El destino de las bandas y aldeas preestatales

La trayectoria de las sociedades de nivel estatal se ha caracterizado por una continua expansión a costa de las tierras y libertades de los pueblos preestatales. En el caso de las jefaturas avanzadas, la aparición de soldados, comerciantes, misioneros y colonos de nivel estatal a menudo provocó una transición afortunada a una organización de nivel estatal. Pero en vastas regiones del mundo habitadas por bandas y aldeas dispersas, la difusión del Estado ha dado por resultado ya la aniquilación, ya la distorsión total del estilo de vida de miles de pueblos antaño libres y orgullosos. Estos cambios devastadores se describen acertadamente como genocidios, exterminio de poblaciones enteras, o como etnocidios, exterminio sistemático de culturas.

La difusión de la «civilización» europea hacia América tuvo un efecto devastador en los habitantes preestatales del Nuevo Mundo. Muchos fueron los métodos utilizados para expulsar a los pobladores autóctonos de sus tierras a fin de dejar espacio a las granjas e industrias necesarias para sostener la población rebosante de Europa. Los pueblos nativos fueron exterminados en guerras desiguales en las que se enfrentaban fusiles contra flechas; otros fueron víctimas de las enfermedades urbanas introducidas por los colonos —como la viruela, el sarampión y el resfriado común—, contra las que los individuos que vivían en pequeños asentamientos dispersos no estaban inmunizados. A veces, los «civilizados» colonos distribuían deliberadamente ropas infectadas para acelerar la propagación de estas enfermedades, como una especie de guerra bacteriológica. Pero contra las culturas de los nativos había otras armas. Sus modos de producción eran destruidos mediante la esclavitud, el peonaje por deudas y el trabajo asalariado; su vida política anulada con la creación de jefes y consejos tribales que eran marionetas y medios adecuados de control para los administradores estatales (Fried, 1975); sus creencias y rituales religiosos menospreciados y suprimidos por misioneros que deseaban salvar sus almas, pero no sus tierras y libertades (Ribeiro, 1971; Walker, 1972).

Estos ataques genocidas y etnocidas no se limitaron a las Américas. También se llevaron a cabo en Australia, en las islas del Pacífico y en Siberia. No se trata sólo de acontecimientos que ocurrieron hace mucho tiempo y que ya no se pueden remediar. Porque todavía continúan en la remota inmensidad de la cuenca amazónica y en otras regiones de América del Sur en las que los últimos pueblos organizados en bandas y aldeas libres e independientes han sido arrinconados por la expansión despiadada de colonos, comerciantes, compañías petroleras, maestros, rancheros y misioneros (Bodley, 1975; Davis, 1977).

La trágica situación de los indios aché del Paraguay oriental es un caso pertinente (véase Cap. 4. Teoría de la optimización del forrajeo). Como ha documentado Mark Münzel (1973), estos grupos de nativos independientes son sistemáticamente cazados, acorralados y forzados a vivir en pequeñas reservas para dejar espacio a los rancheros y agricultores. Los niños aché son separados de sus padres y vendidos a colonos como criados. Los cazadores de hombres disparan contra todo aquel que muestre algún signo de resistencia, violan a las mujeres y venden a los niños. En marzo y abril dé 1972, unos 171 achés «salvajes» fueron capturados y llevados a la reserva aché donde se sabía que hacía estragos una epidemia de gripe. En julio, murieron 55 achés en la reserva. Münzel concluye (1973:56): «Llevar allí, en aquel momento, un gran número de indios de la selva sin prever sus necesidades sanitarias, era un asesinato en masa indirecto».

Como señala Gerald Weiss, las últimas culturas «tribales» que quedan se localizan en regiones remotas de países en desarrollo que a menudo consideran la supervivencia de estos pueblos independientes como una amenaza a su unidad nacional.

Las últimas culturas tribales se encuentran en grave peligro. Cuando hayan desaparecido, nunca volveremos a ver otras iguales. Las culturas estatales no industrializadas han hecho frente común con los estados industrializados para eliminarlas. La razón de esto radica en la naturaleza contrapuesta de las culturas estatales y tribales: las primeras son más grandes, más poderosas y expansionistas. A las culturas tribales, que representan una forma cultural más antigua, se las califica para denigrarlas de «salvajes» y se las considera como un anacronismo en el «mundo moderno». Las culturas estatales han ejercido su poder repartiéndose toda la tierra de este planeta… Esto es verdad tanto para el Tercer Mundo, donde se realizan esfuerzos concertados para destruir los últimos vestigios del tribalismo como amenaza a la unidad nacional, como lo ha sido para el mundo occidental (1977a: 890).

Weiss arguye que es probable, pero no inevitable, que ninguna de las sociedades «tribales» sobreviva. Sin embargo, insiste en que los antropólogos no deben ser derrotistas y deben esforzarse para que esto no suceda:

Ningún biólogo afirmaría que la evolución en el reino orgánico hace necesaria o deseable la desaparición de las formas más antiguas: por tanto, ningún antropólogo debe contentarse con ser un observador pasivo ante la extinción del Mundo Tribal (ibíd.:89l).