usted no tiene la culpa —replicó Olsen—. ¿A usted qué le parece, Larrañaga?

—Yo no tengo autoridad para dar un consejo a este señor; pero creo que tiene usted razón.

—A mí no me parece bien —murmuró Walter.

—Yo no tendría ningún escrúpulo —replicó Larrañaga.

—Ni yo tampoco —añadió Olsen.

—Para mí —siguió diciendo Larrañaga—, Alemania no es el Ejército ni es el fantoche ridículo del emperador. Usted ha cumplido. Le han dado permiso para dar su palabra de honor de no volver a la guerra. Se va usted a casar con una señorita de aquí. No haga usted caso. Hay que decir como los antiguos: «Ubi libertas ibat patria».

—¿Usted haría eso en un caso parecido? ¿Dejaría usted su país?

—Yo, sin duda ninguna.

El teniente estaba lleno de vacilaciones.

Poco después vinieron dos muchachas, una la novia del teniente, que al oír lo que le contó Walter y lo que habían dicho Olsen y Larrañaga, les agradeció a los dos el consejo dado a su novio.

Fueron luego los cuatro en una gasolinera a la isla de Fanø. Como el mar en estos parajes estaba lleno de escollos, había que ir con cuidado.

La isla de Fanø no ofrecía mucho de interesante. Visitaron Nordby, pueblo de baños formado por una calle. No se veían más que mujeres, porque los hombres eran marinos y estaban navegando. Las mujeres de la isla de Fanø llevaban una especie de toquilla o bufanda al cuello.

Nordby, en verano —según dijo Olsen—, era playa de moda muy animada. Los domingos de invierno iba únicamente la gente de Esbjerg.

La amiga de la novia del teniente Walter era cazadora y le dijo a Olsen que le prestaría dos escopetas.

Volvieron a Esbjerg en la lancha de gasolina.

Antes de la hora de cenar, Olsen se presentó en el cuarto de Larrañaga.

«Aquí tiene usted un morral con municiones y una escopeta. No es tan buena como esta otra que he reservado para mí. Tampoco creo que sea usted tan buen cazador como yo. Mañana saldremos a las cinco en punto de la mañana. Ahora vamos a cenar, y luego nos iremos a la cama.»