Los potlatches fueron objeto de estudio científico mucho tiempo después de que los pueblos de la costa noroeste del Pacífico entablaran relaciones comerciales y de trabajo asalariado con rusos, ingleses, canadienses y norteamericanos. El descenso de la población y la afluencia inesperada de riqueza se combinaron para hacer los potlatches cada vez más competitivos y destructivos hacia la época en que Franz Boas empezó a estudiarlos en la década de 1880 (Rohner, 1969). En este periodo, la tribu en su totalidad residía en la factoría de Fort Rupert de la Hudson’s Bay Company, y entre los donantes de potlatches la intención de humillarse unos a otros se había convertido en una pasión devoradora. Mantas, cajas de aceite de pescado y otros objetos de valor eran destruidos deliberadamente, quemándolos o arrojándolos al mar. En cierta ocasión, que Benedict ha hecho famosa en Patterns of Culture, se quemó una casa entera por culpa de la excesiva cantidad de aceite de pescado vertida en el fuego. Los potlatches que acababan de esta manera se consideraban grandes victorias para los anfitriones.
Todo parece indicar que, antes de la llegada de los europeos, el potlatch kwakiutl era menos destructivo y más similar a los festines melanesios (véase Cap. 10. Los sistemas de «grandes hombres». Aunque los festines competitivos son despilfarradores, el incremento neto en la producción total enjuga las pérdidas debidas al exceso de consumo y el despilfarro. Además, después de que los visitantes han comido hasta saciarse, todavía queda mucho alimento para que se lo lleven a sus hogares.
El hecho de que los huéspedes vengan de aldeas distantes da lugar a otras importantes ventajas ecológicas y económicas. Se ha sugerido que la rivalidad que suscitan los festines entre distintos grupos aumenta la productividad en toda la región más que si cada aldea agasajara sólo a sus propios productores. En segundo lugar, como han apuntado Wayne Suttles (1960) y Stuart Piddock (1965) en sus análisis sobre esta región de la costa noroeste del Pacífico, las redistribuciones competitivas entre aldeas pueden ser ecológicamente adaptativas como medio de paliar los efectos de desastres productivos de carácter local debidos a causas naturales. La ausencia inesperada de salmones en un río concreto podía poner en peligro la supervivencia de algunas aldeas, mientras poblados vecinos, situados junto a otros ríos, continuaban capturando sus contingentes habituales. En estas circunstancias, los aldeanos empobrecidos desearían asistir a tantos potlatches como les fuera posible y llevarse tantas provisiones vitales como pudieran obtener de sus anfitriones recordándoles cuan grandes habían sido sus potlatches en años anteriores. Así pues, los potlatches interaldeanos representaban una forma de ahorro en la que el prestigio adquirido en la donación de festines servía como talón de salvaguarda. Este se hacía efectivo cuando los huéspedes se tornaban anfitriones. Si al cabo de los años una aldea no podía dar potlatches propios, su crédito de prestigio desaparecía.
Cuando un grupo empobrecido y sin prestigio no podía ya celebrar sus propios potlatches, la gente abandonaba al jefe-redistribuidor derrotado y fijaba su residencia junto a parientes de aldeas más productivas. De esa forma la jactancia, la distribución y exhibición de riqueza eran anuncios publicitarios que ayudaban a reclutar mano de obra para la fuerza de trabajo reunida en torno a un redistribuidor especialmente eficiente. Dicho sea de paso, resulta más comprensible por qué estos pueblos prodigaron tanto esfuerzo en la producción de sus mundialmente famosos postes totémicos. En estos postes estaban grabados los «timbres de gloria» del jefe redistribuidor a manera de figuras míticas; el derecho a los «timbres de gloria» se reivindicaba en base a la celebración de potlatches sobresalientes. Cuanto mayor es el poste, mayor es la capacidad de ofrecer potlatches, y mayor la tentación de los miembros de aldeas pobres a cambiar de residencia y unirse a otro jefe.
Sin embargo, con la llegada de los europeos se produjo un cambio hacia formas de redistribución más destructivas. El impacto de las enfermedades europeas redujo la población kwakiutl de los 10.000 habitantes con que contaba en 1835 a 2000 a finales de siglo. Al mismo tiempo, las compañías comerciales, fábricas de conservas, aserraderos y campamentos de minas de oro inyectaron una riqueza sin precedentes en la economía aborigen. El porcentaje de gente dispuesta a reivindicar los timbres de gloria que simbolizaban los logros creció, en tanto que disminuyó el número de gente disponible para celebrar la gloria del donante de potlatches. Muchas aldeas fueron abandonadas; de ahí que se intensificara la rivalidad por ganarse la lealtad de los supervivientes.
Un último factor, tal vez el más importante, en el desarrollo de los potlatches destructivos, fue el cambio en la tecnología e intensidad de la guerra. Como ha sugerido Brian Ferguson (1984), los primeros contactos a finales del siglo XVIII entre los europeos y los americanos nativos de la costa noroeste del Pacífico se centraron en el comercio de pieles. A cambio de las pieles de nutrias, los europeos vendieron fusiles tanto a los kwakiutl como a sus enemigos tradicionales. Esto surtió un doble efecto. Por una parte, la guerra se volvió más mortífera; por otra, obligó a los grupos locales a combatir entre sí por el control del comercio que permitía conseguir la munición de la que ahora dependía el éxito en la guerra. No es de extrañar, pues, que a medida que disminuía la población, los jefes de potlatch estuvieran dispuestos a tirar o destruir una riqueza que carecía de importancia militar para atraer mano de obra para la guerra y el comercio de las pieles.