La guerra entre los pueblos cazadores y recolectores

La guerra se define como un combate armado entre grupos humanos que constituyen agrupamientos territoriales o comunidades políticas diferentes (Otterbein, 1973). Algunos antropólogos creen que la guerra fue una práctica universal incluso entre los cazadores y recolectores del Paleolítico (Lizot, 1979:151). Otros sostienen que fue un hecho poco frecuente hasta la aparición de las sociedades estatales. Se ha dicho que la guerra era desconocida entre los siguientes pueblos de cazadores y recolectores: los isleños de Andaman, los shoshone, los yahganes, los indios mission de California y los tasaday de Filipinas (Lesser, 1968; MacLeish, 1972). Sin embargo, puede que estos grupos la practicaran en algún momento del pasado. Por otra parte, William Divale (1972) enumera 37 culturas de cazadores y recolectores en las que sí está documentada. Algunos antropólogos atribuyen estos casos al «choque» cultural producido por el contacto con sistemas coloniales de nivel estatal. Probablemente, la guerra fue practicada por los cazadores y recolectores del Paleolítico, pero sólo a pequeña escala y esporádicamente, cobrando intensidad durante el Neolítico entre las culturas agrícolas organizadas en poblados.

Los indicios arqueológicos de guerra en el Paleolítico son poco convincentes. A veces se han interpretado los cráneos mutilados hallados en cuevas paleolíticas como pruebas de canibalismo y caza de cabezas en tiempos prehistóricos. Pero no se sabe a ciencia cierta cómo murieron los individuos. Aun cuando se practicara el canibalismo, los individuos afectados no tenían por qué ser necesariamente enemigos. El consumo de los cerebros de parientes fallecidos constituye una forma frecuente de ritual funerario (véase Cap. 15. Kuru: el caso de la enfermedad de la risa). La evidencia arqueológica más antigua y convincente en favor de la guerra se halla en el Jericó neolítico, en forma de murallas, torres y fosos defensivos (Roper, 1969,1975; Bigelow, 1975).

Tras el desarrollo de poblados permanentes con grandes inversiones en cultivos, animales y alimentos almacenados, la forma de guerra cambió. Entre los cazadores y recolectores no sedentarios, la guerra entrañaba un mayor grado de combate individualizado encaminado al ajuste de ofensas y pérdidas personales, reales o imaginadas. Aunque los grupos de combate podían tener una base territorial temporal, la organización de la batalla y las consecuencias de la victoria o derrota reflejaban la débil asociación entre gentes y territorio. Los vencedores no se adueñaban de territorios expulsando a sus enemigos. Por el contrario, la guerra entre los cultivadores que viven en aldeas implica frecuentemente un esfuerzo colectivo total, ya que se combate por territorios definidos y la derrota puede acarrear la expulsión de una comunidad entera de sus campos, viviendas y recursos naturales.

La difusa línea que separa la guerra de la retribución personal entre los cazadores y recolectores queda bien ilustrada en el siguiente ejemplo de conflicto armado, observado entre los tiwi de las islas Bathurst y Melville, en el norte de Australia. Tal como relatan C. W. Hart y Arnold Pilling (1960), algunos hombres que residían en la banda mandiimbula habían inferido agravios a individuos pertenecientes a las bandas tiklauila y rangwila. Los agraviados, junto con sus parientes, se aplicaron las blancas pinturas de guerra, se armaron y partieron en número de 30 para combatir contra los mandiimbula.

Al llegar al lugar en el que los últimos, debidamente advertidos de su acercamiento, se habían agrupado, la partida de guerra anunció su presencia. Ambos bandos intercambiaron entonces algunos insultos y acordaron reunirse formalmente en un lugar abierto en el que había espacio suficiente para combatir (1960:84).

Durante la noche, individuos de ambos grupos se visitaron reanudando sus relaciones. Por la mañana, los dos ejércitos se alinearon frente a frente en el campo de batalla. Los ancianos iniciaron las hostilidades profiriendo insultos y acusaciones contra individuos concretos de las filas «enemigas». Aunque algunos de los ancianos instaban a lanzar un ataque general, sus quejas se dirigían no contra la banda mandiimbula, sino contra uno o, a lo sumo, dos o tres individuos. «Así pues, los individuos que empezaron a arrojar las lanzas, lo hicieron por razones basadas en disputas individuales». La puntería brillaba por su ausencia, porque la mayor parte de las lanzas las arrojaban ancianos (Hart y Pilling, 1960:84):

No era raro que la persona herida fuera algún inocente que no combatía o alguna de las viejas vociferantes que zigzagueaban entre los combatientes gritando obscenidades a todo el mundo, y cuyos reflejos para esquivar las lanzas no eran tan rápidos como los de los hombres… Tan pronto como alguien caía herido… cesaba inmediatamente el combate hasta que ambos bandos evaluaban las consecuencias de este nuevo incidente (ibíd.).

Aunque los cazadores y recolectores rara vez intentan aniquilarse mutuamente y a menudo se retiran del campo cuando se han producido una o dos bajas, el efecto acumulativo puede ser bastante considerable. Recordemos que la banda !kung san media sólo consta de unas 30 personas. Si tal banda emprende la guerra sólo dos veces por generación y siempre con la pérdida de un solo varón adulto, las bajas debidas a la guerra explicarían más del 10 por ciento de todas las muertes de varones adultos. Esta es una cifra muy alta si se tiene en cuenta que menos del 1 por ciento de todas las muertes de varones en Europa y Estados Unidos durante el siglo XX se debe a bajas en el campo de batalla. Por contraposición, Lloyd Warner estimó que entre los murngin, una cultura de cazadores y recolectores del norte de Australia, el 28 por ciento de las muertes de varones adultos se debía a bajas en el campo de batalla (Livingstone, 1968).