Aun cuando la familia nuclear está presente en la gran mayoría de las culturas humanas, es evidente que todas las culturas tienen formas alternativas de organización doméstica y que estas son con frecuencia más importantes (implican a una proporción más alta de la población) que la familia nuclear. Además, como ya he sugerido, las cuatro funciones señaladas se pueden realizar en el contexto de instituciones alternativas que a veces son totalmente ajenas a la esfera doméstica.
En el caso de la familia nuclear en las culturas industriales modernas, esto es evidente con respecto a la endoculturación y la educación. En la vida contemporánea, estas dos funciones son cada vez más un asunto no doméstico que tiene lugar en edificios especiales —escuelas— bajo los auspicios de especialistas con quienes no se tiene ningún lazo de parentesco —los maestros.
Muchas sociedades organizadas en bandas y aldeas también separan a sus hijos y adolescentes de la familia nuclear y el marco doméstico para enseñarles los conocimientos y el ritual de los antepasados, la competencia sexual o las artes militares. Entre los nyakyusa del sur de Tanzania, por ejemplo, los niños varones de seis o siete años empiezan a construir en las afueras de su aldea refugios y chozas de juncos en los que juegan. Poco a poco, estas chozas de juego se mejoran y amplían, desembocando a la postre en la construcción de una aldea totalmente nueva. Entre los cinco y once años, los muchachos nyakyusa duermen en casa de sus padres; pero durante la adolescencia sólo se les permite visitarles por el día. Para entonces duermen ya en la nueva aldea, aunque la madre les sigue todavía preparando la comida. La fundación de una nueva aldea se completa cuando los jóvenes toman esposas que les preparan la comida y empiezan a dar a luz la generación siguiente (Wilson, 1963).
Otra célebre variante de esta pauta se da entre los masai de África oriental, donde los hombres solteros de la misma generación ritualmente definida, o grupo de edad, establecen aldeas especiales o campamentos desde los que lanzan expediciones bélicas e incursiones para robar ganado. Sus madres y hermanas preparan la comida y llevan las riendas de la casa.
También hay que reseñar la práctica, muy frecuente entre la clase alta inglesa, de enviar los hijos de seis años de edad o más a internados. La aristocracia inglesa, lo mismo que los masai, se niega a dejar que la carga de mantener la continuidad de su sociedad descanse sobre los recursos educativos de la unidad doméstica nuclear.
En muchas sociedades, los maridos pasan mucho tiempo en casas especiales de hombres. Allí les llevan la comida las esposas e hijos, a quienes les está prohibido entrar. Asimismo los hombres duermen y trabajan en estos «clubs», aunque de vez en cuando lo hagan junto a sus esposas e hijos.
Entre los fur del Sudán, los maridos suelen dormir separados de sus esposas, en casas propias, y comen en un comedor exclusivo para hombres. Uno de los casos más interesantes de separación entre las pautas de cocinar y comer ocurre entre los ashanti de África occidental. Los hombres ashanti comen con sus hermanas, madres, sobrinos y sobrinas, pero no con sus esposas e hijos. Ahora bien, son las esposas quienes cocinan. En la tierra de los ashanti todas las tardes hay un tráfico incesante de niños que transportan la comida preparada por sus madres a las casas de las hermanas de sus padres (cf. Bannes, 1960; Bender, 1967).
Finalmente, hay al menos un caso famoso —los nayar de Kerala— en que el «esposo» y la «esposa» no viven juntos. Las mujeres se «casaban» con maridos rituales y residían en el domicilio de sus hermanos y hermanas. Sus compañeros eran hombres que les visitaban durante la noche. Los hijos nacidos de estas relaciones sexuales eran educados en unidades domésticas dominadas por el hermano de su madre y nunca conocían a su padre. Más adelante examinaremos con mayor detenimiento el caso de los nayar.