¿Un complejo de supremacía masculina?

A pesar de estas desviaciones de la estrecha definición occidental de lo masculino y lo femenino, es evidente que los hombres tienden a ser más agresivos y violentos que las mujeres en una abrumadora mayoría de sociedades. Además, aunque el complejo de Edipo no es, como Freud pensaba, universal, la hostilidad sexual entre la generación de los mayores y sus hijos o sobrinos sí ocurre con gran frecuencia (Roheim, 1950; Parsons, 1967; Foster, 1972; Barnouw, 1973).

Son muchos los casos que muestran cómo la relativamente más agresiva personalidad masculina está asociada a un constante complejo que concede un rol más dominante al hombre que a las mujeres en las distintas esferas de la vida social. La manifestación más clara de este complejo se encuentra en la esfera de la economía política. De acuerdo con nuestra discusión sobre la evolución de la organización política (véanse Caps. 9 y 10), los hombres siempre han ocupado los más importantes centros de control y poder públicos. Son los cabecillas y no las cabecillas los que dominan tanto la redistribución igualitaria como la estratificada. Los cabecillas semai y mehinacu, los mumis de las islas Salomón y los «grandes hombres» de Nueva Guinea, los jefes de la piel de leopardo de los nuer, los jefes kwakiutl, trobriandeses y tikopia; el mukama de los bunyoro, el inca, el faraón y los emperadores de China y Japón muestran la misma preeminencia masculina. Si las reinas reinan en Europa o África, lo hacen como detentadores temporales del poder que pertenece a los hombres de su linaje. Nada mejor para mostrar la subordinación política de las mujeres que el hecho de que entre todos los actuales (1986) miembros de las Naciones Unidas menos del 5 por ciento de jefes de Estado son mujeres. Naturalmente, este cuerpo de evidencia no justifica la conclusión de que las mujeres carecen de poder o de que nunca ejerzan una autoridad política significativa. Además, es claro que posiciones extremas de dominio masculino son incompatibles con la organización bilateral de las bandas igualitarias de cazadores y recolectores (Leacock, 1978,1981).

Durante un tiempo se pensó que el control político de las mujeres o matriarcado —lo opuesto del control político de los hombres o patriarcado— tuvo lugar en un determinado estadio evolutivo de la organización social. En la actualidad, todos los antropólogos están de acuerdo en rechazar la existencia de cualquier sociedad auténticamente matriarcal. Ruby Rohrlich Leavitt (1977:57) es una excepción, ya que sostiene que en la Creta minoica «las mujeres participaban en las decisiones políticas en igualdad con los hombres como mínimo, mientras que en las actividades religiosas y sociales ocupaban la preeminencia». La afirmación de Rohrlich-Leavitt está basada en inferencias hechas a partir de datos arqueológicos que pueden ser interpretados contradictoriamente. No hay duda de que la Creta minoica era matrilineal y las mujeres gozaban de un estatus relativamente alto. Sin embargo, la base de la economía cretense era el comercio marítimo y eran los hombres, no las mujeres, quienes dominaban esta actividad. Rohrlich-Leavitt mantiene que el matriarcado de Creta fue posible por la inexistencia de la guerra y del complejo de supremacía masculino-militar. No obstante, parece probable que las actividades militares se centraran en combates navales, que no han dejado restos arqueológicos. No hay razón, por tanto, para no aceptar la siguiente generalización de Michelle Rosaldo y Louise Lamphere:

Aunque algunos antropólogos mantengan que hay o ha habido verdaderas sociedades igualitarias… y todos estén de acuerdo en que existen sociedades en las que las mujeres han alcanzado reconocimiento y poder social, ninguno ha observado una sociedad donde a las mujeres se las reconozca un poder y autoridad superior a los de los hombres (1974:3).

La idea de que los matriarcados existieron alguna vez, surge frecuentemente de la confusión entre matrilinealidad y matriarcado. La matrilinealidad no significa que las mujeres inviertan la dominación del hombre en la política y se conviertan en dominantes, tal como implica el concepto de matriarcado. Como máximo, la matrilinealidad proporciona un mayor grado de igualdad política entre ambos sexos; pero no convierte a la mujer en dominante. Esto puede verse en la sociedad matrilineal iroquesa. Entre estos, las mujeres de edad tenían el poder de elevar y deponer a los ancianos que eran elegidos para el más alto cuerpo de gobierno, el consejo. A través de un representante masculino en el consejo, ellas podían influenciar las decisiones de este y ejercer su poder sobre la conducta en la guerra y la firma de tratados. La elegibilidad para el cargo era por línea femenina y las mujeres tenían el derecho de nombrar a los hombres que formaban el consejo. Pero las mujeres mismas no podían pertenecer al consejo y los hombres influyentes podían vetar la nominación que hacían las mujeres. Judith Brown (1975:240-241) concluye que la nación iroquesa no era un matriarcado, como proclamaban algunos.