I

EL APARECIDO

Los ingleses están acostumbrados a decir en los lugares de espectáculo: «Este sitio no es distinguido; hay militares».

En cambio, los alemanes creían que el colmo de la distinción y de la elegancia era un oficialito petulante oliendo al mismo tiempo a perfume y a cuartel.

Es curioso cómo el alemán, desde Goethe para abajo, ha sido siempre plebeyo y vulgar, sobre todo cuando ha querido ser elegante.

Esos hombres de la fuerte Germania, que en la vida del espíritu han sido grandes científicos y grandes pensadores y grandes músicos, en la vida social se han mostrado de una bajeza y de una vulgaridad extraña.

«De ahí el entusiasmo por su militar —ha pensado Joe—, por ese militar ridículo, estirado, encorsetado y con monóculo, que les parecía el arquetipo del hombre.»

«Los militares», Fantasías de la época

El segundo año de la guerra, cuando se hallaba en su momento álgido la campaña submarina de los alemanes, se habló de que uno de los vapores de la compañía representada por José Larrañaga, el Portugalete, había desaparecido. En el barco navegaba un amigo y compañero de Larrañaga, Leoncio Aldave, natural de Guernica. No se tuvieron noticias del barco ni de su tripulación, que desapareció en el Océano Índico. Pasó un mes, dos, tres, y nada.

A todo el mundo chocaba que aquel barco hubiera desaparecido sin dejar el menor rastro. Entre algunos se dijo que quizá el Portugalete habría sido tragado por algún tifón; pero Larrañaga sabía muy bien que un barco moderno se defiende del tifón cerrando herméticamente las escotillas y convirtiéndose en una boya. El Portugalete debía haber chocado con alguna mina o quizá haber sido capturado por los barcos alemanes. En este último caso, lo natural era que se supiese su paradero y, sin embargo, no se sabía.

Ya estaba en el olvido el Portugalete y su capitán, a este se le había rezado el oficio de difuntos en su pueblo, cuando un día el mismo Aldave se presentó tranquilo en casa de Larrañaga.

—Pero, hombre, ¿eres tú?

—El mismo.

—¿De dónde sales?

—Vengo de Dinamarca.

—¿De Dinamarca?

—Sí. He estado prisionero de los alemanes cerca de un año.

—¿Prisionero en dónde?

—Iba en el barco, en El Portugalete, a la altura de la isla Mauricio, y estaba durmiendo, cuando se me presentó el segundo y me dijo:

»—Tenemos un barco alemán que nos sigue.

»—Pues hay que arrear.

»—No se puede.

»—¿Por qué?

»—Porque el barco que nos sigue corre mucho más que el nuestro.

»Salí al puente; en aquel momento sonó un cañonazo y el crucero alemán avanzó hacia nosotros a todo vapor.

»—“Nada, nada; no hay que discutir. A rendirse.”

»El crucero se llamaba Wolf. Nos cogieron, nos llevaron al barco. Toda la tripulación vestía de blanco, y uno de los oficiales, gomoso ridículo, asqueroso, con monóculo en el ojo, me dijo burlonamente en castellano que yo iría piloteando El Portugalete detrás del Wolf, con una guardia de marineros alemanes que me pegarían un tirito si hacía tonterías.

»Así me dijo, un tirito. El Wolf llevaba escolta de quince o veinte barcos apresados. Hicimos un viaje de diez meses por el Océano Índico y por el Atlántico.

»El Wolf andaba rondando la entrada del Báltico o pretendía aprovechar alguna coyuntura para meterse en Hamburgo. Yo estaba siempre vigilado por los soldados con sus fusiles. A veces el oficialito del monóculo venía a hablarme en castellano y a decirme lo del tirito, siempre con jactancias y con amenazas. Yo estaba rabioso. Día tras día sufriendo sus estúpidas bromas. “Si te cojo alguna vez, ya te daré yo bromas”, me decía a mí mismo. Navegábamos por la costa de Jutlandia, cuando nos coge un temporal y embarrancamos en la playa. Las tropas danesas se incautan de todos los barcos. Íbamos por un arenal, escoltados por los soldados dinamarqueses, cuando veo al oficialito del monóculo que hablaba castellano. Me acercó a él, y ¡pam!, le pegué una patada en el trasero con toda mi alma. Yo hubiese querido que se volviera a mí y darnos una paliza mayúscula… pues nada, no se volvió. Sin duda su valor no se manifestaba más que en actos de servicio. A mí me amenazó un soldado danés con la bayoneta y tuve que seguir adelante.

—¿Y luego?

—Luego me llevaron de huésped a casa de un maestro de escuela, que me recibió muy bien. Allá he estado cerca de un mes reponiéndome. Este maestro me habló de los españoles que estuvieron en Dinamarca en tiempo de Napoleón. Allá conservan buena idea de nosotros.

Unos días después, Aldave embarcó para Bilbao en un barco de la Compañía.

Lo dicho por Aldave, del recuerdo que quedaba aún de los españoles en Dinamarca, hizo a Larrañaga preguntar a Olsen si tenía idea de aquello.

«Ya sé que hubo regimientos españoles en Dinamarca en tiempo de Napoleón —contestó Olsen—, pero no sé bien qué es lo que pasó. El cónsul nuestro, que es aficionado a la historia, quizá lo sepa.»

Poco después Olsen fue a ver a Larrañaga.

—Pregunté a nuestro cónsul sobre lo ocurrido con los españoles en Dinamarca.

—¿Sabía algo?

—Sí. Parece que el Gobierno español contrajo con Napoleón el compromiso de darle una división de quince o veinte mil hombres. Esta división la mandaba el marqués de la Romana. Al intentar apoderarse Napoleón de España para dársela a su hermano José, comprendió que las tropas españolas se soliviantarían al saber la noticia, y para impedirles todo movimiento, las llevó a Dinamarca y las puso bajo la vigilancia del general Bernadotte, príncipe de Ponte Corvo. Luego, ya creyendo tenerlas dominadas, quiso que juraran fidelidad a José I, nuevo rey de España. Pero los españoles se le sublevaron y, metiéndose en barcos ingleses, pudieron escapar. Esta aventura parece que ha dejado durante algún tiempo en el país una idea bastante romántica de los españoles.

Larrañaga se agenció algunos libros sobre la expedición de los españoles en Dinamarca; entre ellos la Historia de la Guerra de la Independencia, del general Arteche, y la comedia de Merimée: Los españoles en Dinamarca, que aparece en un tomo de obras dramáticas de este autor, titulado: El teatro de Clara Gazul.

Aunque la aventura del marqués de la Romana no era muy extensa ni muy complicada, Larrañaga sintió la curiosidad de ver el país donde se desarrollaron los acontecimientos.

Olsen le acompañaría en esta excursión y sería su cicerone, a cambio de que otra vez Larrañaga le sirviera de guía en un viaje por España.

Larrañaga tenía entonces cierto entusiasmo por el orden, la tranquilidad y hasta la tristeza de los países del Norte. En cambio, Olsen soñaba con la violencia y la sensualidad de los países del Sur. Muchas veces discutían esta cuestión.

—Usted tiene una idea falsa del Norte —decía Olsen.

—Yo creo que usted tiene también una idea falsa del Mediodía. Por lo menos hay una cosa que es verdad —solía decir Larrañaga—, y es que los animales venenosos, y el hombre es uno de ellos, son más venenosos cuanto más meridionales.

Al final del verano decidieron los dos hacer la excursión a Dinamarca, ausentándose un par de semanas a lo más. Olsen pensaba cazar.

Tomaron el barco en Rotterdam. Este barco hacía su ruta lejos de las líneas de minas que impedían a la escuadra inglesa el acercarse a las costas del mar del Norte y entrar en el Báltico.

Llevaban dos pilotos, uno alemán y el otro danés. El danés, que sin duda no entraba en funciones hasta acercarse a la costa de Dinamarca, se puso a hablar con Olsen y le contó algo de lo visto por él.

Explicó algunos detalles de la batalla de Jutlandia. Él había pasado días antes de la gran batalla cerca de la escuadra inglesa. Luego estuvo hablando con uno de los artilleros de la escuadra alemana, que fue recogido después de la batalla por un barco sueco.

El piloto contó cómo inmediatamente de dar la orden de fuego todo el mundo desaparecía al momento de la cubierta del barco.

—¿Y cómo se disparan los cañones? —preguntó Olsen.

—No se apunta más que con uno, y todos los demás cañones del barco, automáticamente, disparan al mismo sitio y al mismo tiempo que este. El jefe, desde la torre blindada, indica la dirección exacta. El artillero apunta su cañón, y al mismo tiempo los demás quedan apuntados; él desaparece, y cuando el observador encuentra el momento oportuno, disparan todos al mismo tiempo.

El piloto explicó la ventaja de atacar formando una T con el barco enemigo, colocándose en el rasgo horizontal de la T y no en el vertical, porque parecía demostrado que los errores de tiro aparecen siempre en el sentido de adelante a atrás, y no en los transversales.

Se habló de estas cuestiones, que a Larrañaga no le interesaban gran cosa.

A la altura próximamente de Heligoland vieron un barco que hizo estallar dos minas que sin duda se habían desplazado. Con la explosión, el agua, de color gris, subía en una tromba terrible y parecía estar en el aire bastante tiempo.

Poco después, el piloto danés entró en funciones y se llegó a Esbjerg, donde bajaron Olsen y Larrañaga.