En Latinoamérica, los ideales de supremacía masculina se conocen como machismo. En toda Latinoamérica, a los hombres se les exige ser machos —es decir, valientes, sexualmente agresivos, viriles y dominantes sobre las mujeres—. En casa, controlan el dinero a sus mujeres, comen primero, esperan obediencia inmediata de sus hijos, especialmente de sus hijas, van y vienen a su antojo, y toman decisiones que la familia entera debe seguir sin discusión. «Llevan los pantalones», o al menos eso piensan ellos. Sin embargo, como May Díaz ha demostrado en su estudio sobre Tonalá, un pequeño pueblo cerca de Guadalajara, México, existen importantes discrepancias entre machismo como un ideal masculino y machismo como práctica real en el seno de la familia. Aunque las mujeres, aparentemente, parecen aceptar el ser dominadas por sus padres, maridos y hermanos mayores, poseen ciertas estrategias para superar el control del nombre y para salirse con la suya.
Una de esas estrategias es enfrentar a un macho con otro. El caso de Lupita, una joven soltera tonalá, ilustra cómo funciona.
Un día, el hermano casado de Lupita la vio hablando con un joven a través de la ventana de la fachada de su casa. El hermano le preguntó quién era el chico, pero Lupita se negó a decírselo, temiendo que su hermano se lo dijera al padre y le convenciera para que pusiese fin al romance. Lupita decidió manipular las reglas del machismo en su propio beneficio. Mientras ayudaba a su madre a preparar la cena, Lupita se quejó de que la mujer de su hermano era una cotilla y había obligado a su hermano a entrometerse en sus asuntos. Lupita sabía que esto provocaría una respuesta de solidaridad por parte de su madre (más solidaria que si hubiese protestado directamente acerca de su hermano). Ella sabía que su madre estaba en contra de su nuera, que había conseguido mucha influencia sobre el hermano de Lupita y se había interpuesto entre madre e hijo. Esa noche, tan pronto como el padre se sentó a cenar, la madre de Lupita empezó a reñirle por dejar que su hijo se adueñara de su autoridad y por no llevar los pantalones en la familia. Esto hizo que el padre no escuchara lo que su hijo le iba a decir sobre Lupita y se marchó de casa tan pronto como acabó de comer, sin prohibir a Lupita continuar con sus planes de conseguir un pretendiente. De esa forma Lupita y su madre consiguieron sus fines, a pesar de su falta de poder, apelando a la misma norma que supuestamente les priva del poder —un padre debería ser el jefe de su propia casa (Díaz, 1966:85-87).
El reparto de poder entre los sexos rara vez consiste simplemente en que las mujeres estén a merced de los hombres (o viceversa). Como demuestran los estudios realizados sobre Trobriand y Tonalá, los antropólogos varones en el pasado puede que no hayan comprendido los aspectos más sutiles de las jerarquías sexuales. Sin embargo, no debemos caer en la trampa de minimizar las auténticas diferencias de poder que conllevan muchas jerarquías sexuales, poniendo demasiado énfasis en la habilidad de los subordinados para manipular el sistema en su favor. Todos sabemos que, a veces, los esclavos pueden superar a sus amos, que los soldados pueden frustrar a sus generales y que los niños pueden tomar a sus padres como criados. La habilidad para amortiguar los efectos de la desigualdad institucionalizada no es lo mismo que la igualdad institucionalizada.