Todos los cambios que hemos descrito pueden asociarse al modo de producción hiperindustrial. La tendencia a generarse empleos fuera de las fábricas requirió y facilitó el reclutamiento de mano de obra femenina, previamente centrada en el cuidado de los niños; al mismo tiempo, las primas dadas a la formación profesional para realizar trabajos que no conllevan manufacturación, junto con el aumento de los costos que suponían el embarazo y la creación de una familia (es decir, el volumen de ingresos, temporalmente paralizados cuando las mujeres dejaban de trabajar para tener y criar a sus hijos), hicieron subir mucho los costos de la crianza de los hijos, debilitaron los lazos matrimoniales, hicieron disminuir las tasas de fertilidad y ampliaron la separación entre los componentes sexuales reproductivos y los hedonísticos.
El cambio principal que ha tenido lugar en la mano de obra no es simplemente un incremento en la proporción de mujeres con respecto a hombres que trabajan, sino un aumento en la proporción de mujeres con un empleo que están casadas y tienen hijos. Antes de la Segunda Guerra Mundial, solamente el 15 por ciento de las mujeres que vivían con sus maridos trabajaban fuera de casa. En 1983, esta proporción había subido al 51,2 por ciento. En 1985, el 59 por ciento de las mujeres casadas con hijos de 6 años y de menos edad, y el 65,8 por ciento de todas las mujeres con hijos de 6 a 17 años, pertenecían al mundo laboral (Oficina de Estadística Laboral, estadísticas no publicadas para el año 1983; Hayghe, 1985:31). ¿Qué es lo que hacen estas mujeres? Más de un 83 por ciento se dedican a trabajos que no conllevan manufacturación, trabajos que producen servicios e información, la mayoría de ellos trabajos de bajo nivel, ganando por término medio solamente el 62 por ciento del sueldo que ganan los hombres (Serrin, 1984:1).
La relación entre feminización y economía de la información y los servicios es recíproca. Las mujeres, especialmente las mujeres casadas, habían sido anteriormente excluidas de empleos que conllevaban manufacturación, que estaban dominados por los hombres y que pertenecían a los sindicatos; y tanto los maridos como los sindicatos las consideraban una amenaza a su escala de sueldos. En las ocupaciones tradicionalmente femeninas, como eran la información y los servicios que además no pertenecían a los sindicatos —secretarias, maestras, trabajadoras sanitarias, vendedoras, etc.—, existía menos resistencia. Desde el punto de vista de la inversión de capital, el ejército de reserva que suponían las esposas constituía una fuente de mano de obra barata y dócil que hizo del procesamiento de la información y el servicio a la gente una alternativa provechosa a la inversión en fábricas dedicadas a la producción de bienes de consumo. De hecho, las firmas de los Estados Unidos fueron capaces de encontrar un tipo de mano de obra barata equivalente para las empresas de manufacturación solamente trasladando una gran parte de las instalaciones para la producción de sus productos a países menos desarrollados, especialmente a Asia y a Latinoamérica. Así pues, la feminización de la mano de obra y la disminución en la manufacturación de bienes son fenómenos estrechamente relacionados, aunque como hemos visto (Cap. 14. Roles sexuales en la sociedad industrial), esta relación no tiene nada que ver con las capacidades inherentes de los sexos para el trabajo físico o el de las fábricas.
¿Por qué las mujeres en Estados Unidos respondieron tan masivamente al reclutamiento para los trabajos de servicios e información? Irónicamente, su principal motivación era reforzar la familia tradicional con muchos hijos y sostenida por el padre, de cara a hacer frente al aumento de los precios de los alimentos, vivienda y educación. Los costes reales de estos bienes y servicios se habían incrementado mucho más rápidamente que los salarios del hombre medio que mantenía la casa. Después de 1965, los ingresos de una familia, en los Estados Unidos, podían hacer frente a la inflación porque las esposas que trabajaban contribuían a ello. Las familias cuyos ingresos anuales estaban entre los 15.000 y 35.000 dólares (tomando como referencia el valor constante del dólar en 1982) suponían el 44 por ciento de todas las familias en el año 1982, lo que significaba una disminución del 53 por ciento respecto a 1970 (Zoanna, 1984). Los ingresos de las familias en el grupo de edad de los 25 a los 34 años han descendido progresivamente desde 1965, cuando se comparan con los de todas las familias: esto suponía el 96 por ciento de los ingresos de todas las familias, hasta un 86 por ciento en el año 1983, y esto a pesar de la prevalencia de los hogares en los que entraban dos sueldos (Mariano, 1984). Un factor importante en la pérdida de supremacía de los ingresos del hombre, soporte de la familia, fue el «salto de escalas» en el impuesto sobre la renta —el salario bruto crecía más rápido que la inflación, pero el salario neto que realmente era lo que entraba en casa, no—. También se aplicaban deducciones para los familiares que dependían del que trabajaba, pero estas deducciones estaban por debajo del índice de inflación. En 1948, la deducción por hijo era de 600 dólares. Con un valor constante del dólar esto hubiera supuesto en 1985 unos 5600 dólares en vez de los 1000 dólares en la actualidad (The New York Times, 7 de abril de 1985).
A pesar de estar peor remuneradas, los salarios de las mujeres casadas tuvieron una importancia crítica para mantener o conseguir un estatus de clase media, especialmente, como Valery Oppenheimer ha expuesto en su libro Work and the Family (1983), durante las épocas de la vida en que más se necesitan, como son cuando las jóvenes parejas van a empezar su vida de convivencia o cuando las parejas ya mayores tienen que hacer frente a los gastos que supone mandar a los hijos a la universidad. Criar un hijo hasta los 18 años, en los niveles de consumo de la clase media, actualmente cuesta más de 100.000 dólares —para un hijo nacido en 1981, algunos calculan el coste por encima de los 300.000 dólares (Espenshade, 1985)—. A partir de ahí, cuatro años de universidad cuestan entre 15.000 y 60.000 dólares por hijo (Belkin, 1985). Cuanto más se mueve la economía hacia los servicios, la información y los trabajos de alta tecnología, mayor es la cantidad de educación que se necesita para conseguir o mantener el estatus de clase media. En otras palabras, los hijos de «calidad superior» cuestan más. En este sentido, los gastos actuales que supone criar a los hijos representan el punto más alto del cambio a largo plazo, desde los modos de producción agrícolas a los industriales y de las formas de vida rurales a las urbanas, todo ello asociado a la transición demográfica (véase Cap. 5. El modo industrial de reproducción). Es esta sustitución de la calidad por la cantidad lo que subyace al descenso de la fertilidad en Estados Unidos en las décadas anteriores al boom de los bebés y a la baja tasa histórica de fertilidad que se alcanzó en la década 1975-1985. Este descenso en las tasas de fertilidad refleja también una disminución en el reflujo de los beneficios económicos de los hijos hacia los padres: desde el momento en que los hijos trabajan independientemente de aquellos, establecen hogares separados y dejan de ser capaces de pagar los gastos médicos y de vivienda de sus padres ya mayores.
En tanto que la familia media en Estados Unidos no puede criar más de uno o dos hijos de «alta calidad» sin un segundo salario, las esposas son incapaces de proporcionar este segundo salario si tienen que criar más de uno o dos hijos (debido a la casi total ausencia de instalaciones adecuadas, subvencionadas, que cuiden a los niños durante el día). Es esta contradicción la que explica por qué las mujeres casadas aceptan trabajos mal pagados e interminables. Sin embargo, esta situación está cambiando. Existe un efecto de retroalimentación positiva (Cap. 10. Orígenes de los estados) entre trabajar fuera de casa, mantenerse en ello y pagar los gastos de criar a los hijos. Cuanto más se dedica una mujer al trabajo, más gana y más le cuesta en forma de «ingresos paralizados». A medida que estos últimos aumentan, también lo hacen los gastos de permanecer en casa para criar hijos y también aumenta la probabilidad de que nazcan menos niños.
De acuerdo con todo esto, las actitudes hacia la maternidad han cambiado. Cuando en 1970 se preguntaba a las mujeres por lo que más les gustaría hacer en la vida, el 53 por ciento contestaron que ser madres y criar a los hijos, mientras que solamente el 9 por ciento preferían estudiar una carrera, trabajar y tener un salario. En 1983, el 26 por ciento prefería ser madre y criar a los hijos, el 26 por ciento estudiar una carrera, trabajar y tener un salario, pero solamente el 6 por ciento querían ser esposas, lo que significa un descenso del 22 por ciento en 1970 (Cuadro 16.2).
Deberíamos comentar una explicación engañosa, pero muy extendida, sobre la disminución de las tasas de fertilidad en los Estados Unidos. Mucha gente piensa que se debe a la introducción de la píldora anticonceptiva. Esto es incorrecto, ya que el descenso empezó en 1957 y no fue hasta los años 1963-1964 en que la píldora fue ampliamente adoptada. Por otro lado, en los años treinta ya existían muchos dispositivos y prácticas contraceptivas, como se ha demostrado por el hecho de que la tasa de fertilidad era mucho más baja y se elevó inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial. Además, como ya hemos visto (Cap. 5. Prácticas de regulación de la población), incluso en las poblaciones preindustriales ya existían medios eficaces para limitar el tamaño de la familia en relación con los costos y beneficios de la crianza de los hijos.
Obviamente, las tasas de divorcio reflejan la caída en las tasas de fertilidad así como la participación de mujeres casadas en el trabajo. El no tener hijos supone una facilidad para divorciarse; por el contrario, el tener muchos hijos hace que el divorcio sea mucho más difícil. Y la mujer casada, cuanto más se implique en el trabajo, más independiente se hace de los ingresos del hombre, más fácil es para ella aceptar la idea de que puede sobrevivir sin un marido, y hay más posibilidades de que se divorcie.
Finalmente, la feminización del trabajo, gracias al descenso de fertilidad, a las tasas más altas de divorcio y a la desaparición de la figura del hombre soporte de la familia, todo ello está implicado en la separación entre los aspectos reproductivos y los hedonísticos de la sexualidad. El imperativo matrimonial y procreativo de la época victoriana y de comienzos del siglo XX, que afirmaba que toda relación sexual tenía que tener lugar dentro del matrimonio y que toda relación sexual dentro del matrimonio tenía que conducir a la reproducción, no podía ser muy atractivo para los hombres y mujeres que o bien no estaban casados o si estaban casados no tenían hijos. Esto, como ya se ha señalado, coloca a la estructura de los hogares de muchas parejas heterosexuales de clase media en una línea de continuidad con las parejas homosexuales, mientras que, simultáneamente, explica la clara aceptación de los encuentros sexuales casuales y la rápida expansión de la pornografía.
Como ya hemos visto (Caps. 7. La organización de la vida doméstica y 8. Parentesco, residencia y filiación), la estructura familiar está estrechamente relacionada con las variables demográficas, tecnológicas, económicas y del medio ambiente. En el caso que nos ocupa, es imposible engañarse respecto a la dirección de la causalidad. Mientras que muchas y complejas retroalimentaciones han intervenido en todos los estadios del proceso, el mayor empuje procedía de los cambios ocurridos a nivel de infraestructura: cambio de producción de bienes de consumo a producción de servicios e información. Los cambios a nivel estructural —matrimonio y organización de la familia— no aparecieron hasta que no tuvo lugar un compromiso importante con el nuevo modo de producción. Por ejemplo, el número de mujeres casadas que vivían con sus maridos y que estaban trabajando se había elevado del 15 al 30 por ciento en 1958. Sin embargo, no fue hasta 1970 en que el movimiento feminista alcanzó un nivel de conciencia nacional, cuando las mujeres quemaban sus sostenes, organizaban fiestas en las que se rompía la porcelana y cuando marchaban por la Quinta Avenida de Nueva York gritando eslóganes como «deja morir de hambre a una rata esta noche; no des de cenar a tu marido». Estos exabruptos expresaban la frustración de esposas que ya pertenecían al mundo del trabajo y estaban experimentando las contradicciones de los viejos y nuevos roles femeninos. Como pone de manifiesto Maxine Margolis en su libro Mothers and Such (1984:231):
Mientras que los medios de comunicación dedicaban mucho espacio a la «quema de sostenes» y otras supuestas atrocidades del movimiento de mujeres, se prestaba muy poca atención a la realidad del trabajo de las mujeres que había preparado el escenario para el resurgimiento del feminismo.
En su libro Work and the Family (1983:30), Valery Oppenheimer escribía, desde el punto de vista del economista, algo semejante:
No existe ninguna evidencia de que estos cambios sustanciales en la participación de las mujeres en el trabajo hayan sido precipitados por cambios anteriores en las actitudes hacia los roles sexuales. Por el contrario, esos [los cambios en las actitudes hacia los roles sexuales] se arrastraban detrás de los cambios de conducta, indicando que los cambios en el comportamiento han producido, gradualmente, cambios en las normas de los roles sexuales en vez de al revés. Además, hay evidencias claras que indican que el comienzo de los cambios tan rápidos en el comportamiento de las mujeres que trabajan precedió con mucho al renacimiento del movimiento feminista.
Como explica Oppenheimer con más detalle, esto no quiere decir que «las actitudes más igualitarias en los roles sexuales y las perspectivas ideológicas feministas no sean importantes fuerzas motivadoras», sino «que esas actitudes refuerzan o proporcionan una racionalización ideológica (o justificación normativa)…» (ibíd.).
Identificar las condiciones infraestructurales de un movimiento social y atribuir una prioridad causal sobre valores e ideas no es disminuir el papel de los valores y de las ideas o de la voluntad puesta en el dinamismo de la historia. Hemos visto ya (Cap. 12) en qué medida la acción que se moviliza por planteamientos ideológicos y sentimentales modifica las posibilidades favoreciendo la realización de un potencial infraestructural determinado. Sin embargo, en este caso es esencial, así como en otros movimientos sociales polémicos, que tanto aquellos que están a favor como los que están en contra de un cambio determinado entiendan que ciertos resultados son más probables que otros. Por ejemplo, en este caso parece altamente improbable que las mujeres en Estados Unidos puedan ser repuestas en su antigua situación de amas de casa. Para resucitar al hombre soporte de la familia y poner a las mujeres delante del fregadero, la nación tendría que retroceder a una fase más primitiva de capitalismo e industrialización, camino que incluso los antifeministas más conservadores no son partidarios de tomar.