I

ENCUENTRO EN EL HOTEL

Al muelle de la orilla izquierda del Sena; después de la parte de aire político y diplomático del Palacio Borbón, del de Orsay y del tumulto de la estación del Mediodía; los edificios viejos y grises, las tiendas de antigüedades, las librerías y casas editoriales y los cajones de libros de los pretiles del río, le dan aspecto viejo y marchito.

El Instituto, negro, con su reloj dorado y sus jarrones de piedra; su aire pesado, y al mismo tiempo coquetón, nos recuerda —dice Joe— párrafos de prosa francesa, académica, también pesados y coquetones.

A un lado del Instituto, Voltaire, en bronce y en toga, ríe de mala gana; al otro, Condorcet, luciendo las pantorrillas, no se sabe si reflexiona o estudia un paso de baile.

Cerca, todo es viejo; la calle Saints Pères, la calle del Sena, la de Bonaparte y los callejones intermedios están repletos de tiendas, anticuarios, estamperos, libreros de ocasión, comerciantes de porcelanas y cuadros.

La Casa de la Moneda, seria, triste y negra, parece desdeñar con su especialidad práctica todas estas vejeces amables, históricas, académicas y eruditas.

El río se muestra quieto e hipócrita; las gabarras pasan llenas de piedra y arena. Los remolcadores silban y resuellan fatigosos, echando nubes espesas de humo. Los árboles de las orillas, desnudos o con hojas, según las estaciones, ocultan casi por completo el Louvre con su follaje, en verano; o lo velan a las miradas con las ramas negras entrecruzadas, el invierno.

Al acercarse hacia la isla aparece el Puente Nuevo, con la estatua cabezona de Enrique IV, y después, la vista clásica de París de las estampas y de los grabados; las torres de Nuestra Señora y de la Santa Capilla, en un cielo pálido y nebuloso…

«El muelle del Sena», Las estampas iluminadas

Era el mes de mayo cuando José Larrañaga, representante en Rotterdam de una casa naviera bilbaína, recibió el telegrama de su tío don Juan Larrañaga, rico comerciante de Bilbao, que le decía:

«Vete a París y espera a Pepita y a Soledad en el Hotel D’Orsay.»

José conocía a su tío, hombre que pretendía ser obedecido al pie de la letra. Miró la hora. Las cinco de la tarde. Hizo la maleta, cenó y dijo a su patrona:

—Me marcho a París por tres o cuatro días. Dígaselo usted a don Cosme.

Después se fue a tomar el tren.

Llegó a París por la mañana a la estación del Norte. Tomó un auto; fue al hotel indicado y se dispuso a esperar nuevas instrucciones de su tío y un tanto despótico jefe.

Mientras llenaba la hoja de identificación para la Policía, pensaba en las varias veces que tuvo que dar explicaciones en el extranjero por la letra ñ de su apellido Larrañaga. Como ya no sentía la menor gana de discutir ni de explicar, puso «Larranaga», sin ñ.

«¡Siquiera vinieran pronto! —murmuró cuando terminó de firmar la hoja—. Esta vida de hotel es para mí una cosa desagradable. Me siento misántropo. Estas mujeres que hacen un ruido al andar con los tacones de los zapatos que se mete en el cerebro; estos hombres bestias que parece que van a hundir la casa con sus pisadas, que golpean las puertas y echan la llave con la violencia del carcelero que cierra la poterna de un calabozo, todo eso me molesta lo indecible. Me voy haciendo un solterón insoportable. Estos hoteles me son muy antipáticos.»

Era mayo y hacía calor en París. En el pasillo del hotel, a pesar de ser un edificio enorme, el termómetro marcaba veinticinco grados y medio; temperatura respetable para un interior en día de primavera.

José Larrañaga fue matando la mañana y la tarde como pudo, aburriéndose a ratos, distrayéndose en otros. Pasó revista a los libros de los muelles; compró un tomo titulado Vasconiana, con anécdotas de los gascones; cenó en un restaurante próximo y se sentó en el vestíbulo del hotel para hacer tiempo.

En esto vio que entraba su prima Pepita.

—¡Pepita! —exclamó.

—¡Hola, Joshé! —le dijo ella, sonriendo con una pronunciación llena de gracia cariñosa.

—Pero ¿cómo? ¿Habéis venido? —le preguntó tontamente Larrañaga.

—Sí.

—Y yo que iba a esperaros.

—Adelantamos el viaje. ¿Estás en este hotel?

—Sí; me telegrafió tu padre diciéndome que viniera aquí y os esperara. ¿Soledad, viene contigo?

—Sí.

—¿Y dónde está?

—Se ha quedado en el cuarto. Está un poco delicada, porque ha tenido unas fiebres largas. Ya se encuentra bien; pero el médico ha dicho que, después de comer, repose un poco para engordar.

—¿Y tu marido?

—Vendrá dentro de dos o tres días.

—¿Qué vais a hacer?

—Vamos a ir a Alemania. Anda, ven con nosotros.

—Yo no puedo.

—¿Por qué?

—Porque no puedo dejar la oficina de Rotterdam. ¡Menudo es tu padre para sus empleados, sean o no parientes!

—¿Has llegado hoy?

—Sí.

—Estarás cansado.

—No mucho.

—Siéntate. Charlaremos un poco.

Se sentó Pepita y luego se sentó Larrañaga a su lado.

—Estás gordo, hermoso, Joshecho —dijo Pepita.

—Sí; viejo. La que está guapa eres tú, chica. ¡Qué color! ¡Qué pelo! ¡Despampanante! Ya puede andar tu marido con cuidado.

—¡Bah!…, los maridos… La que está bien es Soledad; un poco delgada todavía.

—Ahora es la moda.

—Sí; pero ella está demasiado delgada.

—Pues me alegro de verte tan rozagante.

—¿Placía dónde estás en el hotel, Joshé?

—Tengo el número 104.

—Pues yo tengo el 204, y Soledad, el 205.

—Pues debéis de estar encima de mí.

—Emplea otra frase un poco más apropiada.

—¡Bah! Yo no soy malicioso.

—Ya lo sé. Es una broma. Mi cuarto está muy lejos. Hay que pasar un corredor larguísimo. Da a la calle de atrás.

—Sí, a la calle de Lille. ¿Qué, nos vamos?

—Vamos. Mira, sal al balcón cuando vayas a tu cuarto. A ver si estamos uno arriba y otro abajo.

—Bueno, ya saldré.

Larrañaga subió a su cuarto, encendió la luz y se asomó al balcón. En el de arriba se veía una silueta de mujer.

—¿Estás ahí?

—Sí. Aquí estoy.

—¡Qué noche! ¡Qué calor! Parece que nos encontramos en Sevilla.

—Y pelando la pava.

—Es verdad. Siento que tengas un galanteador nocturno un poco viejo como yo; pero hazte la ilusión de que tengo veinte años.

—No quiero hacerme ninguna ilusión, chico.

—Así, vestida de claro y a la luz de la luna, me pareces Doña Inés, del Tenorio. Me dan ganas de recitar los versos que dice Don Juan en la tumba de su amada.

—Recítalos.

—«Mármol en que Doña Inés…»

—Sigue, sigue.

Larrañaga recitó las décimas con énfasis. Pepita aplaudió y luego se fue del balcón. Cuando volvió preguntó José:

—¿Qué pasa?

—Nada; Soledad me ha llamado para decirme si estoy loca. Le he dicho que has recitado muy bien un trozo de Don Juan Tenorio.

—Sí. Al menos con eso que llaman los cómicos latiguillos. Solía recitar ese trozo en el barco cuando era piloto. Bueno; nos iremos a la cama.

—Sí. Veo que tienes mucho sueño. ¡Adiós, Joshé!

—¡Adiós!

A la mañana siguiente, José Larrañaga se despertó temprano. No había dormido bien con el calor.

«¿Para qué me voy a levantar?», pensó con su habitual pereza.

Era domingo, día muy aburrido para un extranjero. Estaba medio soñando cuando oyó ligero rumor en el cuarto y vio que brillaba el botón de luz del teléfono.

—¿Qué demonio es esto? —se dijo.

Encendió la luz, se levantó y leyó la explicación en el aparato telefónico, escrita en francés y en inglés.

«Es que alguno me llama —pensó—. ¡Quién podrá ser! ¿Quién es?»

—¡Hola, Joshé!

—¡Ah! ¿Eres tú?

—Sí, soy yo: Pepita.

—¡Ah!

—¿Qué vas a hacer hoy? ¿Quieres acompañarnos?

—Con mucho gusto.

—¿No tienes ninguna ocupación?

—Ninguna.

—¿Ni compromiso?

—Tampoco. Estoy a vuestras órdenes.

—¡Muchas gracias!

—¿Qué queréis hacer?

—No sé. No tenemos nada pensado. ¿Qué se podría hacer?

—Por la mañana podríamos ir al Museo del Louvre.

—¡A mí me aburre mucho un museo!

—A mí, también.

—¡Ay, qué gracia!

—Sí; el arte me empalaga. Soy de gustos ramplones.

—Pues yo no lo creía.

—¿Qué dice Soledad?

—No dice nada. Ahora la verás. Primero tenemos que ir a misa.

—Muy bien.

—¿Adónde iríamos?

—Aquí cerca está Santa Clotilde.

—Bueno. ¿Nos acompañarás?

—Con mucho gusto. Es mi misión aquí, en París, acompañaros.

—Pero si no te hace gracia la misión, la dejas.

—Me hace mucha gracia.

—¿Qué hora es?

—Las nueve y media.

—A las diez y cuarto nos esperas en el hall del hotel.

—Muy bien.

José se vistió lo mejor que pudo; no era capaz de hacerlo del todo bien; la corbata no se le quedaba nunca derecha, y casi siempre se le olvidaba algo. Salió del cuarto, fue al vestíbulo y se puso a leer el libro de anécdotas sobre los gascones, comprado el día anterior en el muelle.

Bajaron las dos hermanas. Larrañaga se levantó y, acercándose a Soledad, la besó.

—¡Ya ves qué gordo y qué hermoso está nuestro Joshé! —dijo Pepita—. Parece un canónigo.

—Tú también estás gordita, al lado de tu hermana.

—¿Ves? Ya empieza a insultarme. Es un insulto decirle hoy a una mujer que está gorda.

—Gorda, no. Gordita, al lado de tu hermana. Como Soledad está un poquillo flaca a tu lado; pero, en último término, las dos estáis muy bien, muy rozagantes, y todos los que nos miran me envidian por ir tan bien acompañado.

Realmente, Pepita estaba muy guapa y muy vistosa. Sus ojos claros, humanos, brillaban llenos de gracia y de viveza, y su cabellera, rubia castaña, era muy hermosa. Unía la belleza y la inteligencia, una inteligencia de hombre y de hombre fuerte.

«Es curioso —pensó Larrañaga— cómo ha podido saltar de la mediocridad de su educación de colegio de monjas a lo que es; es decir, a tener carácter, y carácter de mujer atrevida, osada, veraz; de palabra enérgica.»

Pepita empleaba casi siempre la palabra justa, sin andarse por las ramas.

«Es muy salada», decían de ella algunas amigas; pero otras la tildaban de exagerada y chocante.

A Larrañaga, los ojos de Pepita le encantaban. Le parecían muy bonitos, muy apasionados, muy acariciadores y muy llenos de malicia femenina.

Soledad, alta, con los ojos negros, soñadores, tenía expresión más romántica.

Fueron las dos hermanas y su primo por la calle de Bellechasse hasta Santa Clotilde. Entraron en la iglesia. Pepita y Soledad avanzaron hasta delante del altar, y Larrañaga se quedó atrás. Al terminar la misa y salir de la iglesia, Pepita dijo a su primo:

—Tú no tienes costumbre de ir a la iglesia.

—No; es verdad.

—Ya se te nota. No has cambiado. ¿Eres todavía enemigo de la religión?

—No; enemigo, no. Quizá no la siento.

—¿Te parece poco? ¡Y con la familia religiosa que tienes! Porque tu madre y tu hermana son místicas.

—Pues no creas. Yo también tengo algo de místico.

—¿Tú?

—Sí.

—¿Y en qué lo notas?

—Lo noto… cuando voy en el tren.

—¿En el tren? ¡Qué cosa más rara!

—Sí; cuando llevo ya algunas horas en el tren y voy cansado, con sueño y sin poder dormir, a veces me parece que mi cerebro se queda en un deliquio, en estado de desfallecimiento y de lucidez, como si fuera de cristal, y entonces se me figura ver las cosas pasadas, presentes y hasta futuras con gran claridad.

—¿Y es verdad que en ese momento ves las cosas claras?

—No; es pura ilusión. Cuando examino fríamente los hallazgos, las síntesis, de esos momentos de abstracción no son nada.

—Pues es una lástima.

—¿Por qué?

—Sería curioso.

—A ti te gustaría que tu primo fuera una especie de Santa Teresa de Jesús con pantalones.

—Naturalmente. ¿Y ahora, Joshé, qué vamos a hacer?

—Yo, chica, no soy buen guía. A mí no me gusta ir a tiro hecho; ahora, al teatro; luego, al cine; después, a la tienda. A mí me gusta vagabundear un poco por las calles, escapar a los autos, torearlos. Soy, como dicen en España, un paseante en cortes.

—Pero, en fin, para ir al restaurante hay que decidirse.

—¡Ah! ¡Claro!

—¿Adónde iremos?

—Aquí, en el muelle, hay un restaurante que tiene fama: el de Laperousse. Os convido.

—No, no acepto —dijo Pepita—. Iremos a ese restaurante; pero pagaré yo. Tú no tienes dinero.

—Tanto como para eso, sí.

—Ya sé yo lo que tienes.

—Es un poco temprano para ir a comer.

—Entonces, ¿qué hacemos?

—¿Media hora de Louvre, te aburriría?

—No, no. ¡Qué le va a aburrir! Ni a ella ni a mí. Son tonterías de Pepita —dijo Soledad.

—¡Qué se le va a hacer! —exclamó Pepita—. No me divierte nada la pintura. Probablemente, no la entiendo.

—Es un poco de pose —advirtió Soledad.

—¿Por qué?

—Sí; porque es como decir: ¿vosotros creéis que eso vale algo? Pues para mí no vale nada.

—No es cierto. Yo no me considero superior por eso a los otros…; al revés…: inferior… Pero quiero ser como soy…; si soy ramplona, como dice Joshé, pues… muy bien quiero tener el derecho de serlo.

Entraron en el Museo del Louvre; estaban las galerías y las escaleras llenas de extranjeros, y, sobre todo, de una muchedumbre de inglesas secas, altas y de aire varonil que hablaban con gritos de gaviota.

Había gran exhibición de gente exótica, y la mayoría, fea: asiáticos pequeños, cabezones, con gorras de visera y tipos medio negros, medio chinos, con melenas y lentes, casi todos hablando francés.

—¿De dónde saldrá esta gente tan fea? —preguntó Larrañaga.

—Serán de las colonias.

—Es un producto horrible. Porque un negro o un chino puro tienen su prestancia; pero esta mezcla es horrenda.

Delante del Embarque para Citerea, de Watteau, se agrupaban cuatro o cinco negros jóvenes, elegantes con otro negro viejo de aire académico y doctoral, con anteojos y melenas, que les daba explicaciones en francés parisiense y con gestos amanerados y expresivos.

—Rubén Darío y sus discípulos —dijo Larrañaga.

—¿Quién era Rubén Darío? Un poeta americano, ¿no es eso? —preguntó Pepita.

—Sí.

—¿Y era negro?

—Espiritualmente un tanto negro.

—¿A ti no te gusta?

—Sí, a veces sí; pero es un snob sin imaginación, con un talento puramente verbal. Es un poeta a la moda de hace veinticinco años. Pero quizá este negro de los anteojos no sea Rubén Darío, sino Rabindranath Tagore o quizá el autor de Batouala. De ahora en adelante todos los hombres ilustres de Europa serán negros, chinos, pieles rojas o, por lo menos, indios.

Como Pepita dijo que no tenía curiosidad ni interés por los grandes cuadros, José les llevó a la sala de los primitivos italianos y después a la de los flamencos. Sabía algo de la historia anecdótica de cuadros y pintores, y entretuvo a las dos hermanas algún tiempo.

—He tenido un pequeño triunfo —dijo Larrañaga al salir del Museo.

—¿Por qué?

—Porque hace más de una hora que estamos aquí y no parece que os hayáis aburrido.

—¡Más de una hora! —exclamó Soledad.

—Claro, con explicaciones y charlas se nos ha pasado el tiempo —dijo Pepita.

—Pepita no quiere reconocer que le gustan estas cosas —indicó Soledad—. Lo mismo es en los conciertos. Según ella, siempre se aburre.

—Y es verdad. La música en general me produce un aburrimiento terrible. Me hace moverme en el asiento impaciente y suelo estar deseando hablar con alguien. Bueno. Vamos a almorzar, porque yo tengo hambre.

Fueron al restaurante Laperousse. Se sentaron al lado de un balcón y comieron y charlaron por los codos. Larrañaga oía a sus primas con mucho gusto. Soledad y Pepita, sobre todo Pepita, empleaban con gracia algunas frases y palabras provinciales de Bilbao, como chirene, coitao, que a José le recordaban su infancia.

A la hora del café, Larrañaga sacó su pipa y la llenó de tabaco.

—¡Cómo!, ¿fumas en pipa? —preguntó Pepita.

—Sí; me he acostumbrado.

—¡Qué asco!

—¿No te gusta que se fume en pipa?

—Nada; ¡qué porquería!

—Aquí no fumaré, ya que os molesta.

—¡Pobre! Déjale fumar —dijo Soledad—. Pepita es déspota. Lo que ella quiere y nada más.

—Bueno, pues que fume. Se ha acostumbrado mal.

—Ya todo el mundo fuma, principalmente las mujeres —dijo Larrañaga.

Alargaron la sobremesa hasta las tres, siempre charlando.

—Ahora, ¿qué hacemos? —preguntó Pepita.

—Yo creo que lo mejor sería ir al hotel. Estar allí hasta las cinco o cinco y media; después podíais tomar un auto y dar una vuelta por el Bosque.

—Bueno; pues vámonos.

Llegaron al hotel y cada cual se marchó a su cuarto.

—Te llamaré por teléfono a eso de las cinco —dijo Pepita—. No te vayas.

—Bien; esperaré.

Larrañaga se fue a su cuarto, se quitó el cuello de la camisa y las botas y se sentó en la butaca, con los pies apoyados en una silla.

«Son dos chicas buenas y simpáticas —pensó—. Pepita es muy mandona. Se ve que ha heredado del padre el instinto del dominio. ¿Y yo qué voy a hacer ahora? No quisiera dormirme. Leeré un poco.»

Cogió de la mesa el libro con las anécdotas gasconas y estuvo leyéndolo un momento; luego, a pesar de que no quería, se quedó dormido. Al despertarse miró el reloj. Eran las cinco menos cuarto.

«¡Qué fastidio! He dormido más de una hora. Con seguridad me va a dar la dispepsia.»

Pero no; no sentía nada. Se puso un cuello de camisa nuevo, hizo el nudo de la corbata con grandes dificultades y se lavó las manos. Al poco rato murmuraba el teléfono y brilló un botón.

—¿Quién llama?

—¿Estás preparado?

—Sí.

—Bueno; pues espéranos abajo. Voy a avisar a Soledad.

José salió de su cuarto y fue a sentarse a una mecedora del vestíbulo.

Poco después apareció Pepita con nuevo traje.

—¡Demonio!, estás elegantísima.

—¿De veras?

—Hecha un brazo de mar. ¿Y Soledad?

—No se ha vestido aún. Ha estado escribiendo a las amigas.

—¿Y tú, no?

—Yo, no. Soy más descastada.

—Sí, ya lo voy observando. Soledad se ha quedado con el sentimiento de la familia, y tú, con el orgullo y el tesón.

—Veo que Soledad y tú sois muy buenos amigos.

—Me trata como pariente, no como tus amigas y tú, que me tratabais en otra época como a un hotentote.

—Es que eras muy aburrido.

—También vosotras, tus amigas y tú, erais muy aburridas.

—Sí, es verdad; debíamos serlo. Yo me creía una princesa. Me hace gracia que por eso me tengas odio. Eres muy vengativo, Joshé.

—No; vengativo, no. Recuerdo los hechos. Comprendo que una mujer bonita es algo superior a un hombre, aunque este tenga talento. La belleza es una de las cosas más claras, más palmarias. El hombre, si tiene talento, para que se lo crean lo tiene que demostrar, y no siempre encuentra la ocasión propicia. Una mujer guapa, no. En fin, bien está el orgullo, pero ¿para qué extenderlo hasta la estupidez?

—Pues yo lo extendía hasta la estupidez. Yo me creía una preciosidad, algo como una reina o como una diosa. Mis trajes, mis sombreros, mi ropa blanca… todo me parecía casi sagrado por ser mío. Mi novio se me figuraba que tenía que ser un verdadero dechado de perfecciones para que me gustara.

—¿Y ahora?

—Ahora, desgraciadamente, soy más filósofa.

—¿Te gusta reflexionar sobre las cosas?

—Sí. Eso es mal principio, ¿verdad?

—¿Por qué?

—No quisiera ser misántropa y tener mala idea de la gente. Eso debe ser muy desagradable, casi peor que engordar.

—Es cierto; ¿de dónde sacas tú ese fondo de sabiduría que tienes?

—¿Me encuentras sabia? —preguntó Pepita, contemplando con atención su pie pequeño y bien calzado.

—Sí.

—Pues, chico, creo que lo he tenido siempre, a pesar del orgullo de los primeros años. A ti te choca. Tú has creído, sin duda, que yo era tonta.

—¡Qué sé yo! Las mujeres en España y en plena juventud no se sabe bien lo que son. Tomáis una actitud de princesas desdeñosas y no se puede comprender si vuestro desdén esconde el orgullo, la cortedad o la pura estupidez.

—Y tú, con relación a mí, pensaste que era la pura estupidez.

—No del todo; aunque hay que reconocer que a veces los indicios lo justificaban.

—¡Muchas gracias!

—Ya está Soledad aquí. Vámonos —dijo José.

Tomaron un auto, fueron por la orilla del Sena y cruzaron el río por el puente de la Concordia. Luego entraron por la Avenida de los Campos Elíseos.

—Esto está siempre bien, ¿verdad? —dijo Pepita.

—Sí.

—Parece que te has quedado mudo. ¡Habla!

—¿Qué quieres que te diga?

—Di cualquier cosa. Veo que vas perdiendo la conversación… y la línea.

—Pepita es muy maligna. No sé si he perdido la línea; si la he perdido, no me importa gran cosa.

—¿Qué es lo que te importa ahora, Joshé?

—¿Qué me importa?

—Sí.

—Hay todavía cosas que me importan, pero no sé bien cuáles son.

—¡Qué misterioso estás!

—Sí; de vez en cuando hay un proyecto que me anima y me levanta el espíritu. Me sorprende que debajo de una idea aparezca en mí todavía la pasión.

Ahora, que de antemano no sé cuáles son esas ideas dinámicas que me confortan.

—Así que esperas…

—Siempre espero. Como si fuera un alquimista que piensa que de una combinación caprichosa y casual pueda salir el oro.

—Esperando el Santo Advenimiento…

—Eso es. En forma de esto o de lo otro; pero esperando siempre.

—No es agradable vivir esperando.

—Todo es esperar en la vida —contestó Larrañaga—. Esperar y recordar. El presente es lo más exiguo de nuestra existencia. Se espera una cosa, llega, luego pasa rápidamente y se la recuerda después. El momento de pasar es el más corto y a veces el que menos realidad tiene y el que menos nos satisface.

—No creo que sea siempre así.

—El presente es el dominio del niño, y quizá de la mujer inconsciente; el futuro, del joven, y el pasado, del viejo. El presente es muy poca cosa. Muchos de estos heridos de la guerra no recordaban más que sus apuros de antes de caer; después, sus dolores de tener una bala en el cuerpo. El instante de ser heridos era el que no recordaban.

—Pero eso pasará en la guerra; pero no en todo. Hay horas felices.

—Pocas. Somos naturalmente descontentadizos y desdichados los hombres. Mientras realizamos las cosas, unas nos aburren porque son largas, difíciles e incómodas; otras, en cambio, nos cansan porque son cortas, fáciles y cómodas.

—Con lo cual estaremos siempre descontentos.

—Es verdad.

—Aunque así sea, yo quisiera vivir sin recordar, sacándole todo su partido al presente —dijo Pepita—. ¿Para qué ese cargamento de recuerdos? Casi siempre para entristecerle a uno la vida. La Nochebuena, la Pascua, el día de Difuntos…, todo trae un recuerdo desagradable.

—No te creía tan antitradicionalista.

—Pues lo soy.

—¿No te gusta esa melancolía de recordar el pasado?

—No, no; ¿para qué? No la quiero sentir.

—Es un poco, como la música.

—No me gusta la música.

—Eres epicúrea. Te gustaría, sin duda, seguir al pie de la letra el precepto de Horacio: coge la flor del día, sin cuidar demasiado de la de mañana.

—Eso es.

—La flor del día es casi siempre poca cosa.

—A mí me parece mucha cosa.

—Sí; pero hay que tener en cuenta que si el hecho más agradable del presente no se puede recordar, se reduce casi a nada. Nuestra vida es historia, no sólo nuestros hechos exteriores, sino nuestra personalidad interior. Todos nos imitamos a nosotros mismos. Somos unos plagiarios de nuestro Yo. Si se nos borrara de nuestra mente la historia de nuestra personalidad, no sabríamos en cada caso ni qué hacer ni qué decir. En cambio, tal como somos, tenemos preparadas nuestras respuestas, en palabras o en acción, a todo lo que nos solicita desde fuera. Hemos tomado una postura espiritual y material, queriendo o sin querer, y eso somos.

—Esas son muchas metafísicas.

—¿No se entiende lo que digo, Soledad?

—Yo creo que sí.

—En los hechos exteriores somos también históricos. Para los recuerdos buenos y malos tenemos algo de los rumiantes, y en la segunda o tercera masticación es cuando a veces les encontramos su verdadero gusto.

—Chico, todo lo que dices es muy triste.

—Si quieres, me callaré.

—No, no; habla. Pero no de cosas melancólicas.

—La primera vez que vine a París le tenía mucho odio a este pueblo.

—¿Por qué?

—Por tonterías. Yo venía de viajar como piloto, de tener que vivir siempre pensando en cosas prácticas, comerciales, y creía que en París todo el mundo se dedicaba al arte; así, que cuando veía que la portera o el mozo del hotel no se preocupaban de los impresionistas o de los poetas decadentes, me indignaba.

—¿Pero cómo puede pensarse eso? —dijo Pepita—. ¡A veces los hombres qué necedades piensan! A una mujer no se le pasa una cosa así por la imaginación.

—Es verdad. Vosotras estáis más plantadas en el centro de la vida. Yo andaba entonces por las ramas; me pasaba el tiempo comparando a un pintor con otro; creía que de esto iba a salir algo trascendental para mí, realmente no sé por qué. Luego leía muchos periódicos, y las falsedades o las tonterías que leía, me incomodaban. Ahora he cambiado ya: no leo periódicos y, como ves, si voy a un museo es sólo por compromiso.

—¡Qué fantasías! ¿Has de hacer todo así, exagerado?

—¿Qué quieres? Ese sentido de la vida, probablemente instintivo, que tienes tú, y que lo tiene también Soledad, a pesar de su carácter angelical…

—¡Angelical! ¿Has oído? —dijo Pepita a su hermana.

—Sí —contestó Soledad sonriendo dulcemente.

—Lo digo porque me lo parece así. No es adulación.

—Ya lo sabemos. Tú eres incapaz de adular. No sabes.

—Pues bien; ese sentido instintivo del vivir, esa medida que tenéis vosotras, muchos hombres no la tienen.

Pasaron por el Arco del Triunfo y tomaron por la Avenida del Bosque hacia el lago. Había mucha gente, mucho automóvil. El cielo estaba muy azul.

—Ahora, ¿qué hacemos?

—Nos sentaremos en un café de la Avenida del Bosque. Tomaremos un refresco y habrá que pensar en cenar.

Así lo hicieron.

—¿Dónde iremos a cenar? —preguntó Larrañaga.

—Donde queráis. Llévanos a un sitio curioso.

—¿Os parece bien Montmartre?

—Bueno, vamos, me figuro que estará bien.

Tomaron un auto. Larrañaga se puso a silbar una canción.

—¿Qué es esto? —preguntó Pepita.

—¿Cuál?

—Lo que silbas.

—¡Ah!, ¿lo que silbo? Pues es una canción de café concierto: Marietta. La cantaban en todas partes, una de las veces que estuve aquí en París, y ahora, cuando vengo, empiezo a silbarla o a tararearla sin darme cuenta. En eso, como en todo, ando atrasado.

—¡Qué cosas de viejo tienes!

—Ya lo es uno. Además que esto, quizá más que de viejo, es de solitario. Vive uno en un pueblo en donde no conoce apenas a nadie ni tiene amigos, y hay que cantar y silbar y hablar solo para entretenerse.