VI

LOS AMORES DE JOE

Los holandeses van en sus bicicletas los domingos a pasar el día en el campo. Los municipios, maternales con los ciclistas, les hacen una pista especial, asfaltada, reservada, al lado de la carretera común.

Los ciclistas marchan en grandes caravanas al borde de los canales, por el campo verde de colza, por entre los cuadrados de tulipanes rojos y de jacintos blancos; en medio del paisaje en que se destacan los molinos de viento.

Van los hombres con sus mujeres y con sus niños, van las muchachas con sus novios, y hasta las señoras mayores y los señores de barba blanca. La bicicleta entre ellos es casi una institución. Como en Venecia la góndola y en la Edad Media la hacanea y en el siglo XVIII la litera, la bicicleta en Holanda es el vehículo del amor.

«El ario es aficionado a montar en bicicleta —ha dicho solemnemente no sé si Ammon o Vacher de Lapouge—. El amor por la bicicleta es el síntoma más importante del arianismo». «Los anticiclistas no somos arios», ha afirmado Joe alegremente.

«El ario, el amor y la bicicleta», Fantasías de la época

—¿Quieres que vayamos a la estación? —dijo Pepita.

—Bueno, vamos. Aunque todavía es temprano; pero lo mismo da estar allá que en otra parte.

Entraron en la estación.

—¿No habrá algún sitio cómodo por aquí?

—Sí, debe haber una sala de espera.

—Vamos allá.

Cruzaron la ancha nave y se asomaron a un salón con unas cuantas butacas.

—Mira, no hay nadie.

—¿Nos sentaremos un rato?

—Bueno. Oye, Joshé.

—¿Qué?

—No me has contado tus amores.

—Los amores de un marino ya te supondrás lo que son. Una cosa brutal, fea, sin interés ninguno.

—¿Y ahí en el extranjero no has tenido amores?

—¿Por qué quieres saberlo?

—Tengo esa curiosidad.

—Quieres reírte de mí.

—No; puedes tener la seguridad de que si me cuentas algo no se lo diré a nadie, ni siquiera a mi hermana.

—Pues sí, he tenido alguna inclinación romántica.

—¿Nada más que romántica?

—Veo que no te interesa lo romántico.

—Poco.

—Sí; también tuve unos amores ahí en Rotterdam.

—¿Con una señorita?

—Señorita hasta cierto punto; no de clase acomodada: una empleada en una oficina.

—¿Era bonita?

—Sí. Fresca, sonrosada, rubia, con los ojos claros, la nariz un poco gruesa, la cara un poco cuadrada, de pómulos algo salientes.

—¿El cuerpo?

—Bien hecho.

—¿Y son ariscas o amables esas flamencas?

—Yo creo que habrá de todo como en botica. La fama les pinta excesivamente amables. En una antigua novela picaresca alemana, Till Eulenspiegel, se dice de ellas algunas cosas subversivas; pero no hay que hacer demasiado caso de esas famas. Siempre hay esa malicia ridícula de reprochar a las mujeres el ser hembras. No parece sino que en algunas partes del planeta los hombres se reproducen como las lombrices, por disparidad.

—¿Era de Rotterdam esa chica?

—No; era de Arnhem.

—¿Cómo se llamaba?

—Margarita. Pero todos los amigos la llamábamos Margot.

—Me figuro que la estoy viendo.

—La conocí un domingo en Scheveningen. Yo llevaba entonces cuatro o cinco meses en Rotterdam. Era al principio de la guerra. Margot iba en bicicleta y estuvo a punto de atropellarme; pero yo tenía la culpa y le pedí mil perdones. Ella se rio y comenzamos a hablar. Yo no sabía holandés, pero ella sabía inglés y nos entendimos. Ella iba con una amiga y las convidé a cenar en un restaurante de La Haya y volvimos luego en tren a Rotterdam.

—¿Así el primer día a cenar juntos?

—Sí; pero esto en esos países no quiere decir gran cosa. Nos citarnos para el domingo siguiente. Ahí en Holanda todo el mundo tiene un gran entusiasmo por la bicicleta, y Margot me dijo que si quería galantearla tenía que acompañarla en bicicleta. A mí este aparato siempre me ha sido un poco antipático. Le admiro como invención, pero nada más. Indudablemente, no es uno un ario. No hubo más remedio; tuve que ejercitarme, y comenzó entre ella y yo un idilio…

—Un idilio en bicicleta.

—Eso es, completamente indogermánico. Fuimos a los pueblos de al lado, a Delft, a Leyden, a Harlem, con otros jóvenes y otras muchachas, siempre en bicicleta. En mis amores, como en mi aparato, me encontraba un poco inseguro. Sin duda, era la sangre mía poco aria. Cuando acompañaba a Margot a la oficina suya, que estaba al otro lado del río, Íbamos por el puente grande sobre el Mosa, en una de las filas por la derecha, entre camiones, automóviles y bicicletas. Muchas veces yo me preguntaba: ¿No será esto un disparate? Al volver poco después solo, pasaba el rápido de París sobre el próximo puente de hierro con un ruido ensordecedor, y me volvía a preguntar si aquellos amores no serían una tontería.

—¿Desconfiabas de la chica?

—Pensaba que quizá no nos entenderíamos bien. Las tardes de los sábados en que hacía buen tiempo Íbamos a pasear al Parque Laan, que estaba cerca de su casa, y al Jardín Botánico.

—¿Era inteligente?

—En ciertas cosas prácticas, sí. Aquella frase de la chula de La Verbena de la Paloma, que cuando le preguntaban adónde va con mantón de Manila, contesta: «A lucirme y a ver la verbena y a meterme en la cama después», a Margot le hubiera parecido ridícula. Ella iba a una kermesse a comer, a beber, a bailar, a reírse… Era sensual, pero no era presumida, ni se creía una belleza. No se pintaba ni pasaba el tiempo delante del espejo. Tampoco le gustaba hablar, le parecía aburrido. A ella le gustaba moverse, andar en bicicleta, tomar el tren, merendar, beber, cantar, andar entre hombres…

—Mal tipo para entenderse contigo.

—Sí. ¡Indudablemente, muy opuesta a mí! Yo le preguntaba: «¿Ha tenido usted amores?» «¿Quién no ha tenido amores? —contestaba ella riendo. Usted también los habrá tenido. Eso no importa, si nos entendemos». El caso fue que en una de estas excursiones no volvimos a Rotterdam hasta las dos de la mañana, y fuimos a un hotel… al degolladero.

—La degringolade, que dirían aquí.

—Al principio pensé que había hecho una gran conquista; pero luego fui comprendiendo que quizá iba a ser yo el conquistado. Me decidí a obrar honestamente, y a los pocos días hablé a Margot de que estaba dispuesto a casarme. «Muy bien», dijo ella. Yo me figuraba que ella querría cambiar de vida; pero ¡ca! Llegó un domingo, y después otro, y fuimos en caravana como antes; ella cantando, riendo, con unos y con otros, y luego nos retrasábamos los dos. A mí me parece muy bien que las mujeres no tengan miedo a los hombres; pero esto no me parecía del todo bien. Yo pensaba: «Puesto que me quiero casar con ella, ella debía tener un poco de moderación»; pero no había tal: se reía con unos y otros, y a veces vi que la besaban. Yo me dominaba para no parecer celoso, y no tenía inconveniente en convidar a cenar a algunos de sus amigos, aunque a veces me molestaba oírles hablar en holandés, que yo apenas comprendía, sin hacer caso ninguno de que yo estaba delante.

—Tú pensabas como español.

—Claro. Hay mucha gente romántica que quiere creer que la moral tiene una brújula que marca invariablemente el Norte. Es una ilusión. Yo no digo que la moral sea un producto como el azúcar o el vitriolo, pero sí que es algo como el clima o como la opinión pública. Un producto de muchas cosas mal conocidas. La moral no tiene principios fijos. Es más bien una creación de cada pueblo. Nosotros, los españoles, tenemos la moral de los pueblos secos, áridos, y estos, holandeses, belgas y alemanes, tienen la moral de los pueblos de comercio, húmedos y fértiles. Ellos no sienten tanto como nosotros las heridas del amor propio, ni tienen tanta sensibilidad en lo que se refiere al honor sexual. En cambio, son más sensibles a la opinión burguesa y a lo que se relaciona con la honradez pública, comercial, social y con el dinero. Son, en general, más honrados, y, sobre todo, no hay el hombre con alma de chulo que es corriente en el Mediodía. El meridional tiene con frecuencia alma de camarera o de cupletista. La gente del Norte es, sin duda, más torpe; pero más leal… Y aquí me tenías a mí en pugna con muchas ideas que había defendido como buenas, porque debajo de mi apariencia de buen burgués europeo y culto, aparecía el español quijotesco. Yo no podía soportar que una mujer que era mi futura anduviese retozando con unos y con otros.

—Es natural. Bastante hacías con no estar celoso e inquieto del pasado.

—Cierto. No quería insistir en el pasado, porque como español pensaba que si encontraba algo oscuro para mí, sería esto irremediable e irredimible. ¿Cómo fundar una familia sobre una mancha? Mancha o lo que sea.

—Es lógico.

—Así creía yo también, pero quizá estaba equivocado. Empecé con advertencias a Margot; primero, tímidas; luego, claras. «Cuando nos casemos cambiaré de vida —decía ella—. Ahora, que podemos, vamos a divertirnos». «No, no; ha de ser antes, replicaba yo». «Antes, no, repuso ella decididamente». La verdad era que no nos entendíamos. Ella era una mezcla de sensualidad, de bondad, de avaricia, de sentimentalismo, que a mí me chocaba y me parecía un poco bárbara. Probablemente, a ella la mezcla mía le parecía absurda y quizá decadente. Seguimos así, yendo a un lado y a otro, parando en los hoteles y en las fondas, riñendo y reconciliándonos a cada paso.

—¿No os entendíais?

—No. No estábamos de acuerdo en nada. A ella le gustaban los hombres fuertes, grandes, sensuales y alegres. A veces reía con unas carcajadas estrepitosas. Entonces la admiraba. Yo le debía parecer mezquino y triste. Yo me preguntaba: «¿Querré o no querré a esta mujer?» En ocasiones, al mirarla, se me ocurría pensar: «Esta mujer cuando se ponga gorda, me va a resultar muy desagradable»; luego ¡engullía!, como un ogro. Dos o tres horas después de haber cenado comía salchichas, pasteles, jamón, pedazos enormes de tocino, albóndigas llenas de grasa, ensalada, y todo en el mismo plato.

—¿Y esto te molestaba tanto?

—Sí; me producía molestia y disgusto. Al último, reñimos agriamente, definitivamente. ¡Ah!, ¿no se quiere usted casar conmigo? —me dijo—. Muy bien, me tendrá usted que indemnizar. Me ha dado usted palabra de casamiento. A muchas de sus amigas les había pasado el mismo percance, porque se habían engañado y no habían encontrado el hombre que esperaban. Según dijo, valía más que así fuera antes de casarse. Desde aquel momento Margot cambió de manera de ser conmigo. Se acabaron las risas y las canciones. Ya era el acreedor que exige el pago de una deuda tranquilamente y con frialdad. Unos días después se presentó en mi casa un joven alto, grueso, serio, rubio, que dijo era primo de Margot. Se llamaba Cornelius y tenía un apellido terminado en burg: Clonenburg, Clopenburg, una cosa así. El joven vino echándoselas de hombre puro. Me pareció un poco hipócrita. Habló de mi palabra de casamiento a Margot y de la reparación que la debía. La pobre muchacha tenía que ganarse la vida difícilmente. Yo la había seducido. A esto protesté y le dije que ella había insinuado que antes había tenido un amante. «¿Amante o novio?» Yo entendí que amante. «No lo creo». «Pues yo así lo he entendido». «No es cierto». «En fin, usted obre como le parezca —me dijo—; pero creo que es preferible para usted no ir a los tribunales, que seguramente le darán la razón a ella y a usted le condenarán. Aquí, en general, en esta clase de procesos, fallan a favor de la mujer, y más tratándose de un extranjero». «No, si yo no me opongo a la reparación —le contesté—» «Bueno; entonces en principio estamos de acuerdo. Yo hablaré con Margot y veré lo que pide y se lo diré a usted». Unos días después volvió el señor Cornelius y me pidió de parte de Margot tres mil florines.

—¿Que son?… —preguntó Pepita.

—Unas siete a ocho mil pesetas. Yo le dije al señor Cornelius que no tenía reunidos los tres mil florines, y él me contestó que podía pagarlos a plazos en un año, para lo cual firmaría unos pagarés. En vista del giro que tomaba el asunto, fui a ver a un abogado, el que me aconsejó lo que debía hacer. Como el pago de la indemnización reducía mucho mi presupuesto, para llenar la vida con algo, me suscribí a un gabinete de lectura y me dediqué a leer. Me he hecho así casi un erudito, todo lo erudito que se puede ser sin tener grandes principios de cultura, sin saber idiomas antiguos y sin procedimientos de escuela.

¿Y nada de viajes en bicicleta?

—Nada. Oficina y paseo y a leer.

—¿Y Margot?

—Margot se casó con el joven Cornelius, que yo sospecho si sería su primer amante. Creo que el matrimonio tiene una casa de comisión y que marchan muy bien con sus negocios. Les he visto dos o tres veces, y nos hemos saludado muy ceremoniosamente. Nada de ironía, de resentimiento o de burla. Yo me sentía más avergonzado que ellos.

—Avergonzado, ¿por qué?

—¡Qué sé yo! ¡Ese papel de seductor, o de supuesto seductor, me parece tan estúpido, a pesar de lo que cree la gente!…

—¿Y esas han sido todas tus calaveradas?

—Esas.

—¿Qué hora tenemos? —preguntó Pepita.

—Falta todavía media hora para que llegue el tren. Podemos seguir hablando.

—¡Qué vida la de una estación de tren más rara! —dijo Pepita—. Aquí no hay día ni noche.

—¡Ah!, claro. Esto es como un pequeño pueblo siempre despierto. Una isla en medio de un torrente.

—¿Tú crees que se aprende algo en la vida, Joshé?

—Poco. Lo que sucede es que se confunde la debilidad y la desgana que traen los años, con el juicio y la sabiduría.

—¿Nada más?

—Para mí, nada más. Aprender, para mucha gente, es sinónimo de tener mala opinión de los hombres. Cuando creen que han descubierto que no hay amistad sincera, ni amor, ni heroísmo, piensan que saben. Y no hay tal. ¿Qué duda cabe que hay amor, amistad, heroísmo, caridad y hasta santidad?

—¿Crees tú?

—Naturalmente. Pero es lo excepcional. La inmensa mayoría de la gente es como el ganado, que tiene una fisiología basta; pero en medio de ese rebaño monótono hay a veces un gran espíritu.

—¿Así que para ti el hombre corriente, vulgar, que no es ni bueno ni malo, ni capaz de grandes cosas, es despreciable?

—¡Despreciable! ¿Por qué se le va a llamar despreciable? Es número, es montón. En las minas de Tal han muerto quinientos obreros. Eso no nos impide tomar el chocolate o el café con leche. En la Conchinchina un temblor de tierra ha hecho desaparecer catorce aldeas. Se va al teatro lo mismo.

—No debes vivir muy contento cuando tienes esas ideas.

—¡Pchs! Así, así.

—Tu vida en Rotterdam será triste.

—Hay semanas enteras que no hablo con nadie. Entonces, la humedad, las nieblas, la soledad, se unen a mi artritismo y me van hundiendo en un estado de pesimismo y de tristeza. Si pudiera empeñar el resto de mi vida por un par de años amables y tranquilos lo haría con mucho gusto.

—¿Nada más que por dos años?

—Nada más. Hasta llegaría a aceptar uno solo.

—¿Tan poco valor das a la vida que te queda?

—Muy poco, chica, muy poco.

La conversación comenzó a languidecer. Pepita tenía prisa de ir a la llegada del tren.

Esperaron un momento y apareció Fernando, el marido de Pepita; muy elegante, con sus guantes puestos como si saliera de su casa. Abrazó y besó a Pepita y estrechó la mano de José.

Este sintió un movimiento de celos un poco absurdo al ver que Fernando abrazaba y besaba a su mujer. Le parecía que en la conversación que había tenido con Pepita se había acercado a ella, y que no ocupándose del marido para nada le había hecho desaparecer.

Fueron los tres al hotel y se sentaron en el vestíbulo.

Larrañaga examinó al marido de Pepita.

Fernando era guapo. Ya en el camino de los treinta a los cuarenta, estaba algo pesado. De cara correcta, moreno, sonriente, de bigote negro, con la dentadura blanca, tenía físico para hacer efecto en las damas. Era tipo para pasar en el extranjero por un bello español.

Femando habló muy en serio con su mujer, y tomó aire entre sonriente y campechano al dirigirse a Larrañaga, como si le considerara como un chiflado, como un chusco a quien no se le puede tomar muy en serio.

Entre los dos hombres, que se conocían poco, se desarrolló inmediatamente una vaga hostilidad.

«Es un bohemio, un estrafalario», pensó Fernando.

«Es hombre mediocre y satisfecho de sí mismo —pensó Larrañaga—. Mucho más tímido de lo que quiere aparentar. Gran fachada, gran presentación; pero nada más. Gracia, simpatía, ninguna.»

—¿Así que tú no vienes con nosotros a Alemania? —preguntó Fernando.

—No. Al padre de Pepita le parecería mal. Además, no os serviría de nada, porque no sé alemán.

—Yo, tampoco. ¿Tú has estado en Alemania?

—Sí; pero cuando yo estuve se encontraba aquello muy revuelto.

—¿Es de verdad un país tan romántico como dicen?

«¡Qué imbecilidad! —pensó Larrañaga—. Este supondrá que el romanticismo se puede comprobar con algún aparato.»

Y añadió:

—Es la fama que ha tenido siempre ese país.

—Bueno; vamos a acostarnos —dijo Fernando.

—¿Así que tú te vas mañana, Joshé? —preguntó Pepita.

—Sí; mañana por la mañana me voy a Rotterdam.

—Entonces, hasta la vuelta.

Se dieron la mano.

Al día siguiente, mientras José Larrañaga iba camino de Rotterdam, Soledad, Pepita y su marido marchaban a Berlín.