V

LARRAÑAGA CUENTA SU HISTORIA

El joven inglés, rico y audaz, quiso vivir una vida intensa y profunda, y se fue a lejanos países semisalvajes, con fama de ardientes y de voluptuosos. De tentativa en tentativa, y de ensayo en ensayo, se estableció en Tahití y tuvo mujer canaca e hijos mestizos, y cazó y pescó y cuando reflexionó en su pasado, vio con claridad que, aunque con otra decoración de más color, su vida era poco más o menos la misma que podía haber sido en Inglaterra.

Y en las cartas que escribió a un amigo fue contando sus desilusiones.

«Siempre igual», Las sorpresas de Joe

—Ya he dejado a Soledad en su cama —dijo Pepita—. Vamos a cualquier parte a esperar la hora de la llegada del tren.

—¿Adónde quieres ir? ¿A algún teatro?

—No. No tengo ganas de ir a ningún teatro. Andaremos por aquí cerca. Nos meteremos en algún café, si quieres.

—Bueno. ¡Qué noche! ¡Qué calor!

—Sí; hace mucho calor.

—Nos sentaremos aquí un poco en el vestíbulo.

—Lo que te parezca.

Se sentaron los dos en unas mecedoras.

—¡Anda! Cuéntame lo que has hecho —dijo Pepita—. Cómo has vivido estos años pasados. Tengo interés en oírlo.

—Pero ¿desde cuándo?

—¡Qué sé yo! Desde que recuerdes. ¡Ah! Tengo que hacerte una advertencia que no te he hecho nunca. La carta, aquella célebre carta que tú me escribiste hace nueve años, yo no se la di a mi madre. Me la cogieron.

José se puso rojo, y luego pálido.

—Ya son historias viejas —balbuceó.

—Pero de todas maneras yo quiero que lo sepas. ¿Te ha molestado que te lo recuerde?

—Es una herida antigua, pero que todavía duele —dijo José, sonriendo con sonrisa melancólica.

—¡Bien sabe Dios que no fue mi culpa!

—Dejemos eso.

—Anda, cuéntame tu vida con detalles. Tengo curiosidad por conocerla. Porque allí ya sabes que algunos han hablado mal de ti, diciendo que eras un chocholo… que escribías en los periódicos, y otros te han defendido.

—El escribir en los periódicos debe ser muy mala señal.

—Malísima.

—Me parece muy lógico. Es un oficio de cretinos… de cretinos que gobiernan el mundo a fuerza de lugares comunes.

—Yo hacía mucho tiempo que no había hablado contigo largamente. Ahora estoy segura de ti y te defenderé en casa.

—Gracias. Ya, ¿para qué? Me es igual que digan de mí lo que les parezca.

—No, no quiero que tengas esa actitud tan desesperada. Al fin y al cabo con el tiempo tendrás que volver a vivir a Bilbao con nosotros.

—No sé, no sé qué haré.

—Bueno, cuenta tu vida.

—Pero tú la conoces poco más o menos.

—No.

—Tú sabrás que mi padre era farmacéutico de un pueblo.

—No.

—¡Ah! ¿No lo sabías?

—No.

—Veo que en tu casa hablaban mal de mí, y no hablaban de mi familia ni bien ni mal. Mi padre estuvo de farmacéutico en una aldea de Guipúzcoa, cerca de Tolosa, donde se casó con mi madre, y allí nací yo.

—Eres un vasco puro.

—No; porque mi madre tiene un tercer apellido alemán. Mi padre no tenía gran afición por su carrera. A pesar de que había sido buen estudiante, no le quedaba entusiasmo por la práctica de la farmacia. Era poco ambicioso y no progresó. Mientras mi padre estuvo en dos o tres pueblos vegetando, el tuyo, que había sido mal estudiante y un tanto calavera, se hizo auxiliar de Minas, y empezó a meterse en negocios, a prosperar, a subir como la espuma, y a hacerse rico.

—¿Y esto lo hizo rápidamente?

—Rapidísimamente. Las minas, las contratas, los barcos, todo lo manejó con la habilidad y la destreza de gran comerciante. Es una cosa muy curiosa y muy digna de ser estudiada por un psicólogo o por un historiador, el movimiento ascendente y descendente de las familias. Creo que en algunas ciudades vascas, como Bilbao y San Sebastián, es donde mejor se puede estudiar en España este movimiento. Primeramente porque estas ciudades, como pueblos de alguna importancia, son muy jóvenes; luego, porque tienen todos los estratos sociales en un medio relativamente pequeño, desde el rural hasta el aristocrático y palaciego. En las regiones donde ha habido ciudades más grandes y más antiguas, la aristocracia es ya estática; está fosilizada y no tiene relaciones directas con la actual corte. En San Sebastián y en Bilbao, no. El movimiento de ascenso es rápido, actual, y en tres, y a veces en dos, generaciones, se ve pasar una familia del campo a la aristocracia. Es curioso observar cómo de pronto una familia siente una inquietud, una fiebre de ascenso, de crecimiento, y cómo todos sus miembros marchan en columna cerrada a escalar una posición social. Yo te citaría muchas familias en Bilbao y en San Sebastián, que dan la impresión de hormigas negras en medio de otras rojas… o al contrario. Parece que todos los que forman una familia de estas tienen un plan expreso, aunque no lo tienen, y llevados por el movimiento ascensional, se ve a los hijos casarse con mujeres ricas, a las hijas hacer buenas bodas, a los hombres tener pingües negocios o grandes empleos. Este ímpetu de fondo plebeyo es el que lleva a la aristocracia. Por ese ímpetu, en el país vasco, el hombre del caserío va a la calle de la aldea, de la calle de la aldea, a la ciudad; de la ciudad, a la capital, y pasa de campesino a obrero, de obrero a ciudadano burgués, y de burgués a aristócrata en un tiempo relativamente de pocos años. Claro, la gente como yo, desarraigados del medio social, que no tenemos esperanza ninguna de medro, sentimos por estas familias que ascienden gran antipatía hablamos de que son rastacueros, trepadores, rampantes, etc., etc.; pero hay que tener en cuenta que siempre se ha ascendido así, por ese impulso de diferenciación y de selección. Esta familia, que de pronto se destaca, de su medio y salta a esfera más elevada tiene que vivir principalmente una vida exterior, de representación, porque el representar en la vida social es casi siempre anterior a ser. Para llegar a pasar como aristócrata, hay que obrar como si uno lo fuera, y se acaba siéndolo. Lo mismo pasa al que quiere ser valiente, rico, atrevido o conquistador de mujeres. La familia trepadora, que marcha enérgicamente para adelante, no tiene caprichos ni sentimentalismos; vive para alcanzar un fin, con una moral especial fuerte; de ahí su éxito. Si tiene brotes inútiles o perjudiciales, el calavera, el borracho, la mujer liviana, los sabe extirpar y sabe aliarse con otra gente también fuerte, que marcha igualmente hacia arriba. Paralelamente, en otros pueblos, principalmente en Madrid, entre la gente rica y poderosa se da el caso contrario. De pronto la familia aristocrática se siente sin fuerza, no ya en su movimiento ascendente que no tiene, sino en su situación estática, y le comienzan a cansar los honores, pierde la moral de su clase, y en vez de vivir en la representación, quiere vivir en la realidad, como quien dice natural. Esta es la decadencia, es la negación y la crítica del ímpetu pasado. Ya a la señora le aburre el ser dama de la reina. El señor no quiere asistir a ceremonias palaciegas y se siente íntimamente republicano o socialista; el hijo quiere ser pintor, ingeniero o poeta, y no cree en más méritos que en los personales; la hija quiere casarse con un hombre que le guste, aunque no sea de su clase; todos intentan ver sólo la verdad, vivir para dentro, y empieza el descontento, el despistamiento, el encontrar a los suyos aburridos, el alejarse de la corte, el ir a vivir al extranjero y, por último, la ruina.

—Estás haciendo un folletín, Joshé.

—¿Crees tú?

—Así me ha parecido, la verdad.

—Bueno; dejaremos el folletín, si te aburre, y seguiremos con la historia —replicó Larrañaga, sacudiendo su pipa en el brazo de la mecedora—. Mi padre, que no era nada atrevido, al ver que su hermano pequeño se enriquecía y se hacía poderoso, en vez de acercarse a él, como hubiera hecho otro cualquiera, se alejó por orgullo o por timidez, dando a entender que no lo necesitaba. Yo creo que desde entonces tu padre nos tomó a nosotros antipatía. Éramos para él los pobres tontos, orgullosos, inútiles. Había otro motivo político que separaba a mi padre del tuyo. Mi padre, no sé por qué, era, en su juventud, carlista, y el tuyo, republicano. Tu padre estaba siempre al tanto de lo que ocurría.

—Y sigue estándolo.

—Es verdad, y lo estará siempre. Tiene la intuición de los acontecimientos. Tiene genio. No es siempre muy fácil el explicarse por qué estos tipos como tu padre se enriquecen; pero una de las cosas que creo que se observa en ellos es que miran con sus ojos y no con los de los demás. No sigo por este camino por no cansarte con mis divagaciones. Pasado el tiempo, mi padre, que había sido carlista, como te digo, se hizo republicano; cosa absurda; en cambio, el tuyo, que había empezado siendo muy radical, fue adquiriendo un liberalismo templado. Tu padre tomó siempre la actitud inteligente.

—Me choca que le hagas justicia.

—No importa que él no me quiera. Mi infancia tuvo algunas cosas bonitas, algunos detalles graciosos —siguió diciendo Larrañaga pensativo—. El que ha vivido bien en la infancia ya lleva mucho ganado para estar contento. El recuerdo de su dicha es una gran cosa. Es casi la batalla ganada. El que empieza la infancia mal, ya está perdido. A algunas gentes aficionadas a beber, en los pueblos vascos, les he oído decir: «El buen vino primero; el malo detrás, porque luego de beber mucho ya no se nota si es bueno o malo». Algo parecido pasa en la vida. Durante algún tiempo, en la infancia, creo que me tuvieron por tonto. La verdad es que no entendía nada de lo que estudiaba, ni siquiera las fábulas de Samaniego, que eran las que leíamos, y cuando las entendía me parecían encerrar una moral egoísta y despreciable. Tenía doce o trece años y vivíamos en un pueblo de la costa cuando me preguntaron qué quería ser, y yo dije que marino. Durante algún tiempo había pensado en ser boticario; pero mi padre me desilusionó. Cuando leí la Farmacopea, me entusiasmé con algunos remedios, por sus nombres bonitos, y precisamente aquellos eran los que me dijo mi padre que no servían para nada. El Drástico Católico era tan inútil como todos los demás tópicos del catolicismo. El Ungüento de la tía Tecla, el Emplasto Bendito, la Triaca Magna, el Ungüento Digestivo, el Aceite de Alacrán, los Polvos Simpáticos, el Bálsamo del Comendador y el Bálsamo Tranquilo eran casi casi como el agua de cerrajas, y si alguno de ellos valía para algo, era porque tenía láudano u opio. Tampoco había semillas calientes, ni semillas frías; ni el hígado de azafrán era hígado, ni el antimonio estaba crudo, ni el asa fétida tenía lágrimas, ni el sperma-ceti servía para maldita la cosa. En vista de estos desengaños y de que el oficio de boticario consistía principalmente en vender antipirina, y salicilato en papeles, y muchos específicos, decidí hacerme marino. En mi familia se vivía siempre ignorando que hubiese un tío rico en Bilbao. En esto muere mi padre y se presenta el tuyo en mi casa. Estuvo muy brusco en sus palabras y en sus ofrecimientos. Nosotros, mi madre, mi hermana y yo, vendimos la botica y fuimos a Bilbao. Tendría yo catorce o quince años. Tú, cinco o seis. A mi lado eras como una princesa. Mi madre os tenía a vosotros como de distinta casta; os profesaba una mezcla de antipatía y de respeto, que, naturalmente, influía en nosotros.

—¡Qué extraño! Nunca lo hubiera supuesto.

—Por otro lado influía el rastacuerismo del pueblo. Bilbao, como las demás ciudades vascas, no tiene originalidad ninguna. Es un campamento, una mezcolanza de gallegos, asturianos, aragoneses, navarros ribereños y castellanos, a los que comunica ese orgullo ridículo de capital de provincia. Bilbao, como casi todas las capitales españolas, es un pueblo intelectualmente gris, sin espíritu, sin hombres de gran capacidad.

—No protesto; ¡qué le vamos a hacer!

—Era, sin duda, muy difícil tomar los elementos que podía dar la vida rural vasca y convertirlos en ciudadanos. Y, sin embargo, debía de haber sido este un matiz importante de la vida española. El clima vasco, como todo el de la zona cantábrica, es el clima de la costa atlántica francesa e inglesa, un clima de pueblo civilizado; pero nuestra zona es una zona estrecha y no ha tenido geografía para poder formar una ciudad importante, ni, por lo tanto, una posibilidad de cultura. Ninguna de las ciudades vascas lo ha podido hacer, ni aun siquiera lo ha pretendido. No han sabido conservar nada de lo íntimamente vasco, ni en la forma ni en el espíritu. El elemento vasco, si es que había en él algo típico y característico, ha tenido que quedar a la puerta. Cosa extraña que todos los pueblos con raíz regional hayan sido en esta última época tan vulgares. El único pueblo que ha sido original en España estos últimos años ha sido el que menos razones tenía de serlo: Madrid. Madrid presentaba hace años una mezcla de majadería y de originalidad autóctonas que se le va pasando. Ahora ha entrado ya en la corriente general y no es nada… Yo, si fuera político y pudiera organizar el país vasco a mi gusto…

—¡Ah! ¿Pero tú tienes planes políticos? ¡Qué cosa más graciosa!

—Planes políticos no tengo; pero, en fin, yo dejaría Bilbao y San Sebastián como ciudades libres; Bilbao, con su río hasta el mar, con su zona minera, y San Sebastián, con sus alrededores. Luego, toda la parte verdaderamente vasca de las provincias vascongadas y Navarra la reuniría y haría una provincia sola: Vasconia, con la capital en Vergara o en Tolosa. Así se podría dejar en libertad a las dos ciudades importantes, sin elemento oficial, para que desarrollaran su especialidad: industria, turismo, etc., sin el peso muerto del elemento rural ni de los empleados y militares. Vasconia, si tenía algo que decir, que lo dijera; si no, que se uniera en su insignificancia con las demás provincias españolas. Por ahora, como digo, el clericalismo, el snobismo y la plutocracia son las únicas cosas que dominan en nuestras ciudades.

—Plutocracia, ¿qué es? ¿Dominio del dinero?

—Sí.

—Pero eso hay en todos los pueblos.

—Es lo que te digo.

—Pero no creo que en Bilbao haya más que en otras partes. Ni más clericalismo.

—En Bilbao y en España entera se va a terminar poniendo el puchero con agua bendita. Ya están los gobernadores recomendando la misa mayor y el santo rosario como si fueran obispos. Dentro de poco, en los prostíbulos, que es fruta que abunda en los países católicos, habrá su placa del Sagrado Corazón de Jesús y su pila de agua bendita. ¡Qué país el nuestro! Un país en donde una enciclopedia moderna demuestra que hay infierno con silogismos. ¡Qué cosa más ridícula!

—Pasemos la hoja, Joshé.

—Si no quieres que haga consideraciones, querida prima, te contaré lo que me ha ocurrido en la existencia en tres palabras —exclamó Larrañaga con aire decidido e irónico.

—Bueno; haz consideraciones.

—Sí; porque si no, no vamos a tener de qué hablar.

—Sigue, no te interrumpiré.

—Un catalán muy fantástico y palabrero, que vivía en París —continuó Larrañaga—, dijo, y es de las pocas cosas que dijo con alguna gracia, que el vascongado es el alcaloide del castellano; es decir, que casi todas las condiciones buenas y malas de los castellanos están aún más concentradas en el vascongado. Esto, él lo decía en mal sentido, como para demostrar que sólo los catalanes podían ser europeos cultos y pertenecer a esa supuesta raza superior de los arios. ¡Como si no hubiera manadas de animales estúpidos con forma humana en el centro de Europa como en la periferia! En la identificación de vascos y castellanos, tenía razón, y era lógico que la tuviese. El vascongado es el padre del castellano, y Castilla nace históricamente de Vasconia, como Aragón nace de Navarra. Es decir, las dos del país vasco. Es evidente que el vascongado, sobre todo, el culto, es muy parecido al castellano; lo que hace que nuestras ciudades tengan en principio las cualidades y defectos de las castellanas.

—Mira, Joshé, ¿sabes? La historia me aburre mucho, mucho.

—Bien; dejemos la historia. La mayoría de las cosas buenas, en la infancia como en la juventud, me han pasado rozando o rasando por la tangente. Cuando en la edad madura ha llegado a mí algo bueno y agradable, no me ha dejado satisfecho, porque había decidido en mi interior que era tarde.

—¿Por qué tarde? Nunca es tarde si la dicha es buena.

—Eso creéis las mujeres y muchos hombres; pero yo no lo creo; mejor dicho, no lo siento. Hay cosas que para mí, pasado su tiempo, ya no tienen valor.

—Explícate. Casos, ejemplos…

—Ahora mismo estamos poniendo un ejemplo en acción. Figúrate tu si hace nueve años yo hubiera estado acompañándote aquí, ¡qué emoción hubiera sido la mía! ¡Cómo hubiesen latido mis arterias! Mi emoción se hubiera multiplicado por París, por el Cosmos y hubiese dado un producto fantástico.

—¿Y hoy?

—Hoy no se puede multiplicar por nada. Tú y yo somos cantidades heterogéneas que están en distinto casillero. Y, sin embargo, no ha variado mucho el mundo de entonces acá. Ni aun nosotros tampoco. Yo estaré algo más gordo y pesado; pero estoy vivo, estoy fuerte. Tú estás igual, quizá más guapa que antes.

—¡Gracias! —dijo Pepita fríamente, a quien el pensamiento de llegar tarde de José no gustaba.

—No es lo mismo ayer que hoy, ni hoy que mañana. Lo que no llegó a su tiempo, falló para siempre.

—Yo no lo creo así.

—Tú, no. Tú eres mujer y tienes una juventud interna tan exuberante como la externa.

—¿Tú te sientes viejo?

—Completamente. Miro mi vida como una historia que acabó. Los elementos que faltan en mi historia los echo de menos… Me miras como aburrida. Al diablo lo abstracto… Vamos a lo concreto. Durante mi juventud, como muchacho que se sentía poca cosa, no tenía ninguna gana de quedarme en un sitio, ya conocido por mí, como Bilbao. Estaba deseando concluir la carrera y embarcarme. Tenía unas ilusiones por la vida del marino un poco absurdas. El primer viaje que hice de piloto no me pareció del todo mal. Pero luego comprendí que los viajes por mar en ruta fija son de un aburrimiento espantoso, desesperante. Resistí, no sé cómo pude, dos años. Y a los veintitrés o veinticuatro dije a mi madre que quería quedarme en Bilbao. Entonces entré de empleado en vuestra casa y os traté a vosotras con alguna más intimidad; siempre desde ese fondo del pozo en que yo estaba colocado con relación a vuestra familia.

—Pero era un pozo hecho por ti mismo.

—No; era un pozo producido por el ambiente, por mi madre, por nuestras relaciones, por una porción de cosas difíciles de analizar.

—Y entonces, ¿qué hacías? Yo te recuerdo muy vagamente.

—Sí, nos veíamos poco. Yo era aficionado a leer, a la pintura; pero no era aficionado a ganar dinero. «Es un fatuo. Es un chocholo —le decía tu padre a mi madre—. ¿Qué se puede hacer por él?»

—Un hombre que no se preocupa de ganar dinero, para mi padre, es un loco —dijo Pepita—. Y quizá tenga razón.

—Tu padre siempre tuvo mala idea de mí; para él era yo un aturdido, un tonto, un hombre que estaba siempre en la higuera. Parece que no tiene importancia práctica; pero la verdad es que no es fácil vivir como he vivido yo, sin tener nunca la menor sombra de aprobación de amigos y allegados. ¿Que va uno?, mal; ¿que viene uno?, igualmente mal. ¿Que habla?, muy mal; ¿que se calla?, peor. Yo creo que este mal concepto que han tenido de mí los que me han conocido en la infancia y en los primeros años de la juventud me ha quitado toda confianza en mis fuerzas. Por esa época en que estaba yo empleado en vuestra casa se empezó a decir que si yo había hecho unos versos anarquistas, en los que aseguraba que había que arrasar las ciudades; al mismo tiempo se dijo que andaba detrás de una cigarrera, y que siempre llevaba la corbata torcida. Era yo entonces, según parece, la quintaesencia del chocholismo.

—¿Y qué había de verdad en todo ello?

—Nada. Exageración. Es el carácter de las capitales de provincia. Hay que dar a todo enormes proporciones para que parezca algo, porque si no, no es nada. Es lo cierto que entonces se me metió en la cabeza que tenía grandes condiciones de pintor.

¿Y crees que las tenías?

—¡Qué sé yo! No se conoce uno a fondo. No sabe uno lo que puede dar de sí. En algunas cosas se cree que mucho, y luego resulta que poco, y al contrario. Siempre se engaña uno con relación a sí mismo. Pasa con frecuencia lo que a ese tío tuyo que hizo un chalet en un sitio desierto de la costa, muy hermoso, indudablemente, aunque muy triste, pensando que le bastaría ver el mar para estar contento. Y se engañó, porque ya no va casi nunca a su hotel. Para vivir solo, así, frente al mar, se necesita tener más espíritu que el de un burgués corriente. Las gentes de los pueblos nuevos se hacen muchas ilusiones y no comprenden que tienen pocos recursos en la cabeza. Lo mismo les pasa a los indianos: «¡Ah! ¡Vivir en la aldea natal!», piensan cuando están en su comercio de una ciudad americana. «Con vivir en mi aldea, sería feliz». Vuelven a la aldea y se aburren.

—Divagas, Joshé, divagas. Te vas por la tangente.

—Volveré a tomar el rumbo. No tengas cuidado. Pues sí, se me metió en la cabeza que tenía grandes condiciones de pintor. Yo no sé de dónde han sacado modernamente la tesis de que la gente vasca tiene condiciones artísticas. Sobre todo, pictóricas.

—¿No las tiene, según tú?

—Ni las tiene, ni las deja de tener. Antes se aseguraba con la misma razón que carecía de ellas. El arte siempre ha sido patrimonio de las ciudades, y el país vasco, pequeño y abrupto, se ha distinguido en lo antiguo, por no tener ciudades. Faltaba geografía para ello. Por ahora, al menos, no se ha demostrado que en la raza blanca haya algunas subrazas o variedades incapaces individualmente de llegar a cierto grado de civilización, y todas estas subrazas y variedades, en un tiempo de esplendor y yendo a la ciudad, producen hombres más o menos eminentes. Los corsos, por ejemplo, no se han distinguido mucho en nada, y, sin embargo, han producido los Bonapartes.

—Vuelves a divagar, Joshé.

—Esto del sentido artístico del vasco es hoy un dogma provinciano, en el que se cree como en la ciencia del padre jesuita fulano o mengano. Son las ilusiones de todas las pequeñas comarcas.

—¿Qué daño hacen?

—Alguno, porque impiden ver las cosas claras, y eso tiene su importancia… Naturalmente, el vasco no puede ser un artista de tradición, porque no es ciudadano de tradición. Es un hombre rural que va a las cosas con fuerza, con intensidad. Lo que gana en intensidad, lo pierde en extensión. Al ciudadano le pasa lo contrario: gana en extensión y pierde en intensidad. Veo que te aburres. Pues, como te decía, se me metió en la cabeza la idea de mis condiciones artísticas, y como allí nuestra burguesía cree como en un dogma que todo se aprende en París, me dije: «Bueno; me voy a París». Mi situación era favorable. Podía ser independiente, porque mi hermana se había casado bastante bien, y mi madre iba a vivir con ella. Así que no necesitaban para nada de mí. Vine a París y formé parte de una de esas colonias de pintores que hay aquí. Quise aprender a dibujar, pero me dijeron: «No aprendas a dibujar. Cuanto menos dibujes, es mejor». Pensé ir a los museos; pero un paisano, algo cubista, me dijo: «Un pintor moderno en un museo no puede aprender nada». Lo único que me parecía bien es que no teníamos ningún entusiasmo por el arte griego. Era una época aquella muy necia, de gran pedantería. Se creía que una revista de París, El Mercurio de Francia, era algo como el Decálogo o las Tablas de la Ley, y había en ese periódico un Remy de Gourmont que decía una serie de vulgaridades solemnes, con un aire de mago que está en el secreto de todo, verdaderamente ridículo. Entre nosotros, los pintores, parecía que formábamos parte de un ejército. Había la izquierda, la derecha, la vanguardia… Todas aquellas majaderías, al principio, las tomaba muy en serio. Estos pintores creían que con sus tubos de color y su aceite de linaza estaban haciendo algo tan complicado y tan científico como Newton o como Einstein. Era el arte nuevo. Yo también lo creía, sin pensar que de cosa tan vieja y tan ensayada como el arte es difícil que salga algo nuevo. Es como encontrar una manera nueva de montar a caballo o de pelar manzanas. Pero ¿qué se le va a hacer? Hay que vivir de ilusiones.

—¿Y te cansaste de los pintores?

—Los pintores —añadió Larrañaga con aire agresivo— serían los menos inteligentes de los artistas si no existieran los escultores, los músicos y los cómicos, que son la quintaesencia de lo cerril. La mayoría de ellos son unos patanes llenos de suficiencia. Nada tan aburrido como un artista. Es más ameno hablar con la portera o con un tendero de comestibles. El pintor y el bohemio, como tipos amenos, ingeniosos y espirituales, son falsificaciones de nuestra época. En general, son el amaneramiento, la pesadez y el lugar común. Los literatos y los críticos de arte, que son un producto híbrido como la mula, han trastornado un poco a los pintores, haciéndoles creer que lo que hacen es muy trascendental. Siempre es más fácil elogiar al pintor, cuya obra comprende cualquiera, que no al filósofo o al científico, cuya obra se comprende difícilmente. Es también para un escritor un poco pedante más grato elogiar al pintor que a un compañero, y además dirigirlo por la verdadera senda, que, en general, es algo que tiene un apodo que acaba en ismo.

—¿De modo que también hay cuquería en esa gente?

—Uf, mucha. Hay grandes mixtificaciones en esas cuestiones de arte. Y aún… Si todas esas manifestaciones artísticas como el cubismo fueran sinceras y de buena fe, serían muy curiosas como monstruosidades pero no lo son: son falsificaciones de gente cuca que cuenta con la estupidez del medio ambiente.

—No creí que tuvieras tan mala idea del arte y de los artistas. Creía lo contrario.

—Yo no digo que las artes y los artistas no tengan su importancia. El artista tiene su esfera de acción; una esfera de acción próxima al artesano y al artífice, y en ella está bien; pero pensar, como ha pensado el siglo XIX, que un pintor o un escultor es como un filósofo o como un científico, es una necedad.

—¿Pero hay alguien que lo cree?

—Sí; el buen burgués, cuando se siente esteta.

—Dejemos eso, Joshé; no me divierte.

—Dejémoslo, puesto que no interesa, querida prima. Después de pasar cerca de un año en París, volví a Bilbao, y entre los conocidos corrió la voz de que no se me podía coger ni con pinzas de puro sucio. Tampoco era verdad. Iría mal vestido, hecho un arlote, como dicen allí, pero no hecho un pordiosero. Me preguntaron si iba a poner estudio y dije que no, que creía que no tenía condiciones de pintor. Esto que yo supuse que se tomaría como modestia, lo tornaron como afectación y extravagancia. Es curioso que entre nosotros, quizá como en todas partes, en donde nadie es capaz de hacer nada por nadie, todo el mundo se cree con derecho a reprochar algo en la conducta ajena y a reclamar. «¿Por qué no hizo usted esto? ¿Por qué dejó usted de hacer lo otro?». Es cómico. Abandonamos a la gente a su suerte, y luego consideramos que tenemos algún derecho a su éxito si ha salido bien y a reprocharle si ha salido mal.

—¿Pero tú piensas que el hombre en montón es peor que uno a uno?

—¡Ah! Claro que sí.

—No lo creo. ¿Así que para ti es como una suma mal hecha?

—Sí. Una suma de cantidades heterogéneas que unas se destruyen a otras. Conocí en Bilbao a algunos pintores. Se me hizo antipática la práctica de la pintura al notar que para los bilbaínos ricos no era más que un motivo de ostentación y de lujo. Estas gentes, que no compran un libro, adquieren un cuadro porque les sirve para decir: «Me ha costado tanto». Para ellos no hay más artes que la pintura y la música. Algo que sea ostentación y, al mismo tiempo, no haga pensar.

—A mí no me parece eso nada raro.

—A mí tampoco, dada la natural estupidez de nuestra burguesía. Pero, en fin, no me produce entusiasmo. La afición a la pintura y a la música es el puente de los asnos de todos los advenedizos de nuestro tiempo. Es el pasto más perfecto del snobismo.

—¿Crees tú?

—Sí. Yo he visto a mucha gente admirarse ante un bodegón negro, pintado con betún, y les he oído decir al mismo tiempo, con seguridad, que el poeta Bécquer era un cursi, empleando esta palabra antipática, que demuestra la malignidad de la burguesía.

—¿Y te indignabas?

—Antes tenía la candidez de indignarme por esas cosas. Me parece que Bécquer quizá sea el único poeta lírico moderno que hemos tenido en España… pero, en fin, dejemos esto.

—Sí; dejémoslo.

—Por entonces, mi cuñado me encontró un destino en un Banco para la correspondencia. Sabía bastante bien francés e inglés y me decidí a cumplir mis obligaciones con exactitud. Por esta época empecé a comprar libros y a leer. No tenía amor a la vida espectacular. No me gustaba ni el cielo azul, ni las multitudes sudorosas, ni la lucha encarnizada y terrible, ni los deportes violentos, los toros o el fútbol. Esa luz fuerte del sol ha sido para mí siempre muy triste; el sol me parecía retórica, una pedantería más, una mala broma que hace sudar. Quería un mundo visto a través de un cristal esmerilado, una casa tranquila y sin ruido.

—Querías una vida de gato viejo.

—Sí. Quizá mi ideal era ese. Pocos gritos, ninguna tragedia, la casa segura, el perro vigilante y bien atado. Nada de alarmas, de locuras, ni de fantasías. Nada de dramas familiares, ni de pasiones, ni de problemas, ni de escándalos, ni de lloros, ni de sermones, ni de envidias, ni de lamentos. Un horizonte suave, gris; ese era mi ideal.

—El ideal de una piedra.

—El nirvana… ¿Qué quieres? Me sentía un poco budista. Por entonces, todas mis aventuras fueron librescas; estuve algún tiempo envenenado con el lirismo humanitario y palabrero de Michelet…

—No sé quién es.

—Un historiador francés. Tuve también mis entusiasmos por esas mixtificaciones supernaturalistas de Maeterlinck y de otros industriales del misterio. Lo que me incomodaba, entonces, era el deseo de la gente de alrededor de intervenir en mi vida, de excitarme, de mortificarme. Yo no sé si, naturalmente, era bueno o malo.

—Pero nadie puede ser sólo bueno o sólo malo.

—Sí, tienes razón; lo desagradable es que el prójimo siempre le impele a uno hacia los malos sentimientos, al rencor, a la envidia.

—¡Qué idea más negra de los demás!

—¡Qué quieres! Yo creo que es exacta. Cuando ando mucho con la gente y voy a cafés o a tertulias, me siento agrio y mordaz, y, en cambio, cuando estoy solo, no me pasa esto. Yo me figuro que soy indiferente, tibio, con algo bueno y algo malo, y la gente me inocula sus malos virus, una especie de hidrofobia. Así es que, con el comercio humano, salgo perdiendo espiritualmente, y prácticamente también, porque la mayoría se zafa de sus palabras y de sus compromisos, y yo soy bastante cándido para respetar siempre el compromiso aceptado y cumplir estrictamente la palabra dada. De esta manera, como digo, salgo siempre perdiendo. A eso dicen algunos, sobre todo en España, que hay que madrugar, que hay que ponerse a tono. Yo, eso no lo puedo hacer. Me parece despreciable. Por eso me gusta la vida solitaria.

—Siento mucho verte tan pesimista.

—Mi experiencia me ha dado una idea mala de la gente. Me ha hecho ver que no hay justicia en nuestra sociedad, ni una justicia de aire cristiano, ni siquiera una justicia que se pudiera llamar biológica. En la lucha por la vida no triunfa ni el bueno ni el fuerte, sino el cuco, que es el más apto en la sociedad, naturalmente, arreglada y preparada por los cucos y para los cucos. La gran virtud social es la acomodación, la adaptación. Mucha gente que en lucha franca por el dinero, por la mujer o por el puesto, vencería, en la lucha social queda vencido, porque no sabe adaptarse, no conoce las triquiñuelas ni coge la corriente a su tiempo. Nos dicen en la juventud: «El trabajo es lo principal. Todo se consigue con el trabajo». Luego, cuando empieza uno a querer ganarse la vida, ve uno con sorpresa que todos los sitios están tomados y que con cualquier cosa se prospera más que con el trabajo. Aun dentro del trabajar, el ocuparse en tonterías es más productivo que el hacerlo en cosas serias. Un hombre que sabe bailar o jugar al billar, a las cartas, montar a caballo o hacer fotografías, se gana mejor la vida que un sabio. Este joven médico, que era hombre listo, aficionado a su profesión, va a un pueblo con la idea de estar un par de años, y se casa; se queda allí, se va haciendo vulgar, no estudia y acaba por no ser nada. En cambio, este otro, mediocre y vividor, empieza a ser ayudante de un médico famoso y llega a ser, o al menos a parecer, que para la sociedad es lo mismo, una eminencia. Y le ocurre lo mismo al ingeniero, al arquitecto y al periodista. El uno ha progresado por su matrimonio; el otro, por sus amistades o por una gran recomendación. Con el trabajo no se va a ningún lado. Está uno en la fila esperando entrar en el teatro, y resulta que por otra puerta se ha ido colando gente avisada, y cuando asoma uno la cabeza por el patio de butacas, ya está todo ocupado. Así que hay como dos reglamentos para la vida. Una pragmática general y una mónita secreta. La pragmática general es para los tontos, para los cándidos, y en ella se habla de los beneficios del trabajo, de la aplicación, de la laboriosidad, y demás, y la mónita secreta es para los listos, para los enterados: los buenos matrimonios, las amistades, las influencias, etc., etc. Luego en una época como la nuestra, en que se desconfía tanto del talento, como de la estupidez de las gentes, cuando a una persona nula se le ve ocupar una posición alta, la gente acaba por decirse: «Algo tiene este hombre cuando sube». El éxito lo legitima todo.

—¿Allí sólo?

—No; en todas partes.

—Siquiera… que no sea sólo lo nuestro lo malo.

—En Bilbao siempre había alguno que tenía que contarme que otro había dicho que yo era un presuntuoso, un ignorante o un simple. Es el rebaño que no puede aceptar que nadie vaya solo por su camino. Nunca he sido hombre orgulloso; más bien he sido un hombre humilde, poco solemne y sin energía. No tenía aspecto, no tenía arrogancia. Los grandes gestos me maravillaban y sólo a fuerza de desconfianza y de replegarme sobre mí mismo, me entraba la sospecha de que podría encontrarme ante un histrión. Por entonces tenía un amigo que quizá hayas oído hablar de él, a quien en mi casa se le consideraba como un Mefistófeles. Era un tal Basozábal.

—No he oído hablar nunca de él.

—Este Basozábal era un tipo de esos raros, desquiciado, con algo genial, con algunas condiciones brillantes, que más que realzarse unas a otras, servían por oposición para anularse. Basozábal era hombre inquieto, anarquista, desesperado, inadaptado a todo. Hizo la tontería de casarse no teniendo ninguna condición para la vida reposada y tranquila. Se casó con una muchacha pobre, tuvo un hijo y poco después abandonó a los dos. Por cierto que el hijo de Basozábal me ha dado después algo que hacer. Basozábal tenía odio a la familia, al país, y hablaba siempre con amargura y con rabia.

—¿Qué ganas tenías de ser amigo de un hombre así?

—¿Qué quieres?, a mí me atraía. Él era como la amplificación de la parte de energúmeno, de fauno salvaje que yo llevaba dentro. Con Basozábal me hice amigo de algunos agitadores mineros, la mayoría unos vanidosos y los otros cucos. En una intentona de huelga general, Basozábal se comprometió a cortar los alambres del telégrafo y del teléfono que comunican Bilbao con Madrid, y cuando iba a hacerlo lo prendieron. Estuvo unas semanas en la cárcel, y al salir tuvo que marcharse a América. Pasó allí tres o cuatro años y volvió deshecho y tuberculoso. Había intentado todo. Sin perseverancia, sin fuerza, naturalmente, todo le salió mal. Como la mayoría de los hombres vencidos, buscó al último su consuelo en el alcohol, y vivía bebiendo, hasta que un día le dio un vómito de sangre en la calle, lo llevaron a su casa y se murió. A pesar de este ejemplo en cabeza ajena, yo no gané en suspicacia.

—¿Seguías siendo confiado?

—Sí. No sabía defenderme. Una historia falsa y graciosa, un gesto de fantasía y de soberbia me asombraban y me llenaban de admiración. La curiosidad por el tipo raro e irregular, era otro de mis defectos. El bohemio, el hombre sin clase, el aventurero me atraían. No veía tras ellos el histrión que siempre llevan dentro. Fraternizaba también con demasiada facilidad con la gente de la calle. Me era difícil considerarme superior al obrero o a la criada, y, naturalmente, les hablaba de igual a igual. Esa eterna preocupación de la clase, tan exclusiva en los pueblos de comerciantes y de advenedizos, me disgustaba mucho y era uno de los motivos de mi poca simpatía por Bilbao. «No te gusta andar más que con gente de clase inferior», me decían mi madre y mi hermana. En estos pueblos se aquilata el matiz de la clase social de una manera terrible. He oído decir a una sevillana que había nada menos que nueve clases sociales en Sevilla, creo que sin comprender a los gitanos, y efectivamente señalaba los caracteres que diferenciaban estos distintos estratos sociales. Quizá fuera esto una consecuencia de la tendencia a la amplificación de las gentes del Mediodía, que hacía ver a la sevillana nueve clases donde una persona corriente no hubiera visto más que tres. Quizá fuera también consecuencia de la bambolla y de la vulgaridad de estos sevillanos que se las echan de distinguidos. Nunca he podido tener una idea fuerte de la categoría social, ni de los demás ni de la mía. No me ha cabido en la cabeza que nadie trabaje con gusto para quitarme a mí una molestia. Sin esta idea de categoría, yo me abandonaba, empezaba a vestir de cualquier manera. Me parecía absurdo gastar gran cantidad de dinero en comprar trajes, botas, sombreros, etc. Para mí todos los gabanes y todos los sombreros eran buenos, con lo que desesperaba a mi pobre madre.

—Lo comprendo.

—Eso de presumir, a mí nunca me ha entusiasmado. Vestir bien, para que me vea el zapatero o el portero de la esquina, me parecía y me sigue pareciendo un poco ridículo.

—Se viste uno también para sí mismo.

—¿Qué quieres?, yo no tengo ese sentimiento. Hay gente que en el fondo se lamenta de que no se gasta la toga romana. Otros tienen la aspiración al uniforme. A mí las ceremonias y el uniforme siempre me han producido una gran risa interior.

—Porque eres un loco.

—Mis amigos eran algo por el estilo, o ingenuos como yo, o algunos granujas, seudoartistas, que nos engañaban. Los engaños no conseguían darme la suspicacia necesaria. No es que me faltara malicia, es que no encontraba ocasión de emplearla. Con facilidad me hubiera hecho entonces bebedor de cerveza o de vino; pero el caso de Basozábal y el de otro amigo que se alcoholizó rápidamente y murió de albuminuria de una manera horrible, me produjo miedo. Yo vivía en pleno aislamiento, con la sensación continua de soledad y de tedio, tan pronto creyéndome una excepción en lo bueno como en lo malo. «Indudablemente —pensaba—, tengo algo podrido en el alma. Mis instintos fermentan como un terreno muy abonado con fiemo. Pero ¿para qué estas fermentaciones, si no soy capaz de hacer nada?». Yo hubiese dado cualquier cosa en mi vida por tener resignación; pero eso no se adquiere, se tiene o no se tiene, como el azúcar en la diabetes. A falta de resignación, me hubiera contentado con unos intervalos de estupidez tranquila. Durante muchas temporadas de la vida, el entrar en un período de franca estupidez, sería mucho más práctico y más agradable que entrar en una época de lucidez y de inteligencia. Siente uno la falta de inteligencia en los negocios algunas veces, no muchas. En cambio, ¡cuántas veces echa uno de menos un buen período de incomprensión y de estupidez! Se cuenta que una empresa de cinematógrafo tuvo durante algún tiempo de director para sus películas a un idiota, y gracias a él alcanzó un gran éxito, que no se repitió, porque los demás fueron fracasos. Él pueblo es, indudablemente, muchas veces idiota; pero no se sabe fijamente cuándo.

—Divagas, Joshé, divagas.

—Es verdad. Unas veces me decía: «Unos son de diamante, otros de caoba o de ébano, yo soy de esas maderas, como el chopo o el saúco, que se pudren en seguida…»

—Vuelves a divagar. No contestas siempre acorde y claramente a lo que se te dice.

—¡Qué quieres! Soy un pueblo viejo y tortuoso. No soy una ciudad moderna en que todas las calles son rectas y tiradas a cordel.

—Bueno. Sigue, pueblo tortuoso.

—Por entonces estuve dos o tres años en Madrid y volví desalentado. En ese estado de desaliento, un verano, me dice mi hermana que tengo que ir a Deva, que su marido y ella tienen una casa con las paredes cubiertas de pinturas isabelinas, bastante bonitas, pero muy descascarilladas, y que yo tengo que ir a arreglarlas. Les dije que no, que a mí los pueblos de baños me fastidiaban horriblemente. Les expliqué que había dos teorías higiénicas: la de los ozonistas y la de los argonistas. Los ozonistas defienden los montes, la altura, los argonistas defienden la proximidad del mar.

—No entiendo adonde quieres ir a parar, Joshé.

—No hay que tener prisa. El ozono es una especie de oxígeno más activo que el oxígeno, y que se cree que existe en el aire de las montañas unido a la radioactividad; el argón parece que es otro gas que se halla principalmente en las costas. Yo le dije a mi cuñado y a mi hermana que si para lo social era partidario del argón, porque indudablemente a orillas del mar, y en las llanuras bajas, la gente encuentra más comida y, por lo tanto, es más fuerte, para lo individual era ozonista y partidario del monte. A pesar de mis explicaciones, tuve que ir a Deva. Voy, y allí estabas tú, con todo el esplendor de los quince o diez y seis años, y te veo en la playa y en la Alameda. Yo no comprendo por qué las muchachas bonitas, ricas, que pueden hacer lo que les da la gana, han de adoptar una actitud desdeñosa y despreciativa con la gente Me parece una estupidez, pero quizá hay alguna razón misteriosa que yo no alcance a comprender. El caso es que te vi desde lejos, que tú estuviste primero desdeñosa conmigo, que luego te hablé en casa de mi hermana, donde te encontré más amable, y… que en resumen me enamoré de ti.

—¿Fue de verdad?

—¡Y tan de verdad! Tuve la sensación del hombre que vive en un cuartucho húmedo y oscuro, y de repente viene un día de viento Sur y empieza todo a iluminarse, a incendiarse y a crujir las maderas. La sensación de soledad y de tedio, que había sido la característica de toda mi vida, desapareció por completo… Se acaba el verano, vuelves tú a Bilbao y empieza mi inquietud. Yo no me atrevía a ir a tu casa.

—Y yo pensaba: «¿Ese tonto por qué no vendrá?»

—Un día te escribo una carta absurda y te la envío.

—Yo la recibí y no me pareció nada absurda.

—Ocho días después me llama tu padre a su despacho, y me dice muy secamente que en Bilbao no estoy haciendo nada, que necesita un agente en Londres y me pregunta si yo podría ir. «¿Tú puedes ir?» «Si; por qué no». «¿No tienes inconveniente ninguno?» «Ninguno». «Entonces prepárate; si quieres, por Paris; si quieres, directamente desde aquí en barco.»

—Yo creo que si le dices a mi padre que no quieres ir porque estás enamorado de su hija, mi padre al principio chilla, pero a lo último se pone de tu parte.

—¿Crees tú?

—Sí.

—No me pareció nada probable esa eventualidad. Si la hubiera creído probable, ¡quién sabe lo que hubiera hecho! Yo, como te digo, le contesté que no tenía inconveniente en marcharme. Voy a Londres y estoy dos años; poco antes de la guerra me dicen que me traslade a Hamburgo, donde paso unos meses, y al comenzar la guerra, que me establezca en Rotterdam, y allí estoy ya hace ocho años.

—¿No me has guardado rencor?

—No, ¿por qué? Tú no tenías la culpa. Es el Destino, ¡qué se va a hacer! Quizá es la Naturaleza, que no quiere que fructifiquen los hombres poco activos. En Londres, naturalmente, la sensación de soledad y de tedio volvió, agravada por la melancolía. Entonces ya pensé que, por una cosa o por otra, mi vida ya no tenía remedio y que habría que ir pasándola malamente entre el fastidio y la tristeza.

Pepita contempló atentamente a José, que miraba con indiferencia el suelo.

—Todavía no debes desesperar.

—Mi vida ya tiene su etiqueta. En la etiqueta dice: «Se acabó».

—No, ¿por qué?

—¿Qué se le va a hacer, si es así? Eso de ilusionar al prójimo es lo que más se ambiciona. Se quiere tener prestigio entre los demás, entre las mujeres o entre los amigos; pero las mujeres o los amigos ni piensan ni sienten como uno, y estiman en un hombre casi siempre lo que él no estima.

—Ya estás en pueblo tortuoso, divagando… No sé qué quieres decir.

—Digo que Don Quijote arrastra a Sancho, pero que cada uno lleva un ideal distinto.

—¿Y qué?

—Que hay que contentarse con eso, reunirse sin identificarse; no se puede exigir más.

—Naturalmente. Otra cosa sería pedir gollerías.

—Si uno no se puede apoyar en los demás, poca cosa se puede hacer.

—Hay que tener confianza en sí mismo, creo yo. ¿Si uno no la tiene, cómo la va a comunicar a los demás?

—Es verdad; tu marido la tiene y la ha tenido siempre. Desde el principio, ¡qué aire de importancia!, ¡qué convencimiento de que debía casarse con una mujer rica y guapa! ¡Qué fe en que estaba destinado a ser algo importante!

—Así hay que ser. En cambio, tú convenciste a todo el mundo de que no podías ser nunca nada más que un chocholo, como dice mi padre.

—Es verdad; mi chocholismo me ha perdido.