Un imperio americano autóctono: los incas

Vías evolutivas alternativas condujeron a sistemas estatales más grandes y centralizados que los de Europa medieval. En diversas regiones surgieron sistemas estatales que incorporaban en su seno a centenares de antiguos estados más pequeños, formando superestados o imperios altamente centralizados. En el Nuevo Mundo, el mayor y más poderoso de estos sistemas fue el imperio inca.

En su momento culminante, el imperio inca se extendía a lo largo de 2200 Km, desde el norte de Chile hasta el sur de Colombia, contando con una población de unos seis millones de habitantes. Debido a la intervención del gobierno en el modo básico de producción, la agricultura no se encontraba organizada en función de haciendas feudales, sino en función de aldeas, distritos y provincias. Cada una de estas unidades estaba bajo la supervisión no de un señor feudal que había jurado fidelidad a otro superior a él y que era libre para usar sus tierras y mano de obra como juzgara conveniente, sino de funcionarios del gobierno nombrados por el Inca, responsables de la planificación de obras públicas y la entrega de los contingentes de mano de obra, alimentos y otros materiales establecidos por el gobierno (Morris, 1976). Las tierras de la aldea estaban divididas en tres partes, la mayor de las cuales constituía, probablemente, la fuente de subsistencia de los propios trabajadores; las cosechas de las partes segunda y tercera se entregaban a los agentes eclesiásticos y gubernamentales, quienes las almacenaban en graneros (D’Altroy y Earle, 1985). La distribución de estas provisiones estaba totalmente bajo el control de la administración central. Asimismo, cuando se necesitaba mano de obra para construir carreteras, puentes, canales, fortalezas u otras obras públicas, los reclutadores del gobierno llegaban directamente a las aldeas. Debido a la dimensión de la red administrativa y a la densidad demográfica, enormes masas de trabajadores se podían poner a disposición de los ingenieros incas. En la construcción de la fortaleza de Sacsahuamán, en Cuzco, probablemente la mayor construcción de mampostería del Nuevo Mundo, se emplearon 30.000 personas en cortar, extraer, transportar y levantar enormes monolitos, algunos de los cuales pesaban hasta 200 toneladas. Contingentes de trabajo de esta magnitud eran raros en la Europa medieval, pero no así en Egipto, el Oriente Medio y la China antiguos.

El control de todo el imperio se concentraba en manos del Inca, primogénito del primogénito, descendiente del dios del Sol y ser celestial de santidad sin igual. Este «dios sobre la Tierra» gozaba de un poder y lujo nunca soñados por el pobre «jefe» mehinacu en su quejumbrosa búsqueda diaria de respeto y obediencia. La gente ordinaria no podía acercarse cara a cara al Inca. Sus audiencias privadas se realizaban detrás de un biombo y todos los que se acercaban llevaban una carga sobre sus espaldas. Cuando viajaba, era transportado, sobre un palanquín adornado, por equipos especiales de porteadores (Masón, 1957:184). Un pequeño ejército de barrenderos, aguadores, leñadores, cocineros, guardarropas, tesoreros, jardineros y cazadores atendía las necesidades domésticas del Inca en su palacio del Cuzco, la capital del imperio. Si alguno de ellos ofendía al Inca, su aldea de origen era destruida por completo.

El Inca comía en platos de oro y plata y en habitaciones cuyas paredes estaban recubiertas de metales preciosos. Sus vestidos estaban hechos de la lana más suave de vicuña y regalaba cada prenda usada a los miembros de la familia real, sin llevar jamás dos veces la misma ropa. El Inca gozaba de los servicios de un gran número de concubinas que eran elegidas metódicamente entre las muchachas más hermosas del imperio. Sin embargo, su esposa, para conservar la línea sagrada de filiación desde el dios del Sol, tenía que ser su propia hermana. Cuando moría el Inca, su esposa, concubinas y muchos otros servidores eran estrangulados durante una gran danza de embriaguez para que no sufriera ninguna pérdida de bienestar en la otra vida. Al cuerpo del Inca se le extraían las visceras, se le envolvía en telas y se le momificaba. Mujeres con abanicos acompañaban constantemente a estas momias para espantar las moscas y ocuparse de las demás cosas que las momias necesitan para ser felices.