UN TALLER DE MODAS
Sartor Resartus —según Joe, que es entusiasta de Carlyle— inspira los talleres de tejido vestuario para caballeros y para damas. En las oficinas de tejido vestuario masculino pone, invariablemente, en inglés: Tailor; en las del femenino, invariablemente, en francés: Robes et Manteaux.
El taller de tejido vestuario, visitado ahora por nosotros, está exclusivamente dedicado a las damas. Es para ese sexo inseguro, que en otro tiempo, según Schopenhauer, poseía el cabello largo y las ideas cortas, y que desde entonces acá, si no ha agrandado visiblemente de ideas, por lo menos ha disminuido ostensiblemente de cabellos.
En el balcón de la oficina sarto-resartoriana se lee, con letras doradas: Robes et Manteaux. En este templo de la moda, un hombre ingenioso, escondido, quizá con melenas, en un cuartucho pobre, dibuja trajes y los pinta a la acuarela. A veces consulta libros serios, grandes, con figuras griegas, babilónicas, fenicias, chinas, y toma motivos de aquí y de allá.
Este melenudo, este alquimista del tejido vestuario, es como la contrafigura del hombre de las multitudes de Poe. El hombre de Poe busca el arrimo de la gente con ansiedad; el melenudo del taller de modas lo rehuye.
Para el inventor de modas, la primera preocupación es huir de la multitud, yendo aunque sea a la extravagancia, al absurdo, a cualquier cosa, menos a la vulgaridad de las grandes masas.
El tal ensayista, escenógrafo de las sedas y de los tules, ocupa un rinconcillo insignificante del local, a pesar de la importancia de su misión.
En el taller de Sartor Resartus, como en casi todos los departamentos de una sociedad bien organizada, a medida que la función que se ejerce es más banal, el sitio que se ocupa es más lujoso.
Tras del alquimista sarto-resartoriano, a quien corresponde el último chiribitil de la casa, vienen las costureras que trabajan en un taller con ventanas a un patio triste, y cosen ante montones de sedas, de lazos, de cintas y de flores artificiales.
Después los trajes se van colocando en un guardarropa lujoso, bajo la vigilancia de una madama pictórica, severa y de nariz corva, y vienen quince o veinte maniquíes, chicas muy altas, muy esbeltas, muy pintadas, de cabeza pequeña.
Llega la hora sagrada de los misterios del templo del tejido vestuario, y todas las muchachas, que se visten y se desnudan en un vuelo, van saliendo a un salón elegante a exhibir su traje como artistas de music-hall o como toreros que entraran a la plaza.
Este desfile de muchachas bonitas alrededor de la sala ocupada por un público de espíritu crítico, es vistoso, está lleno de color; pero tiene, al mismo tiempo, algo triste…
«La oficina de Sartor Resartus», Las estampas iluminadas
Al día siguiente, Pepita y Soledad fueron a recoger a José Larrañaga, y le llevaron a un salón de modista, en el piso principal de una calle próxima a la Avenida de los Campos Elíseos.
—¿Qué tal estuvo el almuerzo en el Hotel Regina? —preguntó Larrañaga.
—No tuvo nada de particular.
—¿Mucha gente?
—Sí, bastante; todo muy ceremonioso. Estos americanos son muy estirados.
—¿No había ningún tipo raro?
—Únicamente una poetisa americana.
—¡Ah!
—¡Qué gesto has hecho! ¿No te parecen bien las poetisas americanas?
—No.
—¿Por qué no?
—Cuando me hablan de poetisas de países meridionales, estoy viendo una mujer gorda, morena, con un poco de bigote, con un peinador lleno de manchas de cosmético, con unos chicos que abandona, y me parece que en su casa los platos de sopa deben tener algún pelo.
—No digas porquerías. ¿Es que tú crees que una mujer no debe saber?
—Que una mujer sepa, que tenga curiosidad, me parece muy bien. Ahora, eso de que una mujer, para ser espiritual, tenga que ser poetisa, me parece una banalidad.
—Veo que no eres partidario de las mujeres literatas.
—Poco. Son, en general, bachilleras, pedantes; no tienen sencillez.
—¿Y la Pardo Bazán?
—Era una mujer de talento; pero pesada, sin originalidad, sin gracia. Tenía el espíritu tan esbelto y tan ágil como el cuerpo.
—¿Y era un botijo?
—Por lo menos no era la palmera del desierto, ni siquiera el junco o el mimbre.
—¿Y tú que has hecho?
—He estado leyendo una novela de Dostoievski, que no conocía.
—¿Cómo se llama?
—Pobres gentes.
—¿Está bien?
—A mí me ha parecido muy bien. Me decía un francés en el hotel que Proust es algo como Dostoievski.
—¿Y no lo es?
—Yo creo que no. Y no lo digo por cuestión de categoría literaria, que es cosa que a mí no me interesa nada. Cierto que Proust, como Dostoievski, sigue también el camino que parece lógicamente el mejor. Es decir, se basa en la observación minuciosa y detallada; pero Proust, en su camino, ve con ojos curiosos de hombre débil e invertido tipos parisienses; es decir, gente culta, civilizada, insignificante, y Dostoievski, con unos ojos amplificadores de epiléptico, ve tipos extraños, anómalos, extrasociales. El uno pinta el Himalaya o el Cáucaso, el otro el Cerro de Montmartre y el monte Valeriano. El punto de partida de los dos es casi el mismo; el resultado es muy distinto. El uno hace como un mapa con muchos detalles, que a veces agrada por su lucidez, y a veces cansa por lo pesado. El otro elabora sus impresiones, y de todo ello obtiene una especie de bebida alcohólica, en donde hay venenos excitantes y estupefacientes, que terminan trastornando al lector.
—¿Qué clase de libro es ese del ruso?
—Pues son los amores de un pobre hombre, bueno y miserable, que vive en un rincón con una muchacha, y la muchacha al fin se casa con otro.
—No, no lo quiero leer. Si es cosa triste, no lo quiero leer. ¿Y está bien?
—Muy bien. A pesar de que estos franceses quieren que lo suyo esté tan bien. Pero es una ilusión. Es el fracaso de estos buenos galos. Están trabajando, laborando con fervor, con entusiasmo y constancia de centroeuropeos, y viene de pronto alguien de fuera y se les planta delante. ¿Ustedes quieren ser fantásticos o decadentes locos o anómalos? Pues aquí está el prototipo de la fantasía, de la decadencia, de la anomalía o de la locura. Unas veces es Dickens, otras es Poe, otras Goya, otras Wagner, otras Dostoievski, otras Nietzsche…
—¿Cómo van a luchar con todos? No van a ser siempre los primeros.
—Es que ellos lo creen y se lo hacen creer a muchos. Para mí, estos países planos, estas grandes ciudades también planas, tienen más escuela que individualidades.
—Bueno; vamos a la casa de modas.
—Vamos. ¿Dónde está?
—Pues está ahí, en un principal, en una calle corta, esquina a la Avenida de los Campos Elíseos.
Cruzaron el río y llegaron pronto. Entraron en el portal, elegantísimo. Subieron en el ascensor, pasaron a un salón suntuoso, y la encargada les salió al encuentro y les llevó a unos sillones de seda dorados, donde se sentaron.
—¿No estaré yo aquí de más, Pepita? —preguntó Larrañaga en voz baja, un poco alarmado.
—¿Por qué? Vienes acompañándonos.
—Sí; pero…
—¿Estás encogido?
—Sí; a mí, estos sitios de lujo me intimidan. Soy un poco aldeano.
—Pues nada, tranquilízate.
José miró a todas partes y se serenó.
—Ha sido siempre muy cómica la timidez que me ha producido el entrar en estos sitios lujosos —murmuró—; el lujo ostentoso me impone, me da casi miedo.
—Y ahora parece que te pasa lo mismo.
—Sí; algo parecido.
Estaba el salón lleno. Poco después comenzó el desfile de las muchachas maniquíes. Daban vuelta alrededor de la sala con mucho garbo, exhibiendo el traje, luciéndose, parándose y tomando posturas académicas.
—Y a una casa así, ¿cómo se la llama? —preguntó José—. ¿Una casa de modistas?
—Aquí, en París, no. Modista es sólo la que hace sombreros.
—En España, yo creo que modista es la que hace sombreros y también la que hace trajes.
—Allí no está tan clara la división.
—¿Así que aquí no se llama modista a la que hace trajes?
—No.
—Entonces, ¿cómo se la llama?
—Yo creo que couturière.
—Que, traducido literalmente, es costurera. Pero allí costurera es la que cose solamente ropa blanca, ¿no es verdad?
—Eso es.
Llamó a Pepita una de las empleadas y fue a probarse un traje.
—Es curioso esto —dijo José a Soledad.
—Sí.
—¿Te interesa mucho?
—No mucho.
—Las cosas de los ricos son, en general, poco interesantes.
—No comprendo por qué.
—Por muchas razones. Primeramente, los ricos tienen todos la misma ocupación, que consiste en divertirse. Ingleses, franceses, españoles o americanos son iguales. En cambio, los pobres, ¡qué de oficios más diversos! ¡Qué de vidas más extrañas! ¡Qué ideas más distintas unos de otros! ¡Qué de indumentarias pintorescas! ¡Qué de combinaciones para vivir! La manera de ganar siempre es diversa; en cambio, la manera de gastar es siempre igual. Muy agradable para el que la ejercita, pero monótona para el que la ve. Son como los dos polos de la vida: el del pobre y el del rico. En el uno se aspira a ganar y a aprovechar el tiempo; en el otro, a gastar y a matar el tiempo. Los ricos pueden ser buenos, caritativos, listos; pero ¡interesantes!, muy rara vez. Sólo a estos novelistas franceses mundanos y ese pobre D’Annunzio, que es tan aburrido, tan enormemente aburrido con su ampulosidad y su retórica, se les ocurre pensar que la vida del rico pueda ser entretenida para la literatura.
—Yo creo que en la literatura tendrá que haber de todo —dijo Soledad—. Si hay ricos y pobres en la vida, habrá que hablar de ricos y de pobres.
—Sí, tienes razón. Claro es. Lo que ocurre es que hay épocas en que se mira más a un sector de la sociedad que a otro.
—Y a ti esta época no te gusta.
—Esta mezcla de lo superfluo y de lo utilitario actual no es bonita; tiene algo bajo, innoble, que trasciende a industrialismo. Estos tiempos, como el siglo XVIII, en que se practicaba lo superfluo con amor, en que un hombre era capaz de pasarse la vida construyendo un autómata que no servía para nada, debían ser tiempos muy agradables. Hoy se quiere que todo sea útil, en un sentido inmediato, y en estas fantasías de la moda se nota lo útil, lo industrial. Es todo esto un lujo falso.
—A mí lo que no me gusta es que estas chicas sirvan de maniquíes —añadió Soledad.
—Es cierto: hay algo antipático en ello; pero todo tiene su compensación. Estas muchachas tan esbeltas, tan bien plantadas, hacen aquí un papel un poco de esclavas; pero figúrate tú si esa pobre señora gorda y fofa que está ahí, hundida en un sillón como un sapo, no se cambiaría por una de ellas.
—Sí, es verdad.
—En todas estas cosas de lujo yo veo síntomas de que el cristianismo se hunde ya definitivamente.
—No comprendo por qué. No veo tu idea.
—Todo esto es absolutamente anticristiano. Un salón así es un pequeño templo donde se glorifica el placer, el lujo, la sensualidad. Afortunadamente, los hombres, por imposición de las leyes más que por sentimiento, han ganado en benevolencia y en suavidad de costumbres; si no, sería terrible, porque el poderoso compraría hasta la sangre del pobre. La fraternidad cristiana no aparece por ningún lado.
—Sí; es cierto.
—Lo poco que queda de cristianismo se evapora. Se quiere gozar a todo trance. El mundo, antes, era un valle de lágrimas. Ahora, para la mayoría, es una cucaña.
—Sí, quizá tengas razón; pero a mí no me costaría nada dejar el traje que me van a hacer y dar el dinero a una persona necesitada.
—Ya lo sé, Soledad. Pero es que si la mayoría de la gente fuera como tú, no habría problema.
Al poco rato volvió Pepita al salón y dijo a Soledad:
—Yo ya he concluido. Ahora te toca a ti. ¿En qué piensas, filósofo? —preguntó después con sorna a Larrañaga.
—Pienso en una tontería.
—Dila a ver.
—Pienso que si un antiguo teólogo tuviera que ocuparse de modas y de elegancia, titularía su libro Espejo de las vanidades mundanas; y si fuera un sabio pedante el que hiciese alguna Memoria para una academia sobre estos artículos de París: modas, trapos, peinados, cremas, etc., tendría que llamarla Contribución al estudio del empleo de la matriz y de sus anejos en las sociedades modernas.
—Eres un asqueroso y un tonto.
—No digo que no.
—Si hablas así, todo el mundo va a decir que eres un hombre agriado, envidioso.
—¡Bah, eso no me importa!
—¿No le habrás dicho eso a Soledad?
—No, porque a ella quizá la entristecería.
—¿Y a mí no crees que me entristece?
—A ti, no. A ti no te hacen mella ni mis palabras ni las corrientes de aire. ¿Sabes lo que me decía Soledad hace un momento?
—¿Qué?
—Que no le costaría nada dejar el traje que le van a hacer y dar el dinero a los pobres.
—¡Qué tonta de chica! ¡Qué necedades! Con eso, ¿qué se va a resolver?
—¡Diablo! Si todo el mundo lo hiciera, mucho.
—¿Tú le das la razón?
—Yo hablaba de que este culto al placer y al lujo demuestra que el cristianismo es ya un fantasma que tiene nombre; pero que no existe.
—Los fantasmas también existen para dar miedo a los chicos.
—Yo creo que los últimos apóstoles cristianos han sido ese novelista ruso cuya novela leía hoy: Dostoievski y un teólogo danés, Kierkegaard.
—¡Chico, qué nombres! Ni que estuvieran hechos con pedruscos. No pienso leerlos.
—Pues son de los pocos que han sentido con fuerza el «Bienaventurados los que lloran…» El mundo está formado por los que creen lo contrario y piensan que son bienaventurados los que gozan.
—¡Así, tan claramente, nadie lo piensa!
—Es cierto; como concepto, como máxima, no se lo proponen. Pero el instinto es ese. El sentimiento cristiano está muerto. Probablemente puro, nunca ha sido patrimonio más que de individualidades extraordinarias, porque constantemente ha aparecido mixtificado por la Iglesia oficial. La masa jamás ha podido sentir con fuerza la idea de la caridad y del amor al prójimo. Siempre ha vivido dentro del más desenfrenado egoísmo. Yo creo que las religiones cristianas se vienen abajo. Dan la impresión de que han errado por los dos caminos principales que han seguido. Los protestantes han dicho: «Nada de fórmulas; vamos a la esencia del cristianismo». Los católicos han hecho esta consideración: «Lo más seguro es aceptar toda la herencia y seguirla al pie de la letra». Los protestantes han encontrado que en esa esencia del cristianismo hay conceptos muy pobres, muy poco verídicos y una historia que quiere ser universal y no es más que la historia estrecha y limitada de un pueblo como el judío, de moral baja y un tanto despreciable. Los protestantes han evolucionado a un racionalismo dulzón, sin ningún valor. Los católicos han visto que, a fuerza de sujetarse con fórmulas, han perdido la agilidad mental y no se contentan ahora ya con aligerar el barco de lastre, sino que lo quieren echar todo al mar. ¿Te ríes?
—Sí. ¡Qué conversación para un salón de modas!
—Tienes razón. Como vivo solo, tengo la costumbre de divagar así sobre las cosas en cualquier parte donde me halle… Pero dejemos esto, que no tiene importancia. ¿Qué tal están vuestros trajes?
—El mío, bien; pero no del todo bien, y no quiero ir a ver cómo está el de Soledad, porque dirán que todo me parece mal.
—Es que tú tienes una penetración innata. Das en el blanco.
—¿Tú me crees inteligente?
—Mucho. Desde el principio se ha visto que eras muy lista. Yo siempre he dicho: «Pepita, la inteligencia; Soledad, el sentimiento y la bondad». Tú eres la rosa real, pomposa y llena de colores; ella, la violeta.
—Dicho así, todo el mundo dirá que yo soy mala, egoísta, orgullosa.
—Egoísta en el mal sentido, no. Eres como una pagana. Te gusta la vida entonada, fuerte; desdeñas un poco lo sentimental. En ti lo más marcado es la inteligencia y la claridad de juicio, como en tu hermana lo más marcado es la bondad.
—No te agradezco ninguno de tus elogios. Yo soy la rosa, una rosa brillante de poco perfume; Soledad es la violeta. Yo debo ser algo como una dalia aparatosa y con una patata dentro de la tierra.
—Pero, perdona, yo no he hablado de patatas.
—Todas tus explicaciones terminan en lo mismo: que tienes una mala idea de mí, y una idea buena de Soledad. Yo, naturalmente, te lo agradezco por Soledad, pero no te lo puedo agradecer por mí.
—¿Ya nos hemos incomodado un poco?
—Sí. Me mortificas a cada paso.
Larrañaga se calló. Pepita le contempló un momento.
—¡Qué cara más cómica pones!
—Sí; porque me alarma el pensar que te haya dicho, sin querer, algo ofensivo.
—No; no tengas cuidado.
—Me tranquilizas.
—Y ¿qué es mejor? ¿Ser así, flamante, pomposa, o humilde y modesta?
—No creo que en esto haya mejor ni peor. Habrá mujeres que, con uno o con el otro carácter, serán felices, otras, con el mismo, desgraciadas.
—¿Y los hombres?
—Los hombres, igual. Claro que con la manera de ser un poco humilde, no se conquista a las mujeres. A la mayoría de ellas les seduce el brillo, el poder, el mando; el político, el general, el orador, el ciudadano que triunfa, el tenor; todo el que llama la atención y que atrae los aplausos.
—Otro pinchazo para nosotras. ¿Y a ti no te entusiasma ese brillo?
—A mí el brillo no me entusiasma ni aun en las pecheras de las camisas. Una mujer aplaudida no me gustaría nada. Esa injerencia del público en mi vida no me haría ninguna gracia.
—¿No te casarías con una cómica?
—No, a no ser que me volviera loco. Ni cómica, ni cantante, ni pianista, ni heroína. Todo eso de producirse hacia afuera no me seduciría.
—¿Egoísmo?
—Un poco.
—¿Celos?
—Quizá algo. Uno quiere vivir para sí mismo, y el público, la masa, se lo estorba. De esta manera se va al egoísmo. En cambio, si se quiere vivir para ese público, para esas masas, se hace uno algo como un histrión.
—Así que de todas maneras mal, según tú.
—Es verdad. Yo, por lo que he visto y por lo que he leído, he creído notar como dos posiciones extremas ante la vida, sobre todo ante la vida social: una, de admiración por lo rico, por lo poderoso, por lo fuerte; otra, de repulsión por lo rico, por lo poderoso y por lo fuerte. Son como dos polos opuestos. El primer impulso produce el sentimiento de la aristocracia; el segundo, el de la protesta. Con el primero se ve que se une la adulación, la vileza, el desdén por la justicia y por la equidad. Esta suma de condiciones forma el cortesano. Con el segundo, con el sentimiento de protesta, se unen la envidia, el rencor, la soberbia, la cólera. Esta suma de sentimientos hace el anarquista. Yo creo que la mayoría de los hombres, quitando mucha de la gente corriente que es como el ganado, tenemos algo de estos dos impulsos.
—No todo el mundo es adulador y cortesano o envidioso.
—Cierto; hay la serenidad… Marco Aurelio…; pero eso no es muy común.
—No veo que sea así. Según tú, ¿se admira una casa bonita, un cuadro o una estatua?… Es uno un adulador. ¿Se protesta por una injusticia? Entonces es uno envidioso.
—Creo que el fondo es este. No hay cortesano que no sea adulador. En la corte de Luis XIV todos son aduladores. Bossuet, Fenelón, Racine, Corneille… Todos aduladores. En cambio, se piensa en los grandes rebeldes, por ejemplo, Bruto, Casio, Catilina, Cromwell, Calvino, Robespierre, Marat; todos dan la impresión de envidiosos, de soberbios, de gente resentida, dolorida por algo que ha rozado su amor propio.
—¡Pues sí que tu mundo es un mundo bonito! La mayoría de la gente no cuenta, porque es como el ganado, y de los que cuentan, unos son aduladores, y otros envidiosos. Muy bien.
—Es mi modesta opinión.
—Y aquí un punto que le interesaría a mi padre como político. ¿A quién hay que dejar mandar según tú? ¿A los aduladores, a los envidiosos o a los que son como el ganado?
—Ha habido filósofos que han defendido la tesis de que es mejor que las gentes de mundo dirijan las sociedades con su vulgaridad y su egoísmo, que no que este trabajo vaya a los inteligentes, que quizá, en definitiva, harían más tonterías. Claro que todo es defendible. Pero ¿qué valor tiene el pensar lo que debe ser? Es una verdadera manera de perder el tiempo.
—Bueno; ya está aquí Soledad. Vámonos. ¿Qué tal el traje?
—Muy bien. Me han tenido mucho tiempo. Os habréis aburrido.
—No; Joshé, como entretenimiento, me ha insultado. Ha dado a entender, con mucha diplomacia, que soy una mujer antipática y egoísta.
—No le hagas caso, Soledad; no es cierto.
—No le hago caso. No creo que tú vayas a decir eso a Pepita.
—¡Ah! ¿Estáis en sociedad contra mí? Yo también os cantaré las cuarenta cuando venga la ocasión. Bueno, vamos a dar un paseo. Si quieres cenar con nosotras, vienes. Si no, te vas.
—Cenaré con vosotras.
—¿Dónde cenaremos?
—Donde queráis. Si tenéis ganas de sentir un poco el contraste, yo os llevaré a una taberna de la calle de Sèvres.
—¿Como las de Montmartre?
—No, sin artistas. De gente trabajadora. Al amo le conozco hace tiempo. Me figuro que seguirá siendo el mismo. Es sitio un poco oscuro de día, pero de noche está bien.
—Vamos donde quieras; pero primero nos cambiaremos de traje.
—Muy bien.
Fueron primero al hotel y después a la taberna. El amo saludó muy afectuosamente a Larrañaga y le llevó a un sitio reservado. Era el tabernero joven, grueso, rojo, mofletudo, como inflado por la buena comida y por la vida sedentaria; afeitado, la mirada maliciosa y burlona y la servilleta bajo el brazo. El tabernero consultó con gran detenimiento los platos y los vinos que habían de tomar. Cenaron muy bien.
—Chico, aquí se come mucho mejor que en los grandes hoteles —dijo Pepita.
—¿Crees tú?
—¡Ya lo creo!
—Estos franceses guisan bien en todas partes.
—Pero esto no es una taberna.
—Ya no hay tabernas.
—¿No?
—Ya han desaparecido —contestó Larrañaga—. No las hay en España, ni en Francia, ni en Inglaterra, ni aun siquiera en Holanda, y ¡qué bonitas debían de ser aquellas tabernas holandesas que pintaron Teniers, Van Ostade y Jan Steen! El portal grande, la chimenea enorme, la escalera en un lado, las mesas pequeñas alrededor del hogar, la moza rozagante, el perro que husmea por los rincones y los vagabundos que tocan el violín o hacen juegos de prestidigitación para entretener a los parroquianos…
—Eres conservador, como dice tu amigo Arregui —exclamó Pepita.
—Sí, es verdad. Me gustan las cosas viejas, cuando son bonitas, más que las nuevas feas. Antes, sólo los nombres de las tabernas le divertían a uno. En los puertos tenían los suyos especiales: El Telescopio, La Sirena, El Cachalote, La Estrella de la Mañana. Las había en el interior, con o sin nombres románticos. Hoy ya no las hay.
—No te creía tan arqueológico. ¿Así se dice, verdad?
—Sí; por lo menos, así se puede decir.
—Te tendrán que hacer cronista de las Provincias Vascongadas.
—¡Qué burlona! Aunque te burles, yo he sido un aficionado, casi un coleccionador de tabernas pintorescas. Las he ido a ver siempre con curiosidad. Aquí, en París, la calle de Monsieur-le-Prince tenía hace años unas tabernas, medio burdeles, muy típicas. En las calles de Brisemiche, de Venecia, de Tiquetonne y de Quincampoix, que están hacia el bulevar Sebastopol, había algunas tabernas que se titulaban: «A la cita de los golfos: Au rendez vous des mecs». En la calle Mouffetard las había de traperos, el cabaret des Chiffonniers, y en la rue Galande, estaban el Padre Lunette y el Château Rouge.
—Chico, ¡qué erudición!
—No le hagas caso. Sigue —dijo Soledad—. Es curioso lo que cuenta.
—En la plaza Maubert había otros rincones de mala vida. Luego el Ángel Gabriel, cerca de los Mercados, y el Conejo Blanco y el Conejo Ágil, el Cerdo Fiel y otra serie de conejos y de cerdos. La de la calle de San Dionisio eran establecimientos misteriosos, con cristales ocultos por cortinas negras. La verdad, no me atreví nunca a penetrar en ellas.
—¡Qué cobarde! —exclamó Pepita.
—En Londres había también rincones extraordinarios en el wapping, en Whitechapel, en Petticoat Lane, donde estaba la bolsa de los ladrones de ropa; en Hamburgo, en el barrio de Sankt Pauli, se veían cosas inauditas. En Madrid había también tabernas curiosas y figones pintorescos: El Púlpito, la taberna del Majo de las Cubas, el Bodegón del Infierno. En Barcelona, los tabernuchos del barrio de Atarazanas eran muy clásicos, y también los de Marsella, del barrio de San Juan. Ahora ya no hay tabernas. Ahora todo es kolossal. Los bares tienen estucos, espejos, mármoles, arcos voltaicos. Con el tiempo harán el Partenón en cemento armado, o la Pirámide de Keops en escayola, para que los albañiles vayan a tomar una copa. Esta vieja Europa se americaniza por momentos, y va perdiendo carácter.
—No te creía tan tabernario, Joshé —dijo Pepita—, aunque veo que eres tabernario sólo en teoría.
—Ni en teoría siquiera. No entro en las tabernas. Las miro; pero si hay vicio, prefiero que este tenga algún aire pintoresco, que no que sea un vicio industrial y discreto, como para uso de notarios: si hay borrachos, me gusta más que salgan de una taberna que no de un bar elegante y con mármoles.
Concluida la cena, Pepita dijo:
—Vámonos. A media noche viene mi marido. ¿Tú me acompañarás, Joshé?
—Sí; con mucho gusto.
—A Soledad la dejaremos en la cama castigada.
—Castigada, ¿por qué? —preguntó ella.
—Porque te pones siempre en contra de mí.
—Cuando no tienes razón.
Es que yo tengo razón siempre. Es lo que veo que no podéis comprender vosotros —dijo Pepita—. No tenéis bastante inteligencia para daros cuenta de eso.
Soledad y Larrañaga se echaron a reír.
Tomaron de nuevo un auto y fueron al hotel.