La mayoría de las grandes enfermedades epidémicas letales —viruela, fiebre tifoidea, gripe, peste bubónica y cólera— están principalmente asociadas a poblaciones urbanas densas más que alas culturas de cazadores-recolectores dispersos o de pequeñas aldeas. Incluso enfermedades como la malaria y la fiebre amarilla probablemente eran menos importantes entre las poblaciones de baja densidad, que podían evitar los terrenos pantanosos donde se reproduce el mosquito. (Se conoce la asociación entre terrenos pantanosos y enfermedades desde antiguo, a pesar de ignorar que los mosquitos eran portadores de enfermedades). Otras enfermedades tales como la disentería, paperas, tuberculosis, tos ferina, escarlatina y el vulgar resfriado probablemente tenían menos importancia entre los cazadores-recolectores y los primeros agricultores (Armelagos y McArdle, 1975; Black, 1975; Cockburn, 1971; Wood, 1975). La capacidad para recuperarse de estas infecciones está estrechamente relacionada con el nivel general de salud corporal, que a su vez está muy influenciada por la dieta, especialmente por niveles equilibrados de proteínas (N. Scrimshaw, 1977). El papel de la enfermedad como un regulador a largó plazo de la población humana es, pues, hasta cierto punto, una consecuencia del éxito o fracaso de otros mecanismos que regulan la población. Solamente si estas alternativas son ineficaces, la densidad de la población aumenta, la eficiencia productiva cae y la dieta se deteriora; es entonces cuando las enfermedades van a suponer una prueba importante en el crecimiento de la población (Post, 1985).
Hay ciertas evidencias que indican que el cazador-recolector del Paleolítico era más sano que el agricultor del último período del Neolítico y que los granjeros de las sociedades del estado preindustrial. Saber exactamente cuándo y dónde empezó a ocurrir el deterioro es el centro de atención de una investigación constante (Cohén y Armelagos, 1984; Cohén, 1986). Parece probable que durante gran parte del Paleolítico Superior por lo menos, el control «artificial» de la población, más que las enfermedades, fue el principal factor que regía el crecimiento de la población (Handwerker, 1983:20).
Obviamente, no puede negarse que un componente en las lasas de nacimientos y muertes humanos refleja causas «naturales» sobre las que las prácticas culturales tienen escasa influencia. Además de las enfermedades mortales, las catastrales naturales tales como sequías, inundaciones y terremotos pueden hacer que aumenten las cifras de muertes y que disminuyan las de nacimientos de una forma que queda muy poco margen para la intervención de la cultura. Y por supuesto existen limitaciones biológicas sobre el número de hijos que una hembra humana puede tener, así como también existen limitaciones naturales sobre la duración de la vida humana. Pero hasta un grado sorprendente, incluso cuando la gente tiene que enfrentarse a serias crisis y privaciones, se busca el apoyo de prácticas culturales para dejar a algunos morir y a otros vivir, como veremos en el siguiente apartado.