VUELTA A ROTTERDAM
En nuestra época de nacionalismo se ha desarrollado el orgullo étnico de manera tan absurda, que todo el mundo ha echado una mirada retrospectiva hacia sus antepasados, pensando que quizá de ellos y de su lejana influencia pudiera venir algo tranquilizador.
«Así, en una época destructora por excelencia —ha pensado Joe—, en la cual se han descompuesto y han cambiado la Geometría y la Física, y hasta las ideas clásicas sobre el Espacio y el Tiempo, podemos creer en serio en unos mitos tan vagos como la raza y la sangre. Verdad es que el hombre únicamente cree en serio en los mitos.»
«Preocupaciones», Fantasías de la época
Mientras Larrañaga marchaba en el tren, con la imagen de Pepita y Soledad grabada en sus ojos, iba pensando en los años pasados en Rotterdam.
Había supuesto durante algún tiempo que su estancia en aquella ciudad sería un paréntesis en su existencia, una época provisional y transitoria; pero lo provisional y transitorio se había convertido en duradero y ocupaba el lugar más importante en sus recuerdos.
Larrañaga no habló a Pepita —ella había dicho que no le interesaba lo romántico— de una amistad sentimental que ejerció mucha influencia en su vida.
Esta amistad arraigó con fuerza en su alma, y durante algunos años, por su pureza y por su tono, fue el polo opuesto de sus amores con Margot, la mecanógrafa.
Desde el comienzo de la guerra, Larrañaga vivía en Rotterdam. Al principio se hospedaba en un hotel próximo al río: el hotel del Puerto. Aquel hotel se hallaba en Willemskade, cerca del edificio donde estaba instalado el escritorio de la Compañía Naviera Bilbaína, de la cual era representante Larrañaga. Tiempo después, este dejó el hotel y fue a vivir a la misma casa, al tercer piso. El tercer piso pertenecía al hotel del Puerto mientras ocupaban el segundo las oficinas de una compañía de seguros.
Cuando las oficinas desalojaron aquellos cuartos, el hotel del Puerto los tomó y dejó los de arriba, y Larrañaga se estableció en el tercer piso.
A este fue a vivir la mujer del encargado del hotel, madama Grebber.
Así, el tercer piso se convirtió en anejo del hotel del Puerto, y cuando se aglomeraban los viajeros se les enviaba arriba.
Huéspedes fijos de la señora Grebber eran Larrañaga y la profesora inglesa miss Ross.
Esta señora dio algunas lecciones de inglés a Larrañaga. La profesora había propuesto a su discípulo el que comieran juntos; pero él prefería tener libertad, y no aceptó, porque miss Ross, a fuerza de exactitud y de puntualidad, era un tanto pesada. Las habitaciones que la señora Grebber cedía a Larrañaga eras dos, grandes y cómodas; despacho y alcoba; el despacho muy bien amueblado, casi lujoso, con un piano, en el que algunas veces José tecleaba.
Larrañaga hacía con frecuencia que le subieran la comida del hotel, otras iba al restaurante.
Larrañaga recordó en sueños la vida de los primeros meses en Rotterdam, sus excursiones por los alrededores y su curiosidad por las viejas ciudades holandesas próximas.
Larrañaga, que iba solo en el departamento y tendido en el diván, se despertó al llegar a la Aduana belga y tuvo que mostrar su pasaporte.
Echó de nuevo a andar el tren, y el viajero, entre sueños, volvió a pensar en su vida de Rotterdam.
A medida que el tren marchaba, iba hundiéndose en sus recuerdos.
En la época de la guerra, en Rotterdam, como en todas partes, existía la división de aliadófilos y de germanófilos.
En la casa naviera de Bilbao, representada por José, los principales accionistas eran públicamente aliadófilos; pero algunos sentían secretas simpatías por los alemanes. ¿Por qué? Probablemente por muchas causas. Algunas serias, confesables y hasta ideológicas; otras nimias, caprichosas y sin ningún valor.
Larrañaga era germanófilo. Había vivido largo tiempo en relación con los franceses y con los ingleses y sabía sus defectos. En cambio, no conocía a los alemanes, razón por la cual sentía simpatía por ellos; es decir, simpatizaba con lo desconocido, cosa lógica y humana. Además de esto, tenía un sexto o séptimo apellido alemán, y esto le inducía a veces a sentirse germánico.
Su posición de representante, de una compañía naviera neutral le daba importancia en el pueblo. El cónsul alemán y algunos agentes alemanes se dirigieron a él pidiéndole pequeños favores. Larrañaga los concedió; pero siempre, fríamente, sin efusión, ateniéndose a su cargo y sin mostrar el menor celo. Dentro de su parcialidad germanófila, desconfiaba de aquellos agentes y los consideraba capaces de cualquier engaño y de cualquiera villanía.
Por el carácter suyo de representante de una casa naviera, conoció a gentes raras, con las cuales, ya escarmentado, no quiso intimar.
Uno de ellos era francés. Fue durante la guerra espía contra los franceses. Este hombre extraño, católico ferviente y al parecer patriota, iba de Alemania a Holanda; de Holanda a España, y luego de España a Francia, y hacía más tarde el mismo viaje en sentido inverso. Sentía aquel hombre un odio grande contra la República. Contó a Larrañaga cómo él dirigía y aleccionaba a una porción de espías distribuidos en la costa francesa, que se comunicaban de noche con luces con los submarinos alemanes, a los cuales daban así noticias importantes.
«¡Qué sería de aquel hombre!», pensó Larrañaga. Al final de la guerra había desaparecido. Unos dijeron que se fue a América; otros, que se metió en un convento de España, donde murió y se enterró el secreto de su odio.
Otra espía que conoció Larrañaga por entonces fue una alemana, Frau Köppe, que iba a Barcelona no se sabía de dónde. De Barcelona marchaba a Bilbao, de Bilbao a Rotterdam y de aquí entraba en Alemania. Era una mujer gruesa, valiente, decidida y alegre. En el viaje, por lo que decían los marineros, bromeaba mucho con ellos. Estuvo dos veces a punto de caer prisionera en Francia y de ser torpedeada en el mar; pero aun así, al parecer, no tenía miedo.
La germanofilia teórica de José Larrañaga no trascendió nunca a la práctica.
«Hay que ser del que venza —solía decir por entonces—. Esos, a la larga, serán los que tengan razón. Lo demás son tonterías.»
Hubo momentos en que Holanda, como Suiza, fue un hervidero de intrigas. Al comprobarlo, José decidió ser más prudente y huir de los dos bandos de aliadófilos y germanófilos, y de los agentes, en su mayoría vividores y espías.
Larrañaga, sobre todo, deseaba que no le mezclaran en intrigas; no quería enterarse de maquinaciones ni de enredos. La idea de vivir de una manera limpia en un mundo sucio le encantaba. Se sentía como un príncipe de la Edad Media, aislado en su palacio y rodeado de pestíferos.
Por entonces, muchos días Larrañaga se encerraba en su casa y se dedicaba a leer. Leyó en aquella época muchos libros españoles antiguos. Había abusado de la lectura extranjera y moderna, y quería volver, a ser posible, a tomar el gusto a lo castizo.
Leyó el Examen de Ingenios, de Huarte de San Juan; la Guía Espiritual, de Molinos; El Criticón, de Gracián: la Guía de Pecadores, de Fray Luis de Granada, y los Ejercicios Espirituales, de San Ignacio. Leyó también las historias de Mariana, de Bernal Díaz del Castillo y de Solís, y algunos libros extravagantes, como La vida de Don Diego de Torres Villarroel y el Ente Dilucidado, del padre Fuente de la Peña. Leyó después resúmenes sobre las ideas y la moral de los jesuitas españoles, entre ellos Las Provinciales, de Pascal.
Las figuras de los jesuitas españoles del siglo XVI y XVII, duros y ásperos, le fueron muy simpáticas, y su tendencia de estoicismo casi anticristiana le pareció muy bien.
Al lado del jesuitismo moderno —pomada mística, perfumada con agua de rosas— los jesuitas antiguos tenían unos perfiles de acero.
Larrañaga recordó la curiosidad que había sentido por conocer a los casuistas, a Soto, a Suárez, a Sánchez, a Molina; curiosidad que no había satisfecho porque todas las obras de estos autores estaban en latín, en ediciones raras. Se enteró de algunas opiniones de los casuistas en el libro Cuestiones Prácticas de Casos Morales, del padre Enríquez, libro viejo que encontró en una feria y que leía con gran fruición. Esta casuística, tan complicada y tan refinada, se hallaba muy en consonancia con su espíritu.
Uno de los oasis que pudo encontrar por entonces en el pueblo, y en donde la cuestión de los germanófilos y francófilos no se debatía casi nunca, fue la tienda de un librero establecido en Geldersekade, un muelle que daba al ancho canal de Oude Haven, enfrente del muelle de los Españoles. Este librero tenía, principalmente, libros geográficos, atlas magníficos, un astrolabio, una esfera antigua italiana del siglo XVI y varias otras más modernas, y algunos aparatos de náutica, ya en desuso.
El librero era muy sabio en cuestiones geográficas.
A Larrañaga le resultaba muy agradable el hojear el atlas de Mercator y de Ortelio (El teatro del mundo), los mapas de Apianus, Sebastián Munster, Cellarius, Nicolás Sansón y Seutter, y los mapas españoles de América, desde la reproducción del pintado por Juan de la Costa hasta los que aparecen en las historias de Méjico y el Perú.
El librero hablaba con la misma seguridad de Estrabón como de los últimos geógrafos. La casa estaba atiborrada de libros. Desde los atlas antiguos con carabelas y tritones hasta los mapas modernos alemanes e ingleses, había de todo, y además libros de astronomía, etnografía y viajes. El sabio librero geógrafo no había salido nunca de Rotterdam ni sentía ningún deseo de salir. Pero, en cambio, se desvivía por conocer por los libros todos los rincones del mundo. Según él, no valía la pena de tomarse el trabajo de viajar por los países lejanos. Le parecía más agradable enterarse de lo que eran desde su butaca.
Mientras recordaba todo esto, Larrañaga había cruzado gran parte de Holanda y llegado a Dordrecht. Ahora miraba por la ventanilla el río ancho y el pueblo, con sus torres, sus casas antiguas y sus desembarcaderos.
Ya le faltaba poco para Rotterdam. Se lavó y se arregló.
Al llegar a Rotterdam tomó un coche y fue primeramente a la oficina. Estaba su dependiente, don Cosme, trabajando, envuelto en un guardapolvo gris.
—¿Ha habido algo nuevo? —le preguntó Larrañaga.
—No; nada importante.
—¿No ha venido nadie a preguntar por mí?
—Ha venido un joven, Basozábal, y su amigo de usted, Olsen.
—Bueno; pues si vuelven hoy, le dice usted al joven Basozábal que no quiero recibirle, y a Olsen, que le espero para tomar café…
—Muy bien. Aquí tiene usted algo para firmar.
Firmó las cartas Larrañaga y se fue en seguida a casa, dejando a don Cosme en la oficina.
Don Cosme, el viejo empleado en la oficina de Larrañaga, era un español, con la cabeza cana, un tanto aventurero, que había viajado y recorrido el mundo.
Este don Cosme, hombre de unos sesenta años, calvo, con el pelo como lana, la nariz larga y roja, que en invierno siempre sostenía una gota clara; los ojos turbios y lacrimosos, el bigote pequeño y los labios gruesos, era tipo un poco grotesco, que hablaba con cierta pedantería de castellano que pronuncia bien como troquelando cada palabra. Accionaba mucho y de manera doctoral y pedantesca. Fue profesor de español en la Argentina y en Méjico y en una academia de Rotterdam. Era muy buena persona.
Los capitanes vascos que le veían en la oficina y lo encontraban excesivamente amable, lo que a ellos, sin duda, les parecía absurdo, en vez de llamarle don Cosme, le llamaban don Cosmético.
Don Cosme tenía una hija casada con un holandés, y muchos nietos, por los cuales se desvivía.
Al hablar divagaba y necesitaba muchas palabras para explicarse. Larrañaga cortaba las divagaciones y le decía categóricamente:
—Bueno, don Cosme, al grano.
—A eso voy. Es que me atropella usted con sus prisas, don José. Déjeme usted que me explique.
—Explíquese usted, pero no sea usted pedante.
—Es mi manera de hablar —decía él ingenuamente. Y no se molestaba con las observaciones de Larrañaga.
Don Cosme vivía en un mundo maravilloso. Todos le parecían personas interesantes, excelentes, llenas de bonísimas cualidades. Así que él creía que los demás tenían que agradecer que les diera la noticia de que la mujer de fulano estaba ya curada, de que el pleito de mengano se había resuelto favorablemente.
«¡Qué tipo! —murmuró Larrañaga pensando en su empleado al marchar a casa—. Si le dijeran que a la mayoría de la gente estas noticias del bien ajeno a unos les molesta y a otros les tiene sin cuidado, creería que se trataba de una broma.»
Larrañaga saludó al señor Grebber, que estaba en la entrada del hotel, con su librea azul, y subió en el ascensor. En su casa le dijeron que había estado allí el joven Basozábal.
La insistencia del joven en ir a su casa le molestaba. Le había pedido tres veces dinero y dos se lo había dado. Lo que le incomodaba era el aire desdeñoso y burlón que tomaba el hijo de su antiguo amigo.
El joven Basozábal era un aventurero de mala índole. Escapado de casa, vivió en Londres con unos comunistas y pasó algún tiempo en Rusia. Luego anduvo de pueblo en pueblo, haciendo trampas y dejando a deber en los hoteles.
Basozábal se presentó en la casa de Larrañaga y le pidió dinero. Joven, moreno, delgado, de ojos negros, cara correcta, bigote pequeño y ademanes vivos, hablaba en tono entre irónico y amenazador. Se veía que era inteligente; pero no simpatizaba con nadie.
Basozábal contó detalles de Lenin, Trotski y Zinóviev, a quienes aseguraba conocer.
Según Basozábal, no se había entendido el marxismo.
Con aire atrevido y cínico, dijo una vez con desprecio de su padre: «Mi padre era un romántico, bastante ridículo».
Añadió que ignoraba el paradero de su familia, y que no le importaba tampoco. Su preocupación era sorprender.
Más tarde, unos días antes de que Larrañaga fuera a París, encontró a Basozábal con un tipo de ruso, de cara juanetuda y de mal aspecto, en una taberna de Schiedamschedyk.
Basozábal le volvió a pedir dinero. Larrañaga se lo dio y le dijo: «Este es mi último dinero. No piense usted que le voy a dar ni un céntimo más».
Efectivamente, a la tercera petición se negó rotundamente a darle más dinero; pero Basozábal volvía a la carga.
El pensar en Basozábal le molestaba. La petulancia y la confianza en sí mismo del joven comunista le irritaban.
Larrañaga, al llegar a su casa, se acostó, y se levantó al caer de la tarde para la hora de cenar. Al ir al comedor se encontró con su amigo Olsen, que le esperaba.
Este Olsen era una de las amistades del tiempo de la guerra.
Juan Olsen era un danés, empleado en la sección de correspondencia de un Banco de Rotterdam.
Era alto, seco, anguloso, de cierto aire mefistofélico, ojos azules pequeños, pelo rubio, perilla rojiza y movimientos duros, como hombre mal construido, y a quien le sobraran huesos.
Olsen era inteligente; pero de mezquindad tal para el dinero, que todo lo echaba a perder con su roña. La tacañería adquiría en él caracteres patológicos. Pensaba que sin dinero ahorrado estaba perdido, que le iba a suceder algo malo si no guardaba en su casa algunos cientos o miles de florines. En esto parecía más flamenco que escandinavo.
Olsen estaba divorciado. Poco antes de la guerra, su mujer, una danesa, se habla separado de él y casado con un militar alemán.
Llegado a Holanda de Alemania el empleado bancario, al mismo tiempo estudiaba matemáticas y filosofía, con aprovechamiento, e iba a examinarse de cuando en cuando a la Universidad de Leyden.
Olsen conocía muy bien a Kant, por quien sentía gran admiración, sobre todo por la parte metafísica de su sistema. La parte moral y política del gran filósofo no le interesaba. La teoría de la relatividad la consideraba como consecuencia kantiana. Era aficionado a la literatura y lector muy asiduo de Enrique Heine.
Durante la guerra se mostraba indiferente, aunque se inclinaba por los aliados. Era muy entusiasta del Mediodía y de España. Un cuarto o quinto apellido español o italiano le inducía a pensar que llevaba algo de meridional en la sangre. Por lo que contaba, uno de sus hermanos, impulsado por la nostalgia del Mediodía, fue a España, donde no encontró ningún trabajo, y durante algún tiempo estuvo fregando platos en una fonda de Madrid.
Olsen era matemático y metafísico. Capaz de seguir un razonamiento de Kant, de desarrollar la hipótesis del quantum de acción de Planck o del quantum de luz de Einstein.
A veces quiso explicar a Larrañaga estas teorías; pero José le decía:
—Es inútil. Mientras se trata de un razonamiento, le puedo seguir a usted; pero cuando se mete usted en fórmulas, no entiendo nada.
Olsen se asombraba a veces del furor de Larrañaga en negarse a sí mismo.
—Tiene usted un mal sistema, don José —le decía.
—¿Por qué? ¿Qué sistema?
—Cuando no sabe usted una cosa, dice: No sé nada de eso. Cuando sabe usted algo, suele decir: Creo que es así o me figuro que es así. No se equivocará usted, pero no acertará usted nunca.
Juan Olsen, a pesar de sus tacañerías; era muy tenorio y aficionado a las mujeres. ¿Cómo armonizaba las dos tendencias, la una dispendiosa y la otra de roña?; él sólo lo sabía.
Ni adulador, ni galanteador. Tenía cierta manera muy rápida de ganarse la confianza de las mujeres. Su arte de caza era indudablemente muy superior al del Tenorio viejo y amanerado de los países del Sur.
Aquel tenorio kantiano, que estudiaba matemáticas elevadas por afición, sabía cuatro o cinco idiomas admirablemente.
Olsen engañaba con su aspecto. Era muy fuerte, a pesar de su aire débil; comilón, a pesar de su delgadez; servicial, con detalles de hombre muy roñoso; capaz de hacer un favor a un amigo, y de reñir luego con él por cuestión de céntimos.
Vivió en la América española, sabía castellano y no quería olvidarlo. De ahí su primer interés en cultivar la amistad de Larrañaga.
Este lo encontraba muy divertido, y Olsen, a su vez, consideraba a Larrañaga como un tipo extraordinario. Se sorprendían mutuamente con sus ideas y sus actos y podían discutir horas enteras sin cansarse. Solían ir con frecuencia a un café a charlar. El mozo del café, desertor alemán y doctor en Filosofía, que había hecho dos años de guerra, hasta que cansado se decidió a fugarse, alternaba a veces en las discusiones.
Olsen era también cazador. En una época, según contaba, había encontrado un amigo germanófilo, compatriota, entusiasta de la caza y antisemita, que llevaba una cruz esvástica en la corbata.
—¿Cómo se llama el perro de usted? —le preguntó a Olsen.
—Mi perro se llama Thor.
—¿Thor? ¿El Dios escandinavo?
—Sí.
—Pues yo a mi perro le voy a llamar Jehovah —dijo el danés incomodado.
—Muy bien.
Thor y Jehovah cazaron, juntos con sus amos, algunos zorros pero nunca gran cosa.
Como ninguno de los dos perros legitimaba su nombre, decidieron ponerles otros más modestos, y al que tenía aire más serio y más tonto le llamaron Wilson, y al que parecía más petulante y más ridículo, Mussolini.
Larrañaga y Olsen hablaron largo rato. A las nueve y media el danés se marchó y Larrañaga quedó en la ventana de su despacho, contemplando el panorama de tejados que se veía desde allí y fumando.