Puede parecer evidente que la guerra, dado que en ella la gente se mata entre sí, constituye un freno al crecimiento demográfico. Pero la cuestión no es tan sencilla. Los pueblos belicosos como los yanomamo y los tsembaga maring no pueden controlar el crecimiento de su población matándose unos a otros, según los índices antes mencionados. El problema radica en que los individuos que mueren en el combate son, en su mayor parte, varones. Las muertes de varones provocadas por la guerra entre los yanomamo no tienen ningún efecto a la larga en el tamaño de su población porque, como casi todas las sociedades preindustriales que practican la guerra, los yanomamo son poligínicos. Esto significa que cualquier mujer cuyo marido haya muerto, se vuelve a casar inmediatamente con otro hombre. Los índices de mortalidad femenina, debidos a bajas en combate, no suelen llegar casi en ningún sitio al 10 por ciento (cf. Polgar, 1972:206), lo que no es suficiente para producir una reducción sustancial en el crecimiento demográfico. Se ha llegado a conclusiones similares con respecto a la guerra en contextos industriales. Catástrofes como la Segunda Guerra Mundial «no tienen ningún efecto en el crecimiento o tamaño de la población». (Livingstone, 1968:5). Podemos ver esto con más claridad en el caso de Vietnam, donde la población continuó incrementándose a una tasa fabulosa del 3 por ciento anual durante la década 1960-1970.
Sin embargo, entre los pueblos organizados en bandas y aldeas, la guerra puede alcanzar su principal efecto como regulador del crecimiento demográfico a través de una consecuencia indirecta. William Divale ha demostrado que existe una alta correlación entre la práctica de la guerra y los elevados niveles de mortalidad femenina en el grupo de edades comprendidas entre cero y catorce años (Divale y Harris, 1976; cf. Hirschfeld y otros, 1978; Divale y otros, 1978). Esto se pone de manifiesto en la ratio entre varones y hembras en el mencionado grupo de edad en sociedades que practicaban activamente la guerra cuando fueron censadas por primera vez (véase Tabla 9.1).
En general, se acepta que, a escala mundial, nacen más muchachos que muchachas, y que la ratio media entre los sexos en el nacimiento es de unos 105 varones por cada 100 hembras. Sin embargo, este desequilibrio es mucho más pequeño que el hallado en las sociedades que se encuentran en estado de guerra. Esta diferencia sólo es explicable por una mayor tasa de mortalidad entre las niñas y muchachas que entre los miembros del sexo opuesto. Esta tasa más alta de mortalidad femenina probablemente refleja la práctica de un infanticidio y de diversas formas de negligencia que afectan más a las muchachas que a los muchachos. Hay una alta correlación entre las sociedades que reconocen abiertamente la práctica del infanticidio y las que se encontraban en estado de guerra activa cuando fueron censadas por primera vez; en estas sociedades, al menos, es evidente que el infanticidio femenino era más frecuente que el masculino.
Tal vez la razón de que se mate o se trate con negligencia a las niñas estriba en que el éxito en la guerra preindustrial depende del tamaño de los grupos masculinos de combate. Cuando las armas de guerra consisten en mazas, lanzas, arcos y flechas, la victoria corresponde al grupo que tiene mayor número de varones fuertes y agresivos a su disposición. Y debido a los límites ecológicos que acotan los efectivos demográficos de las sociedades organizadas en bandas y aldeas, las sociedades de bandas y aldeas belicosas manifiestan una tendencia a criar más varones que hembras. Esta preferencia por los niños varones reduce la tasa de crecimiento de las poblaciones regionales y, sin entrar a juzgar las intenciones de quienes la practican, puede ayudar a explicar por qué la guerra está tan extendida entre los pueblos preindustriales. Según esta teoría, la reducción del crecimiento demográfico regional no se podría alcanzar sin la guerra, puesto que sin la motivación bélica para preferir a los niños sobre las niñas, cada grupo tendería a criar a todas las niñas y aumentar su población a expensas de los vecinos. La guerra tiende a igualar estos costos, o, cuando menos, a distribuirlos entre todas las bandas y aldeas de la región, en forma de altas tasas de mortalidad femenina, producidas por el infanticidio y la negligencia, y altas tasas de mortalidad masculina, provocadas por el combate. Aunque este sistema puede parecer cruel y devastador, las alternativas pre-industriales —aborto, desnutrición y enfermedad— para mantener la población por debajo del punto de los rendimientos decrecientes tal vez no lo sean menos sino más. Queda advertido el lector de que esta teoría es sumamente polémica.